🍃Hoy juego a la ficción
Me he cansado de no escribir ficción en Miradero, sea por la excusa que sea, así que hoy escribo ficción, porque me apetece jugar a hacer cosas.
Parcialmente nublado
Hay algunas aldeas tibetanas donde, al morir, se hacen llevar a una colina para dejarse comer por buitres. Sin consciencia, el cuerpo es una carcasa; una carcasa que puede alimentar a otras consciencias que aún necesiten comer.
Si me dejase tumbar aquí, en esta moqueta gris de oficina, me pregunto cuánto tardarían mis compañeros.
Casi me gustaría verlo. Creo que Julia sería la primera en olerme la muerte y, tal vez, con esas gafas rojas de llamar ojos a sus ojos, miraría a un lado y otro para asegurarse de ser ella la única que abaje la barbilla al pecho, que haga crecer los hombros, y se venga cada vez más encorvada, las rodillas ya casi en el suelo y los tacones como espuelas de gallo. Me quitaría un zapato, quizá con los dientes, y mordería sobre el calcetín, ciega de hambre, sin saber que existen capas que no son piel. Pero con el calor de mi sangre se daría cuenta: entendería que no estoy muerto, todavía, que sólo finjo ahí tumbado. Y se asustaría, como el que pierde la ropa en un sueño, pero sólo un momento, sólo lo que tardase en lamer de nuevo, porque puede que entonces se le mojaran las bragas, por la lujuria que viene con evolucionar de carroñero a depredador. Y puede que a mí me terminase gustando ser comido vivo, ser sombra evolucionada a gacela herida.
—No he recibido el email.
Julia está junto a mí, o junto a mi escritorio; la mano apoyada en la mampara que me separa de Román, como esas que crean una intimidad falsa en los urinarios de pared, como diciéndome que debería avergonzarme de lo que escribo en mi ordenador.
—Porque no lo he mandado —digo.
—¿Y a qué esperas?
Le busco el orgasmo caníbal en la mirada. Si esto fuera un sueño yo estaría desnudo, pero ella no lo notaría, sólo yo. O estaría muy alto, o huyendo de alguien por unos pasillos sin sentido. Pero sé que estamos aquí porque se me agota el coraje en la garganta y asiento, dos veces, como sacudiéndola entre las dos mamparas, y vuelvo a guardarme la vergüenza en mi ordenador.
Lo que pasa es que, si me tumbara en el suelo y no me comieran, terminaría cansándome. Si me concentro puedo sentir esa rigidez en la espalda, esa honestidad firme que le falta al colchón y las sábanas, que se te acomodan al cuerpo, condescendientes, para falsearte la vida. En el suelo, me giraría sobre un costado y la cadera le perdería el pulso, la empujaría, me haría sufrir mi cuerpo en ella, y quizá eso me despertara.
¿Sabes qué lo cambiaría todo? Que limpiase los platos del fregadero. O quizá sea por las cinco piezas de fruta al día, trasnochar de esta manera mía o masturbarme tanto cuando era pequeño. Esta era la ceguera de la que hablaban, entonces.
Un suspiro de ballena escala por la garrafa de la máquina de agua, en el pasillo, y recuerdo que las carcasas con consciencia todavía tienen sed. Una vez soñé que estaba desnudo —sí, otra vez— y nadaba por el aire, este aire, por encima de sus cabezas. Muy despacio, entre varado y a la deriva. Les veía las pantallas a todos y la calva a Román. Luego les daba la espalda en unas brazadas lentas de crol y me cegaban los flexos de la oficina, hasta hacerme nadar en ese sol tibio y aislado del mundo.
La máquina del agua burbujea de nuevo y retiro el vaso, endeble, como deseando deshacérseme en la mano. Me nace un «buenos días» al lado y ya se adelanta, a quedar ahí suspendido, en la misma pose tonta de mirar caer el agua, detenida su existencia sólo un poco. Bebo mirando su vaso en la aventura de llenarse. La gente subestima la peligrosidad del frío, dulce, preparado para las rocas y el viento. La hoguera del cuerpo siempre es inadecuada, condenada a vivir en capas, siempre luchando con la evaporación. La tercera capa debieran ser dos plumas para volar, pero no las tenemos por falta de, por falta de….
Quizá necesito aire.
Soy de esas personas que empezaron a fumar por requerimiento social y siguieron por servidumbre. Suena la piedra del mechero como un Ave César y, sin embargo, nunca hay calma despues, sólo desprecio calibrado en caladas. Me conseguí engañar el gusto hasta convertirlo en tirano de mí, me fabriqué un fuerte en un árbol y terminé pasando los inviernos de la vida en él, para siempre. Pero mira esas coronillas abajo, ese baile de tijeras en brazos y piernas, esos monigotes coordinados. Me tengo que subir al bordillo para verlos mejor. No saben nada, no saben que un águila, en cualquier momento, podría aparecer para llevárselos y que cuelguen de sus garras con ese gemido pobre del ausente. El cigarro en los labios, estiro los brazos y de algún modo ganar esa amplitud me revitaliza, me estira algo que había envuelto en mí, algo demasiado comprimido. Agito los brazos y gruño, bajito, pero no me escuchan, así que grazno fuerte con un aletear de brazos que podría elevarme, si yo quisiera. El último graznido me derrumba el cigarro de los labios y cae en un espectáculo olímpico de clavadistas de trampolín. Debería saltarles en vuelo, tomar a uno por el cuello y sentirle la carne vencerse entre los dientes. Debería llevármelo a mi cabaña del árbol y enseñarle que la vida duele y que tiene que saberlo, que lo justo es que lo sepa como lo sé yo. Grazno con tanta fuerza que, por fin, alguien abajo mira, en traje gris y gabardina beige. El vigor me agita los brazos y la mirada se me encharca en sangre, porque sé que es él quien debe alimentar a mis crías, que debo masticarle el corazón y vomitárselo en las bocas a mis crías, que es mi obligación natural. ¿No lo ves? Chillo un graznido tal que el hombre se detiene y me señala. Señala la sombra del rapaz despierto, la espada de Damocles del presente.
Quizá lo haga.
Increíble. 🙏
Hola! No sé si el relato en sí me gusta, me gustan bastante algunas imágenes y descripciones, y también el pasaje de víctima/carroña a depredador a punto de atacar.
Saludos!