🍃La flor del cielo y el abrazador afilado del mundo
Hoy toca un relato largo con intención. Nunca pongo el tiempo de lectura cuando se trata de relatos, pero este es largo, así que mejor hazte a la idea de que es como leer dos correos normales.
Un día se despertó y allí estaban.
Quizás se le cayeron de un sueño o de las manos de uno de los diablillos del bosque, esos que se disfrazan de duendes para que los bomboi confíen en lo que les susurran en las ciénagas, las montañas y, muy especialmente, en el borde de los acantilados.
Pero no las cogió, ni siquiera las tocó.
Las miró, aún tumbado de costado, con una sonrisa que parecía responder a su brillo; ahí, en la tierra revuelta donde dormía.
Se levantó de un salto, se sacudió un poco la arena entrelazada en la pelusilla del pelaje, y se arrastró para salir de la madriguera.
Aquel primer sol lo terminó de despertar, y le recordó la urgentísima necesidad de darse prisa.
Movió rápido las piernecillas rechonchas, con cuidado de no ser visto, cruzó el bosque y la ciénaga, saludó a unos pajarillos que le dieron las buenas mañanas y bailó, sólo un poco, por las prisas y por no ser descortés, con unas abejas exploradoras.
Entonces, llegó a las faldas de la montaña.
El sol estaba a punto de aparecer sobre las copas de los árboles, así que escaló con prisa la roca. Aquellas grietas, se habían convertido en el hábitat natural de sus dedos cortos y regordetes.
Saludó a Nanita, una baifilla huérfana que siempre andaba por ahí balando y, ya con el sol persiguiéndole los talones, llegó a la cima. Se sentó con las piernas cruzadas ante la gran grieta de la roca y esperó, impaciente, recobrando el aliento.
Vio entonces su sombra proyectada crecer con el ascenso del sol hasta que, por fin, los rayos llenaron la grieta, salvándola del acoso de las sombras.
De ella, como un gusano perezoso, se desenroscó un tallo y una vaina grande como un melón salió para dorarse al sol.
Muy rápido, su verde se volvió amarillo, y el amarillo un rosado ígneo que tembló y desenvolvió sus pétalos para dejar emerger un pistilo y cuatro, cinco, seis finos estambres que empezaron a danzar bajo el calor del día.
La flor, abierta ya como el cortejo de un pájaro, era ahora de un violeta intenso, que a veces tiritaba hasta un azul flojito, asustado, que después borbotaba a un rojo fuerte y orgulloso.
De los estambres salían los primeros vapores perfumados, y estrellitas de colores, cuando Nanita apareció balando por allí y, bajo aquella lluvia mágica, bailaron hasta que el sol fue a atender otros asuntos al lado opuesto de la montaña.
El bonboi se despidió cariñosamente de la flor mientras deshacía su arcoíris de colores hasta plegarlos todos al verde de la vaina que fue, y reptó de nuevo al interior de la grieta. Su estómago pareció despedirse también con un rugido y recordó que no había desayunado aún.
Descendió la montaña y fue a saltitos, con descuido alegre, por el bosque. Tan feliz estaba de haber bailado con Nanita y la flor. Así, le pilló por sorpresa un ruido torpe, como de alguna cría que todavía no hubiera aprendido a caminar con delicadeza.
Los pájaros le avisaron de que, más adelante, había un gigante de las montañas cuadradas y, en vez de huir como el resto, fue con sigilosa curiosidad a su encuentro.
Lo encontró, como le habían chivado, un poco más adelante. Desde la copa de un árbol, vio cómo el gigante merodeaba mirando mucho a su alrededor, pero siempre al suelo, nunca arriba.
Estaba a salvo.
Además, con aquel sombrero enorme, nunca habría podido ver ni al más patoso de los bonboi.
¡El gigante exclamó con alegría! como Nanita cada vez que lo encontraba sin esperarlo, fuera de la montaña. Lo vio correr, escandaloso y tosco, hasta las raíces de un árbol pariente suyo que había hecho emerger a sus raíces más viejas del suelo para que no se sofocaran tanto. Aquel ser se agachó junto a ellas y algo brilló en su mano; fue ahora el bonboi quien tuvo que reprimir su sorpresa:
—¡Así se usan! —susurró emocionado.
