🍃El polizón moralista
«La autoridad de ellos puede desvanecerse, pero mi interior testimonio ha de acompañarme más allá de la sepultura. Hagan, pues, ellos lo que quieran; yo haré lo que debo» (4 mins)
Estos días he grabado varios podcasts que irán saliendo las próximas semanas. En general, en conversaciones cotidianas, no hablo demasiado de mí, porque ya me conozco. Me suele interesar más entender qué pasa y pasó dentro del resto de personas.
Alguien, aquí, me dijo ayer:
—También es escritora, por eso pregunta más que habla, como tú.
¡PERO!
Estos días he estado hablando mucho de mí, cargándome ese cumplido bonito que me regalaban. La cuestión es que, no sé por qué, de entre todas las cosas de las que he hablado sobre lo que fui, me quedé pensando en aquellos años en Australia.
Si eres un mirandero primigenio, quizá te acuerdes de que, siempre que viví en otros países, he escrito una especie de diario, aunque textos muchas veces más cerca del estilo de una newsletter que de un diario, sin pretenderlo, como si hubiese siempre un interlocutor fantasma. Un interlocutor deseado.
Ahora que vivo en Palestina, los domingos de Miradero se han convertido en eso, supongo. Los domingos que no me hago el loco y sí escribo sobre Palestina, que últimamente me he saltado alguno y es por un buen motivo. Ya te contaré.
La cosa,
Me dio por echarle un ojo a esa libreta de Australia, para ver qué me pasaba por la cabeza y, leyendo una de las entradas, de un Samu coleándole el moralismo en la tormenta, me acordé de aquello de «el ser buen ciudadano es una verdadera obligación de las que contrae el hombre al entrar en la república, si quiere que ésta le estime, y aún más si quiere que no lo mire como a extraño».
Así que te dejo con el texto, y ya tú me cuentas si ese Samu estaba en el lado de los buenos ciudadanos o de los buenos parguelas a los que le falta calle.
Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
11 de enero de 2023, a las 5:22 PM
Hoy he pagado voluntariamente por primera vez el tram. Llevo cuatro meses evitando esos malditos $4.60 por trayecto y ahora, con el subidón de tontería que da un cambio de año, he empezado a pagar por mis viajes.
Sólo en extremadamente raras circunstancias (en las que podría decir que el 100% de ellas iba con una borrachera como un piano) me colaba en el metro de Madrid y esto es así, a riesgo de sonar meaconstituciones, porque sentía que le estaba haciendo un mal al Estado, que estaba perpetuando ese tipo de acciones y pequeños hurtos que cuantitativamente no significan nada, pero en lo moral representan la ponzoña vil y ratera que criticamos a carrillos llenos de sangrasa cuando el que tiene acceso a robar algo más grande que al metro —por ejemplo, a un ministerio— lo hace.
La película la empecé a ver diferente aquí, por eso de no ser mi país, claro, pero también porque es increíblemente fácil no pagar; tanto, que cuando lo hago no puedo dejar de seguir sintiéndome como un imbécil; a lo que ahora se ha sumado un sentimiento de agravio moral si no lo pagase. No hay manera de escapar ya: o imbécil o carota. Lo cierto es que este último tiempo he descuidado mi integridad moral en algún aspecto. No pagar el tram porque ninguno de mis amigos lo hace, no devolver un billete de $20 en el suelo porque la chica con la que estaba le parecía una tontería... Me he plegado muy fácilmente a la tendencia exterior dominante, olvidando mi voluntad de bien. Y eso tenía que cambiar.
Otro aspecto que pesaba en la decisión de volver al redil de mi moralidad fue la lectura de Una historia de España, de Pérez-Reverte. Sé que el autor es una figura algo controvertida, sin demasiado aplauso en la academia, pero no creo que deba pedir perdón a nadie porque me guste su escritura y su persona. Digo que tras esta lectura me reafirmé en la idea de cómo sería esa España con otros españoles, unos que velasen por el bien común y no por su bolsillo y hacienda, prendiéndole fuego a todo lo demás (hasta que las llamas llegan al particular patio de sus casas y esconden las manos muy «yo no fui»).
Quiera o no, soy un representante de España en el extranjero, sin dignidades ni coche oficial, pero lo soy. Aunque este no sea mi país, aunque no vaya a tener ningún beneficio social por contribuir a sus arcas nacionales, estaré haciendo lo correcto, estaré siendo honesto, y eso es algo que se me queda en la suela del zapato pegado a dónde vaya, igual que el olor a mierda si hiciese lo contrario.
En Melbourne, Australia.
🌈👆 Para escuchar uno de los podcast de estos días👆🪅
Te dejo aquí el enlace al texto que cité arriba:
⮤ «Si eres un mirandero primigenio, quizá te acuerdes de que, siempre que viví en otros países, he escrito una especie de diario, aunque textos muchas veces más cerca del estilo de una newsletter que de un diario.»
"Digo que tras esta lectura me reafirmé en la idea de cómo sería esa España con otros españoles, unos que velasen por el bien común y no por su bolsillo y hacienda, prendiéndole fuego a todo lo demás (hasta que las llamas llegan al particular patio de sus casas y esconden las manos muy «yo no fui»)."
Pues sería un país extremadamente maravilloso, como, de hecho, lo es, porque lo mejor somos sus gentes, pero si que es cierto que cuando tu entorno es pútrido y corrupto, es más fácil dejarse llevar y cuando es luz, honestidad y cumplimiento, pues también.
Siempre existe esa libertad de elegir como ser o comportarte, pero también existe esa influencia del entorno, no en vano, somos esa media de las 5 personas con quienes más tiempo pasamos ¿no?
Ambas opciones fueron buenas (pagar y no pagar, seguir al entorno y/o decidir por ti mismo), mientras las consideraste como tal una buena opción y en función de eso así elegiste llevarla a cabo.
Nunca hay que olvidar el contexto de nuestras acciones y es taaan amplio.