🍃Cómo dejar de sentirte solo
Días en los que uno se despierta vencido, que empieza la mañana a una derrota (5 mins)
Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
No sé si a ti te pasa, pero pasa.
Sobre todo cuando vives donde un abrazo ofende. La culpa es mía. Si nunca hubiera tocado, no extrañaría el tocar. Si nunca hubiera mirado, si nunca hubiera querido, si nunca… Y así hasta volverse mierda uno.
Tuve un deporte favorito en la vida que fue arrancarme pétalos del pecho y dejarlos en mesas de noche, a esperar que germinaran. Resulta que no funciona así, tampoco me lo dijo nadie, creo. Quién podía saber, también, que el calor traería este frío intenso, esta tiritera del alma. No creo que sea justo, pero a veces es justo cuando le pasa a otro.
Doy otra vuelta en la cama.
Necesito la punta de un bolígrafo para alcanzarme ese botón de reset que tengo en la nuca; vuelvo a cerrar los ojos para tratar de encontrarlo en mi último sueño. O encontrarla, ya nunca me acuerdo del complemento directo que buscaba.
Quizá me valdría con las llamas de una hoguera; bailarle encima, enjabonarme el cuerpo con sus ascuas y que de las llagas venga por fin ese olor a casa.
Suena fácil, y todavía recuerdo cómo encender un fuego.
Qué más te iba a decir. Era algo sobre comer, o comerse rápido, o elegir cagar en el comedero. Algo así.
Me rebusco más en el desorden que llevo dentro cuando escucho un cacharro, y sonrío creyendo que he alcanzado el botón, que esta realidad está a punto de volverse un reflejo de luna. Pero se escucha un cuchicheo y abro los ojos, porque no queda nadie que sepa susurrar en mis sueños.
Miro por sobre el hombro.
Viene de la cocina, suenan como dos ratones, uno grave y otro chilloso, y pienso en aquella canción de vivir mirando una estrella, de la ginebra en la noche, la calavera, el perro, e intento recordar cuándo dejé entrar ratones para tener quien me espere.
Me levanto, por darle frente al delirio, o la psicosis, si al fin ha venido a verme; entonces, se espantan al encontrarme en el pasillo.
Un capón ascendente, que le roza apenas con las yemas la curva del cráneo, atrás:
—¿Tú ves? Ya lo despertaste.
—Y le llegas a poner sal en vez de azúcar y sí que se iba a despertar, del asco.
Un anciano, ajado, con los ojos todo azules; más abajo, un niño moreno, el flequillo cano.
—¿Canito? —digo.
—Si hasta eso tienes que preguntar… Mal vamos —dice Tío Juan y me hace ahora como unos gestos de lanzarle millo a las gallinas—. Corre pa’ la mesa, que está puesta, y sigues allí con lo de llorisquear el calentón ese que llevas.
Canito le da un codazo y mira muy tieso arriba para clavarle la represaría de ojos:
—¿Esa mirada qué? —Baja la barbilla a la nuez—. Ya te enterarás tú de lo que vale un peine cuando te toque.
El niño se hace el que no entiende y me mira, la sonrisa con un hueco negro a un lado:
—Estamos haciendo panqueques. Tú hazle caso al Tío, vete a sentar.
Y me siento a una mesa, pobre, pero con servilletas hechas flores y un chocolate caliente que me hace fumador pasivo de esas sortijas que se le vienen y se le van. Otro tipo de ascuas me llenan con el primer sorbo.
Aparece entonces Canito con los panqueques, negros la mayoría, con el sirope destartalado encima, como de bote derramado. Echa mano al primero, lo enrolla y le da una mordida; me deja el resto delante.
—Pues no veas lo que hablan los niños aquí —dice con la boca llena—. Entenderlos no se les entiende na, pero hablar… A ver cuándo te mudas a un sitio donde hable claro la gente, tú. Bueno, que en Australia ni niños había, aquí por lo menos…
Me cuenta que ahora los hijos de mis vecinos saben tocar palmas por bulerías y que le cantan encima en moro, pero que suena muy parecido a lo nuestro. Llega entonces Tío Juan con un café y me cuenta lo suyo.
—Pues me dice: «qué miras tú», en inglés me lo dijo, que judío no hablo. Y le digo al soldado ese, esmirriao, pollaboba: «a ti te miro, galán. Pa’ver si me sacas a bailar o tengo que ir yo a buscarte», que a uno de estos me lo desmonto yo de un cachetón, y claro…
—Nos echamos a correr —termina Canito, con un panqueque entero en la boca.
Me río, y con el golpe de risa me sube otro algo más a la garganta.
—Porque uno tiene una responsabilidad también; tú sabes, no puedo olvidarme al niño aquí solo por dejarle las cosas claras al papafrita ese…
Se me eriza la nariz por dentro, como hinchada de cristales de lágrimas, y se me nublan los ojos.
—Ya coño… ¿A llorar ahora? —dice Tío Juan, casi ofendido, cómo si le hubiera cambiado la canción de golpe.
—Perdón, es que…
Me seco la vergüenza de la cara y el dorso de la mano me telonea el mundo, pero al levantarla, ya tengo a Tío Juan ante mí, las alas abiertas como un guirre largo y flaco.
—¡Ven aquí, bandío!
Hundo la cabeza en su hombro y las alas me envuelven, muy apretado, duras de dormir contra el suelo de la calle. Y me doy cuenta de que así, también, a veces, es cómo hace uno amanecer otro día.
A la fuerza y con ayuda de los que dicen que no existen.
Hoy se me apetecía escribir raro, pero de paso te cuento que esto es lo que me ha dado a mí Caminos de vuelta: poder sacar a los personajes del texto y traérmelos conmigo cuando los necesito.
Hoy me hacían faltita.
Para probar si a ti también te toca esta suerte mía:
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¡Besitos volados!
Que genialidad, acompañar tu café con tus propios personajes, te mando un abrazo enorme y cálido querido Samuel ☺️🫂💖🌟 yo me acompaño de mis ancestros, esos que se supone no existen tampoco...
Gracias por compartirlo.
Sé que no sirve de mucho, o de nada, pero aun así te mando un achuchón desde aquí. 💕🤗💕 Y en otro orden de cosas, precioso el texto. 😌