El gigante sostenía en una mano, con admirable cuidado, una seta y, con la otra, esgrimía aquella cosa rara, como dos espadas que se abrazaran por la panza, y cortó la seta para… ¡No comérsela, sino meterla en una cesta!
Aquello despistó al bonboi.
Si uno cortaba una seta, era para comérsela, pero el gigante hizo entonces algo aún más raro: del mismo cesto sacó una manzana de las llanuras y la mordió, ¡a más de doscientos fafels de distancia de donde en verdad crecían esas manzanas!
Así fue cómo entendió el poder de aquel artilugio.
—Sirve… ¡para llevarte el mundo contigo a todas partes!
Y corrió hasta su madriguera para usar, como el gigante, aquel artefacto plateado. Pero se había hecho muy tarde, era ya la hora peligrosa, así que tuvo que pasar una noche especialmente inquieta, pensando y planeando lo que haría a la mañana siguiente.
Poco antes del amanecer se despertó pronto para poner en práctica una de sus ideas nocturnas: cavar un pequeño agujerito junto a la entrada de la madriguera. Hecha la ventana, tomó el artilugio, le ato una raíz fina como correa y se lo colgó a la espalda.
Salió disparado de allí, más rápido que nunca; lanzó buenas mañanas y buenos pólenes a todos sin detenerse y, ya ante la gran grieta de la roca, en la cima de la montaña, esperó conteniendo el aliento.
Por fin, el sol despertó a la flor y el festival de colores recomenzó como todas las mañanas. Entonces, en su punto más álgido, cuando el rojo palpitaba pasión y vida, el bonboi se acercó con las espadas abrazadas…
Y cortó el tallo.
La sostuvo y se distanció unos pasos de la roca.
Se separo un poco más. Y otro poco, y otro, y se puso muy contento porque podría tener la flor siempre consigo, y bailó con Nanita sosteniendo la lluvia de estrellas primaverales sobre ellos.
Cuando el sol se fue para iluminar las montañas cuadradas, el bonboi bajó de la cima y se fue a toda prisa al bosque. Por todo el camino, pájaros, abejas, ardillas y hasta ranas y caracoles, se sumaron a la carrera para bailar bajo la flor del cielo que el bonboi les había traído. Celebraron y cantaron hasta que se hizo la hora peligrosa y cada uno se fue a su escondite.
El bonboi, por primera vez contento de que cayera el sol, se llevó la flor a la madriguera y la plantó en una pared, justo debajo de la ventanita que había cavado aquella mañana para que un rayo de luz siempre la hiciera colorarse y bailar.
Ya casi no soltaba estrellitas, y sus colores se habían apagado un poco, pero seguía siendo lo más hermoso del mundo, ¡y lo había traído hasta su misma madriguera! No podía ser más feliz.
Así, con una sonrisa infinita, se quedó dormido bajo la flor.
A la mañana siguiente, justo antes del amanecer, por hábito, fue a levantarse, pero cuando abrió los ojos y vio sobre él la flor, un cosquilleo de alegría le correteó por dentro: ya no tenía que madrugar para verla, ni escalar toda aquella montaña, ni volver tarde, tan cerca de la hora peligrosa.
Se quedó mirándola un poco más y volvió a dormirse.
Un buen rato después se levantó de un brinco y se echó a la espalda el «abrazador afilado del mundo», como había querido llamar al artefacto.
Iba a perseguir una idea que le susurraron los sueños, porque había soñado que dormía una siesta en el viejo prado, allí donde solía echarse por las tardes cuando salir del bosque no era tan peligroso.
Lo echaba tanto de menos…
Cruzó la arboleda, saludó a los pájaros, muy preocupados estos por no haberlo visto en toda la mañana, y llegó a la pradera; a su esquina favorita, justo a la sombra del último árbol del límite del bosque.
Se acercó con un respeto emocionado, como si se reencontrara con un amigo de otro tiempo. Acarició los brotes, acercó las mejillas y dejó que le hicieran cosquillas danzarinas en a cara. Entonces, esgrimió el abrazador con ambas manos y, con cuidado, cortó una larguísima pieza del prado que se despendió como una alfombra mullida. La enrolló y la cargó al hombro, muy rápido, que ya casi era la hora peligrosa.
Al llegar a la madriguera se lanzó de cabeza, que ya escuchaba tras de sí las pisadas de la noche, y el olor a cielo perfumado le calmó los nervios.
