🍂Entremés palestino entre ventas
«Pues una vez tus ojos han visto Jerusalén, sólo la verás a ella, dondequiera que mires» (5 mins)
Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
Los aviones comerciales no vuelan sobre Palestina, se pavonean, como en un cortejo sexual a Israel o como un beso en un convento de clausura. Un Moulin Rouge para eunucos e impotentes.
«Pues una vez tus ojos han visto Jerusalén, sólo la verás a ella, dondequiera que mires».
Quizá tenía razón el poeta.
El avión, lento, regodeón, se termina por ocultar tras la montaña y me subo al guaxi, de vuelta a Jerusalén. Dejé de dar clases en el colegio de la Ciudad Antigua para no irle más, para dejar estos viajes coagulados de tráfico, pastosos, que ya a nadie sorprende ni enfada por tanta costumbre al dolor crónico.
Pero vuelve a mí como con un reclamo extraño, y acudo, a verla, a escuchar mejor lo que me dice, en esa lengua que no es mía, pero suena como que sí.
Solía mirar estas calles que me llevan a la frontera con la curiosidad del expatriado, pero he publicado un libro y, cuando eso pasa, a uno se le tuerce la nuca, se le caracolea el cuello para responder mensajes, para enviar más mensajes, para hacer que toda la gente sepa.
O quizá sea que estas calles ya son parte de mí, de algún modo, y uno no se la mira con tanta curiosidad después de haberse masturbado cien veces.
Me doy cuenta al notarme acelerado, cambiando de aplicación con la urgencia de la campaña de ventas. Sí, me llega al oído en una profecía nefasta: «¿Podré dejar de pensar en la campaña estando con Jerusalén?».
Última parada: Afueras del checkpoint.
Es viernes, no hay nadie, sólo una mujer con hijab, del campo de refugiados de Qalandiya. Está sentada en el suelo bajo un paraguas, negro, chueco, que le tapa como puede el sol. Me mendiga unas monedas con voz rápida, desalada con que pueda pasarle de largo, con que pueda confundirla con una piedra del camino.
Yo sólo le entiendo esa mano en cuenco, gramática universal de la miseria.
Me acerco. Lleva guantes negros, con los dedos descubiertos, como si cargara mucho frío dentro aún bajo un sol de treinta, pero tiene el puño tan apretado que no le entran monedas. Se las dejo ahí, en la cuna que le forman pulgar contra índice, y el puño se las traga.
En el paso de seguridad, delante de mí, sólo hay un hombre que ya casi llega a lo anciano, el bigote todavía con algo de negro y la mirada cruda, puesta en la soldado.
Le miro las manos, gruesas, como si hubiera dedicado una vida a apretar tornillos de llantas con los dedos. Muestra la identificación y siento que desearía, él, que no hubiera cristal. Que quisiera darles a esas manos suyas un final de Valhalla, un último tornillo que apretar fuerte en torno a su cuello.
Pero se va, con todas esas ganas retumbándole dentro, más airadas que ayer.
Sabremos lo que estaba bien cuando nos lo digan, en el futuro, los que sepan de verdad la verdad. Igual que nosotros jugamos a eso con los medievales.
Pego el pasaporte al cristal de la pecera de seguridad.
—Do you have a visa?
La que tenía, la que me dieron al entrar, está caducada, pero con mi tipo de pasaporte no necesito visa; en cualquier caso, tengo una tarjeta del Ministerio de Asuntos Exteriores Israelí que dice que... Esto es muy largo de explicar:
—Nop —digo.
Se coloca un tanto el fusil, serena, como una madre se acomoda su bebé bajo el pecho:
—Okay, go ahead.
Eso fue fácil. Seguro que va a ser un buen día.
Ya llegando a la Ciudad Antigua, veo por primera vez, a lo lejos, esquinada entre edificios, una bandera de Europa.
Y entiendo que no es mía.
No la conozco, apenas nos vimos una vez en la fiesta de algún amigo común. Nos presentamos, me dio dos besos, ella, haciéndose la del sur, pero no sé… Me creo el campo azul, quizá el problema sean las estrellas. Quizá en dorado debiera haber el rapto de una muchacha, un Zeus con cuernos blancos, un perro, una jabalina y un guardián eterno de Creta.
Creo que besaría esa bandera.
El problema son las estrellas: esa corona celestial, mansa, que no significa nada.
Me siento en un banco de la estación, a esperarla, como si Jerusalén pudiera sacarse las murallas de los cimientos para venir a abrazarme, y le silbo bajito a una gata, naranja y blanca, flaca y joven, sin esa barriga cedida de haber llevado con su vida otras vidas dentro.
Pone tieso el rabo, al cielo, señalando como Platón, y se me viene ligera. Se me pavonea, me dibuja infinitos entre las piernas con muchas ganas, muchas, pero el amor cansa. Se tumba, agotada, panza arriba, y juego con ella.
Pasa un tipo, medio hombre, medio caricatura, y me dice algo sobre el gato, algo que no suena lindo, pero sonrío, como siempre que no entiendo y quiero mantener la ilusión de parecer palestino.
Por fin, la gata se cansa de mí y le va a la chica de enfrente. En un resorte, levanta mucho las piernas del banco, como en un desfile del ejército chino o como si un rey hubiera cogido una escoba, quisiera barrer bajo el banco y hubiera que ponérselo muy fácil.
Nunca sé si es miedo a las pulgas, al pelo o a la brujería. En cualquier caso, suficiente: me levanto y voy a encontrarme con Jerusalén.
Pero eso esa historia es sólo mía, tú te quedas aquí.
Cae el sol, ya es Shabbat, ese sábado que pone un pie en la tierra del viernes, como navegando en dos barcas, y vuelvo a otro banco de la estación.
—Baba, baba!
Hay una niña colgada de una barandilla, hecha un ocho, y repite hasta el infinito:
—Baba, baba!
Pero Baba no mira, habla con su hijo, quizá un año mayor que ella. Habla reposado, casi solemne. Alguna vez mi padre me habló así.
Pero el hijo no lo mira, se deja hablar al perfil, queriendo no estar o que no estuviera. Creo que yo no miré así a mi padre alguna vez.
Lento, aparece un anciano con gorrito de lana:
—As-salamu alaykum…
Y le respondemos todos como un coro de Morfeo.
Sólo entonces me doy cuenta.
No pensé en vender ni un libro cuando estaba con Jerusalén. Sonrío, porque sé lo que eso significa, sé que, después de todo, voy a poder ser feliz, porque una carica, una mirada y un poco de literatura que me salpiquen las piedras, sigue valiéndome más en el balance trimestral.
Esa es una buena noticia.
Pero, querido, ya terminó el entremés. Jerusalén se despidió de mí y vuelve a querer achucharme lo enquistado de este tráfico.
Así que me caracolea la nuca de nuevo, me doblo sobre la pantalla del móvil y te escribo:
«Compra mi puto libro»
Tienes un don, Samu. Todo lo que narras, da igual el qué, lo conviertes en mágico y profundo. ✨ Me gustaría que me prestaras tu mirada un par de días, o que hicieras un curso de "como mirar la vida a lo Samuel Domínguez". 😌
Me encantaría ir algún día y respirar esa atmósfera tan especial, debe sentirse una energía muy propia. Mientras tanto, gracias por acercarnos esa realidad a través de tu filtro.