🍃Cada día es sorpresa
Cada mañana el café me pinta una sorpresa de claroscuros en la espuma
La lectura de hoy es de siete minutos y medio.
Cada mañana el café me pinta una sorpresa de claroscuros en la espuma.
El de hoy es el retrato de una mujer negra que me mira de lado. Elegante, muy delgada, anciana quizá, con el cuello fino y un tocado de plumas blancas.
Parece una reina tribal.
Con el primer sorbo se deforma de una manera grotesca, como si con un beso le hubiera succionado la cara. La corona sigue intacta, pero a cada buche ella es más y más tirabuzón hasta que desaparece dentro de mí.
Sigo bebiendo y pienso que no sería tan malo si escribiera algo más tarde hoy, tomármelo con calma. Al final, ayer salí hasta tarde, estoy cansado y tengo todo el día.
Sí. Dejo el café y me vuelvo a la cama.
Tuve un compañero que, cuando volvía del turno de noche, se bebía siempre un café antes de dormir. Uso esa historia para convencerme de que todavía estoy a tiempo de coger el sueño, y funciona.
Duermo. Una hora, tal vez menos, hasta que un ruido me despierta. No contaba con que los obreros de enfrente trabajaran también fines de semana. Pero me resisto. Le doy la espalda al ruido, meto la cabeza bajo la almohada y, a punto de echar mano a los tapones, me doy cuenta de que eso no son martillos.
Levanto la cabeza y miro sobre el hombro: suenan como tambores o bongós. Es domingo, tiene que ser alguna manifestación, pero cómo pueden sonar tan fuerte…
Me levanto para ver a qué causa justa le he donado la siesta y, cuando estoy por llegar al balcón, me doy cuenta de que el sonido va quedando atrás, que los tambores vienen del patio, no de la calle.
Giro hacia la cocina, más por ponerle piso al hijo de puta que para quejarme, y, con cada paso, los timbales se intensifican, suenan agresivos, brutales; hasta consiguen que algo animal se me despierte dentro, algo primario: una necesidad estúpida de ponerme a salvo.
Llego al umbral de la puerta y aquella banda de guerra se apaga.
Veo unos hilos de humo que ascienden desde la taza de café, y tengo que apartar la mano cuando la toco. La espuma se ha disuelto en una capa de burbujas que van explotando ajenas a mí; frágiles e inofensivas.
No me cuesta entender que había dejado el café sobre la vitrocerámica, y que de milagro no había estallado la taza. Pruebo el café, pero lo escupo: está tan quemado que se ha echado a perder.
Lo llevo al fregadero y abro el grifo sobre él.
Al menos esto me da un tema para Miradero, pienso, y ya empiezo a dibujar las primeras palabras cuando me doy cuenta de que la taza se ha llenado de agua, pero el café no se ha desbordado. En el fregadero no hay restos marrones, sólo agua, como si hubiera puesto la taza ahí vacía.
Ese instinto bestial me vuelve a latir dentro y sé que ahí hay algo más que unos cuantos despistes y alguien cansado. Pero me fuerzo a sonreír, hasta a reír en alto:
—Qué cosas tienes —digo.
Lavo la taza. La dejo ahí, boca abajo en el fregadero, y me voy a la ducha para terminar de quitarme la tontería.
Estar bajo el agua hace que tarde poco en olvidarme de todo. Me enjabono tarareando algo y vuelvo a abrir la manilla para quitarme el champú. Entonces, aún con espuma escurriéndome por el cuerpo, el sonido del agua se convierte en otro, ligero y rítmico, de maracas o de vainas de acacias. Me aparto el flequillo de los ojos y miro a mi alrededor.
Nadie.
Aun así, el sonido no deja de crecer, se acerca como una horda furiosa y, sin tiempo para más preguntas, el agua se dispara a salir hirviendo. Grito, me quema la cara y el pecho hasta que consigo cerrarla. Espantado, al mirarme la piel la veo llena de pequeñísimas incisiones que ya empiezan a sangrar.
Me llevo una mano a la cara y la palma queda roja.
Entonces siento un cosquilleo, no quiero tocarme las heridas, pero es tan punzante que necesito rascarme y, al paso de cada dedo, me arranco sin esfuerzo la piel del pecho. Ahogo un grito y salto de la ducha.
Me veo en el espejo sin verme; sólo me reconozco en media cara, la otra está desollada, sangrienta, en carne viva igual que el pecho. El cosquilleo vuelve, se me arrastra dentro como guadañas en siega. Por todos lados, cara, cuello, pecho, unos bultos avanzan rápido, en formación, hacia el ombligo.
Me rasco con violencia el abdomen, me escarbo en la carne, busco y llego a pinzar uno de los bultos. Lo aprieto y estalla. Del interior salta algo negro que empieza a corretearme por el dedo. Un aguijón en el estómago me dobla sobre mí mismo. La formación de agujas ha llegado al ombligo y el dolor me desploma de rodillas. Los siento escarbarme dentro, mordiendo y removiéndome las tripas como un enjambre de abejas. Agónico, cerca del desmayo, todo para.
Sólo queda el sonido de las gotas de sangre que van cayéndome de la cara al suelo.
De donde hubo estado mi ombligo, uno tras otro, pequeños puntos negros van aterrizando junto a las gotas de sangre. Vuelven a sonar las maracas y los timbales, pero en tono festivo; llego incluso a escuchar cánticos tribales y, reunidos ante mis rodillas, los puntos negros parecen bailar en círculos.
Sí, bailan entorno a un punto, un punto erguido ante el resto, lo alaban, a él le cantan, a un pequeño ser con lo que parece una corona de plumas blancas en la cabeza.
Así que creo que no voy a escribir hoy, mejor recuperarme de las heridas para mañana.
¡Besitos volados!
¡Eso fue intenso!