🍃El relato que no ganó el concurso
Hace meses, un compañero me pasó Gato encerrado, una novela rara sobre un tipo al que le gustan mucho los gatos. La cosa es que una escena me dio una idea y, esa misma tarde, escribí un relato.
La casualidad que, pocos días después de terminarlo, vi un concurso de relatos por no sé qué aniversario y lo presenté, pero no ganó.
O lo que es lo mismo: perdió.
Lo bueno es que, como no se tiene que publicar en ningún lado, ahora tienes lectura para el domingo.
(Cuidado, que este viene sin párrafos de los fáciles)
Otro relato sobre escritores
Por nada del mundo volvería a pronunciar esa palabra, esa quimera maldita que no trae más que desgracia al que la persigue. Y es que, en la época en la que toda la burguesía tenía criada, todo hombre vestía traje y todo escritor escribía a máquina, hubo uno, un escritor, que en verdad aún no lo era para el mundo, pues no había revista que aceptara ni un relato de su prolífica colección; ni siquiera aquel prodigioso que le regalaron los sueños de una noche de fiebre sobre un hombre que vivía en la luna y cantaba los más raros versos.
Empieza la historia de este hombre-escritor-burgués una tarde en la que, de vuelta del casino, revisa su buzón con gesto displicente, como el que abre la boca de un cocodrilo y sabe bien que sólo puede esperar allí colmillos. ¡Sin embargo! De aquella garganta despunta una esquina que brilla ―por necesidad del drama― entre los mustios sobres de acreedores, facturas y cierta finca alquilada que le da de comer y lo mantiene en el tren de la frustración literaria. Brilla aquel sobre porque una revista, que hace tiempo dejó de leer como venganza, ha debido de aceptar el último de sus cuentos: El jardín desnudo. Un cuento que, si bien había juzgado mediocre al enviarlo, ahora, a la luz del reconocimiento, lo recuerda como a un hijo listo que deletrea y suma mucho antes de cuando sea que los niños deban deletrear y sumar.
Abre entonces la carta, ya sobre la mesa del despacho, despacio, sin dejar que la emoción le emborrone el rostro. Sobrio y con recato, como sentado a la mesa de los reyes, desenvaina el abrecartas, raja el doblez y extrae la carta en un único movimiento. La despliega y lee ―o verifica― que la carta efectivamente le habla a su nombre y lo felicita por la selección de su relato La siembra celeste para engrosar las codiciadas páginas del volumen próximo. «Imposible haber olvidado el título de uno de mis relatos», piensa estrenando el orgullo paterno de escritor. Tal vez fuera una errata y, si se piensa detenidamente, una de sus historias comparte con esta algo de semilla y algo de celeste en su título, así que decide adoptar la enhorabuena como sangre propia y hasta levanta por los aires a su gato, que por allí andaba, para bailar un vals apretado con él trompeteando una melodía famosa en el secreto de su despacho.
Pasan los días, como suele suceder a los que viven, y madruga el escritor neonato para comprar el volumen ―o coronación― y lo lleva bajo el brazo por el camino más largo de vuelta a casa. Camina a zancada amplia, pero lenta, con recreación de pasarela, de celebridad, de demiurgo poderoso, y llega, sin querer llegar, a la butaca de su despacho. Abre ahora el magazín, ventila sus hojas para pasar rápido sobre los desafortunados cuentos de su competencia y llega al hijo pródigo, el errado, pero suyo, La siembra celeste. ¡Sin embargo! Pese a ver al pie su nombre y apellido como firma a la literatura, no recuerda ni una sola frase de aquel relato; luminosamente bueno, por otra parte. Imposible. ¿Aquella mala fiebre lo había hecho olvidar alguna creación previa a la enfermedad? Podría ser y, como desea que así sea ―pues, repito, el relato era exquisito―, lo ampara como suyo y, queriendo darle un hermano, corre al escritorio y carga la máquina del papel que ha de acoger al heredero de su virtud. Escribe poseído, como sólo a veces las musas permiten, y maltrata al papel con una creatividad enajenada, martilleándolo uno, dos, uno, dos, como subidos a un cuadrilátero. Pero ¡demonios de la ingeniería! Una letra, la T, se le raba y no vuelve. No mira arás, la considera caída en combae y escribe sin uilizarla, pero en la siguiene oración la S ambién e enierra y, ¡errible deino! luego la E, vocal primríima, aí qu l crior v obligado a un alo l fugo.