Miró a la flor.
Estaban a salvo, más aún. Tendió la alfombra de pradera en la esquina donde solía acostarse y se le llenaron los ojos de lágrimas: no podía creerse que pudiera estar seguro bajo tierra y tener, a la vez, lo mejor de estar libre en la pradera.
Pero sólo una estrellita brotó de la flor; los colores envejecidos y agotados, aunque aún hermosa. Y le prometió, muy bajito, que él la cuidaría mejor que el mundo.
No pudo mirarla más, los brotes de hierba lo arrullaron y se durmió.
Despertó muy tarde y todavía se quedó bastante más tumbado en el lecho de prado.
Miraba la flor, ya amarilla desvaída, y pensó que necesitaba más sol, así que salió con el abrazador afilado del mundo a la superficie para cortar un pedacito de sol, muy pequeño, apenas una porción de la tarta de manzana que era.
El pedazo de sol cayó como una hoja, navegando el viento, hasta sus manos. El bonboi la amasó toda hasta hacer de ella una pelota y la colgó de una raíz, en el techo de su madriguera.
Al momento, la flor centelleó más que nunca, alcanzó aquel brillo precioso de las estrellas doradas que una vez había visto en lo más profundo de la tierra, en el pueblo de sus primos mineros.
La madriguera volvió a llenarse de un olor intenso y fresco, los pistilos destellaron, bailaban en el aire y ¡oh, alegría! el bonboi descubrió que, con su cueva tan iluminada, no necesitaba salir para espulgarse; así, se revisó todo entero y desayunó, almorzó y cenó ahí mismo aquellos pequeños intrusos.
A la noche, cansado, pero sin poder dormir por la tremenda intensidad del pequeño sol, se le ocurrió salir, con mucho cuidado, y cortar un pedacito de cielo nocturno. Así lo hizo: con nubes, estrellas, planetas y otros misterios lejanos, cortó una bufanda con la que envolvió a su sol.
Y pudo dormir.
Despertó al mediodía y descorrió de un tirón las cortinas de su noche para ver, entre risas, cómo la flor explotaba de júbilo en cientos de fuegos nuevo, y la madriguera se llenó con un vapor de cosquillas felices.
Salió al mundo con un nuevo plan.
Buscó a Nanita y le cortó, con muchísimo cuidado, una manta de pelo para el frío, y le cortó a un sauce un poco de corteza para hacerse una visera y un cesto, y fue a los mejores árboles a cortar setas, frutos y nueces para almacenar en casa. Ya de vuelta, cortó también el canto de un pájaro vecino y, aunque lo dejó un poco mudo, pudo enrollarse su canción como un collar para escucharlo siempre, a donde fuera que le dirigiesen sus proyectos de recortar.
Cortó un pedazo de horizonte para adornarse las paredes y cortó una historia que contaba la lechuza por si se desvelaba. Cortó una roca para hacerla puerta y unas ramas huecas para desalojar el agua si llovía. Cortó pimpollos jóvenes para revestir la madriguera y cortó un poco la cola del viento por si le daba calor.
Así, recorriendo el bosque, cortó del mundo todo lo que se le ocurrió que podría servirles para hacer su madriguera más cómoda y, después de cortar una pequeñísima esquina de una nube preñada de agua, cerró la nueva puerta de piedra tras él.
Y se durmió.
Pasó ahí todo el otoño y el invierno, y todavía casi toda la primavera cuando, echando de menos a Nanita, los pájaros y las abejas, salió de la madriguera. Hacía algo de frío y le molestaba estar de pie y hasta lo áspero del terreno. Pensaba así, en que tenía que cortarse unos zapatos, cuando se dio cuenta de algo.
Se quitó el collar de cantos para escuchar mejor.
Nada.
Nadie.
Hasta el viento soplaba ausente.
Vio entonces a una araña que se descolgaba mucho de una rama y corrió hacia ella. Extendió el brazo para que se posara y así lo hizo. Era blanca y negra, casi tan grande como su mano.
—Buenas mañanas, bonboi —dijo, peinándose con las patas delanteras.
—Buenas mañanas, araña. ¿Sabes dónde están todos?
—¿Todos? Estamos en las grietas, bajo las hojas, en los troncos, ocultos siempre de los ojos de algún pájaro que pueda quedar por aquí.
