🍃El filipino que duerme en la biblioteca
Toca un recuerdo australiano en siete minutos y medio, que es, a la vez, un recuerdo del Samu newslettero del pasado.
Cuando decidí crear la newsletter, no la empecé del tirón.
Me tomé una semana previa al lanzamiento para simular cómo sería escribir un correo todos los días: cuánta carga de trabajo supondría y, más importante, si me gustaría hacerlo y si me apetecía eso de escribir algo que no siempre fuera ficción.
Así que hoy te dejo ver uno de esos correos de prueba, con el Samu del pasado al otro lado, todavía dudando si empezar o no con Miradero.
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Cuando vivía en Melbourne, una ciudad por el sur de Australia, mi lugar favorito era la biblioteca.
Después de un año y medio viviendo en el piso cincuenta y cinco de un rascacielos, es verdad eso de que uno se acostumbra a las vistas. Pero desde ahí se veía la biblioteca, con esa forma casi a lo Panteón de Roma, ocho columnas que llevan a una sala abovedada, y, hasta el último día, verla me seguían dando ganas de dejar lo que estuviera haciendo para estar allí.
El edificio era un tercio biblioteca, un tercio museo y un tercio siestero comunal.
Una vez estaba explicándole a un alumno algo en la sala de conversación y se nos acercó un tipo a decirnos que nos calláramos, por favor, que quería dormir. Porque, fuese la sala de conversación, lectura o estudio, la regla de oro era que los que dormían tenían prioridad sobre todos los demás. Esto era así.
Evidentemente, nos cambiamos a la mesa más alejada de su butaca.
Uno podía estar buscando tal libro y, entre dos estanterías, encontrarse a un tipo, tieso como una escuadra, durmiendo en la silla más incómoda que te puedas imaginar. Para mí eran una especie de guardianes de la biblioteca, como esas armaduras vacías en los castillos medievales que si pisas el sello mágico se animan y te atacan. Así que siempre pasaba a su lado con un respeto medroso.
La State Library Victoria, que así se llama, por cierto, tenía una exposición permanente de pinturas que descubrí recién llegado, por casualidad, cuando terminaba allí mi trabajo de fin de máster.
Eran dos salas, una dedicada a cuadros relacionados con la ciudad y el estado de Victoria, y otra con cuadros de cosas, como la carpeta de una alumna de primaria, forrada con lo que más le gustara o lo que se hubiera ido encontrando por ahí.
La sala de cosas tenía un rollo más moderno, y mi cuadro favorito de ahí era el de una chica occidental con chador, un velo islámico negro que sólo dejaba verle la cara, pero rematado con orejas de conejito de Playboy. La chica tenía la sombra de ojos y el pintalabios rojo corrido por la cara, y miraba directamente al espectador sosteniendo una cocacola con una pajita cerca de los labios.
Eso, un rollo más moderno.
La otra sala era más grande, de esas con asientos frente a las obras para hacerse el interesante mientras se descansa.
Mi cuadro de allí ocupaba toda la pared a la derecha de la puerta que llevaba a la sala modernita y, desde lejos, parecía un revuelo rojizo sin sentido que, a medida que uno se acercaba, se iba convirtiendo en una estampida de caballos, ganado y campesinos en desorden. De fondo, nubes rojas y humo; en el frente, trastos desbaratados y animales muertos.
La información del cuadro decía que representaba cierto incendio de cierto año, y yo solía quedarme ahí viendo a los campesinos mirar sobre sus hombros con espanto, a los caballos ciegos de miedo, a un jinete no escuchado queriendo ordenar aquel caos.
Le tenía cariño a ese cuadro.
Con los meses empecé a estar más justo de tiempo y mis visitas a la biblioteca tuvieron que ser más pragmáticas. A veces sólo me daba para hacerle un gesto a mis cuadros desde la distancia, como el que saluda a un vecino, al pasar hacia la sala de lectura. Hasta que un día, a punto de levantar ya la barbilla para el saludo, no vi mi tormenta de fuego enmarcada, sino un collage del tamaño de mi cuadro cruzado por neones azules y rosas.
Sin cambiar el paso, me desvié hasta llegarle delante.
Los neones eran unas letras árabes que entonces no sabía leer, y que ahora podría leer sin entenderlas. No recuerdo demasiado más del cuadro ni de su historia.
La sala moderna se debía de haber derramado hasta la vieja y a mi cuadro, el más cerca de la puerta, todo empapado, lo habían debido de cambiar por otro. Entré a comprobar la marea moderna de la otra sala, al menos la Mona Lisa islámica-pop seguía allí, surfeándola.
Pero no me podía detener más en lamentarme por el naufragio de mi cuadro.
Fui a la sala de lectura a buscar no sé qué libro y, entre dos estanterías, un chico filipino, con el pelo escurrido hasta las orejas y un cepillito de bigote, dormía como una pieza de Tetris. Me acerqué y le toqué tres veces el hombro:
—Han quitado el cuadro del incendio —le dije.
Me miró con la misma cara que debí de haber puesto al no ver mi cuadro en la pared. Luego inclinó la cabeza como en una pregunta muda.
—El cuadro del incendio. Lo han quitado —repetí.
Giró ahora el cuello a izquierda y derecha, rápido, para mirar las paredes.
—No sé, yo… Yo no trabajo aquí, la verdad.
¿Cómo que no? ¿No eras tú uno de los guardianes de la biblioteca? Cogí mi libro y lo dejé ahí, confuso, como si me hubiera escapado de sus sueños.
Se acababa una época.
En menos de dos meses yo también me acabaría para Melbourne y dejaría de ser uno de los cuadros permanentes de la ciudad.
Salí, crucé las columnas corintias de la entrada y llegué al patio.
La estatua negra de san Jorge seguía ahí, seguía ensartando eternamente al dragón que se retorcía en el suelo.
Al menos iba a estar difícil que le pusieran neones a esa, creo que pensé, y me fui para olvidarme de mi cuadro hasta hoy.
Besitos volados, mañana nos vemos otra vez.
No vuelvas a dudarlo. Tú, escribe.
Deseando leer tu novela ☺️