Mira, la frente perlada en sudor, bajo el teclado y descubre una red subterránea de raíces blancas, un material que él y sus trajes conocían bien: pelo de gato. La ira es breve y le sigue una sonrisa: busca al gato con la mirada para reír la broma con el bromista, pero no lo encuentra, así que decide tomar su abrecartas y, en un trabajo que se prolonga hasta la hora de comer, libera su fábrica de cuentos de la maleza del gato perezoso que, sin duda, había elegido su máquina ¡su mayor tesoro! para dormir las noches.
Comiendo en la soledad de los que únicamente tienen salud, y ninguno de los otros ases, se le ocurre cazar al gato durmiendo sobre el teclado, no para reprenderlo, sino para fotografiarlo ―pues aquella había sido su cara y funesta afición previa a la escritura― y mandar la instantánea a sus colegas en una manera casi graciosa de llamarles escritores perezosos. Esa misma noche monta guardia tras la cortina de la cámara, olvidada en su trípode justo en frente de la máquina de escribir ―convenientemente para la trama― y convertida para el gato en otro de los mobiliarios incómodos, y por tanto ignorados, de la casa. Pasan algunas horas, pero no las suficientes como para que el escritor se de cuenta del estúpido y, al borde del sueño, escucha el cascabel del gato saltar sobre la mesa y lo ve acercarse a la máquina. Está a punto de apretar el disparador, pero ¡gran sorpresa! el gato se sienta como un pianista en miniatura y zapatea las teclas con tanta gracia y arte que no existe posibilidad ajena a que sepa y esté escribiendo a máquina. El escritor no se ha acordado de tomar una foto cuando el gato agita la cola y abandona las tablas con paso amortiguado y pirueta a la alfombra.
Tarda el hombre en salir bajo la cortina de la cámara. Tiene, sin saberlo, miedo de que el gato lo pueda ver allí y se acerca, reconociendo ahora sí el terror, a las páginas producidas por el minino. No enciende el quinqué, se inclina sobre el ventanal y lee, a la luz que le da la luna, el relato más exquisito que pueda recordar. Pero no sólo eso. Al terminarlo, con escalofrío, devuelve la vista al título y lee: Él, jardín desnudo. El relato, hasta el hombre se ha dado cuenta, es una versión de su relato. Aunque llamarlo versión sería demeritarlo hasta el abismo: el relato gatuno ha tomado el gazapo original y lo ha elevado al Parnaso, lo ha convertido en material de estudio, ha creado un nuevo movimiento literario en la primera página y lo ha dejado obsoleto con el punto final. Las hojas le caen en desorden al suelo.
Por supuesto, no duerme aquella noche, en su lugar ha terminado por gestar un horror callado dentro de sí, pero a la vez sublime, como el miedo a Dios, y se levanta poco después del alba con un propósito firme. Así, entre criadas y cocineros, se hace un lugar en la lonja para comprar el mejor pez de la mañana, lo lleva a casa, rápido, se remanga y lo limpia, lo desescama y enmarca el mejor corte, como ofrenda, en uno de sus platos de postre. Quien tenga gatos sabrá lo difíciles de encontrar que son cuando se les busca; así, cansados los labios de silbar y los brazos de airear el plato por la casa, decide tomar el relato prodigioso, dejarlo sobre la mesa del comedor, como mantel para el regalo, y esperar sentado en la silla opuesta, los dedos entrelazados contra la frente.
Escucha, al cabo, el cascabel que salta sobre la mesa y, al deshacer las manos de tan pío gesto, ve a aquel ser luminoso que come alongado sobre el plato y, después, cómo se relame y mira a su humano, que lo contempla ya de pie, los ojos brillantes y la boca hecha sima. El felino le reconoce el obsequio con un asentir sólido, como un director de orquesta aplaudido, y el hombre se atreve a adelantar una mano. Como la esfinge le permite el acercamiento, avanza más hasta llegar al tacto de un pelaje divino, suave como raso de India. Lo acaricia despacio entre las orejas, ronronea, y luego le peina el lomo con la izquierda hasta que, en algún punto de la adoración, diestra y siniestra se encuentran bajo los bigotes del gato, y se endurecen. Descuelga el animal la mandíbula, pero es tanta la sorpresa que ni siquiera se resiste. El hombre aprieta más el cuello y el temblor de sus brazos lo recarga de un odio apocalíptico, un odio que le enciende el rostro y espolea venas a las sienes: «¡Escritor!», maldice con el clac.
Te explicaron porqué perdistes?
Lo mató?!🫣