—¡No! No me refiero a los bichos, digo…
—¡Ah, los huesudos! Ha pasado tanto tiempo que ya me había olvidado de que alguna vez estuvieron aquí —Lo miró con todos sus ojos llenos de inocente ternura—. Están muertos.
—¿¡Qué!? ¿Todos?
—Todos. Debió de aparecer algún nuevo tipo de gran peligroso. Uno muy bueno, un gran cazador. Llenó el bosque, la montaña y el prado de trampas: huecos oscuros donde todos los huesudos quedaban atrapados, indefensos; un verdadero bufet libre, en el idioma de los gigantes —Se inclinó hacia él con complicidad—. Es que hice un semestre de Trenzado y Urdimiento en las montañas cuadradas.
—¡Estás diciendo mentiras! No pueden haber muerto todos, todos. ¿Por qué me dices mentiras, araña?
—Pero ¡no es mentira, amigo bonboi! Ya me gustaría tejer redes tan eficientes como las de ese gran peligroso. Imagínate qué tan bueno es que la hora peligrosa ya no es peligrosa, porque todos los peligrosos se han ido a otra parte. Ya no tienen nada que cazar aquí.
El bonboi se agitó la araña, como si de pronto le diera mucho asco. Corrió gritándole que era una mentirosa, incluso después de cerrarse bajo piedra en la madriguera.
—Los bichos son asquerosos y mentirosos —le dijo a la flor, más bella que nunca por el perfecto invernadero que le había creado.
Se tumbó en su lecho de pasto y abrazó con fuerza la manta del pelo de Nanita.
Y lloró.
Lloró porque dentro de sí escuchaba a todo lo recortado corroborar la historia de la araña. Cada pedazo de su madriguera lo señaló como al gran peligroso, el gran cazador, el gran tejedor de redes.
Quiso devolver todo a su lugar, pero qué importaba devolver un pedazo de prado usado cuando no había quien se tumbara en él, ni quien se balanceara de las ramas huecas, ni quien hablara los cuentos en la noche…
Pero miró a la flor y pensó que a ella sí podía devolverla, restaurarla a su grieta original. La separó con cuidado de la pared y la llevó corriendo fuera.
Cruzó el bosque dando las buenas mañanas a las sombras de los árboles, que lo miraban con pena al pasar. Le susurraban, con lo que les quedaba de viento en las hojas, que no pasaba nada, que así era el mundo de los huesudos, que no llorara, que todo estaría bien, pequeño bonboi.
Llegó a la montaña y se secó el llanto.
Con la flor a la espalda, empezó a escalar, pero era tanto el tiempo sin moverse de la madriguera que, apenas se elevó unos metros del suelo, descendió asustado. Le fallaba el agarre y las fuerza, y tuvo miedo de seguir más y caer desde lo alto.
Entonces, sintió un crujido a la espalda y algo que se retorcía.
Extrañado, tomó la flor y vio cómo se apagaba incontrolablemente. Aun bajo la luz del mediodía, la flor se marchitaba.
Del verde pasó a un pardo oscuro y, de él, a un gris sucio que fue arrugándole los pétalos y derribándole los pistilos uno a uno hasta que, entre sus manos, la flor fue como el negro de la noche.
Un golpe de viento la deshizo en cenizas, que barrió de sus manos.
La vio alejarse, despedazada; única compañera de su vida.
Con aquella brisita primaveral, sintió un frío atroz, y entendió que la vida ahí fuera le sería imposible, que el mundo entero sería ahora su gran peligroso, como lo había sido para ella, su amiga flor, incapaz de sobrevivir lejos de su temperatura medida y su iluminación calibrada.
Volvió a la madriguera sin prestar atención a los árboles y se puso el collar de cantos muy ceñido al cuello para no escuchar a los diablillos que le decían que fuera al acantilado.
Este relato ha sido escrito en diez horas, seguidas, y a mano por culpa de este post de Izaskun Albéniz, donde le prometí que el siguiente relato que escribiera, lo haría a mano (con papel y lápiz, en este caso).
Y, como dijo una vez García Márquez, como «no soy un hombre con dos palabras», aquí está el relato.
En el correo de mañana te comento qué tal fue la (spoiler: devastadora) experiencia.
¡Besitos volados!