🍃La sangre de las lenguas
Cuando estaba en Australia escribía en una especie de diario sobre lo que me iba pasando en clase, te dejo uno de esos textos y una reflexión de aquello, visto desde hoy, en nueve minutitos.
17 de febrero de 2023
Los jueves de cuatro a cinco y media tengo clase privada con Leslie.
Normalmente preparo tres temas para trabajar en clase, pero es raro que pasemos del primero. La clase termina derivando en conversaciones que nada tienen que ver con la lección:
Fernando VII y la Guerra de Independencia, Ucrania y Rusia, Turquía y Bizancio…
Cualquier excusa le vale para esquivar mi turra lingüística. Veíamos ayer formas de describir ciudades, y el libro de texto daba como ejemplo la Oda a Valparaíso de Neruda. Lo leímos, lo comentamos y subí la apuesta con A Roma sepultada en sus ruinas de Quevedo. Leído y comentado, le pregunté cómo sería un poema similar de Melbourne.
Bufó, se reclinó en la silla y, formalmente, ahí terminó nuestra clase. Me dijo que estaba leyendo un libro:
—La historia verdadera de...
Él no recordaba el título, pero mi mente ya se había ido a la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. Y, en cierto sentido, por ahí iban los tiros.
Como suele pasar, para cuando holandeses e ingleses —en ese orden— llegaron a Australia, allá por el siglo XIX, aquí ya había mucha gente, gente que no había visto a un rubio en su vida. Había tantas lenguas aborígenes que, escritas sobre un mapa, parecen cordilleras.
Los españoles ya sabemos lo que sucede en estos casos: enfermedades importadas, cambio del ecosistema y choques armados que gana el que haya descubierto la pólvora antes. Pero, mientras que la conquista americana es del siglo XVI, la australiana mete la cabeza en el XIX, lo que traería otras repercusiones y otros malabares morales que hacer.
Si el europeo se quiere montar su casa en la tierra de otro, ya no le vale con hacerle bajar la cabeza al nativo ante la misma religión y la misma corona, porque las quejas ya no vienen sólo del conquistado, sino de entre el pueblo conquistador, y este no es tan fácil de despachar (importante ese tan).
Actualmente, para calmar las aguas y congraciarse con ellos mismos, antes de cualquier tipo de evento festivo, político, deportivo o lo que sea, se pronuncia el Acknowledgement of Country, un reconocimiento a la propiedad aborigen de la tierra australiana. Y arreglado.
—No es suficiente. Tenemos que mirarnos al espejo, ¿se puede decir eso en español? Asumir la responsabilidad de nuestros antepasados.
—Antepasados… Pero si tú eres alemán, Leslie.
Los padres de Leslie, judíos, habían sido sus primeros antepasados en pisar tierra austral allá por 1940, cuando todo el pescado de la conquista de la Land Down Under estaba más que vendido.
—Y australiano, también —Me sonrió—. Tengo dos nacionalidades.
No entendía cómo alguien cuyo padre hasta antes de ayer había estado importando telas en Alemania podía sentirse responsable por una carnicería que los ingleses, doscientos años atrás, habían empezado.
Terminó la clase-charla y me quedé pensando en aquello unos minutos antes de la siguiente, esta de verdad ya sólo sobre lengua española.
Sentía algo así como compasión por Leslie, había abrazado un estigma que conocía bien, ese mismo que nos recuerdan —desde dentro y desde fuera— a los españoles, tratando, y a veces consiguiendo, de hacérnoslo pesar. Había heredado el pecado original de otro pueblo conquistador como propio y hacía penitencia con ellos.
Leslie nació el mismo año de la derrota nazi: 1945, y vio Alemania por primera vez a los seis años, ya sin cicatrices urbanas de todo aquel gazapo histórico. Creo que eso, ver el país recompuesto en tan poco, le impresionó más que haber conocido su patria ancestral. Hay que pensar que eran de Dresde, y que Dresde fue bombardeada hasta dejarla plana.
—Soy doblemente aussie, porque soy australiano y del este de Alemania.
Me explicaba que ost en alemán es este, y que a los de allí les llaman ossie. Se lo habían puesto fácil para mantener la doble identidad.
Entonces pienso.
Sin Alemania, nunca habría nacido, pero para llegar a ser quien es, para no haber terminado siendo cualquier otra cosa, necesitó a Australia, la Australia conquistada por ingleses. Y todo lo que recibió de Australia lo pudo tener gracias a la sangre de otros.
Por eso habla de responsabilidad, aunque su familia hubiera estado hablando en alemán hasta que él nació.
Una vez, ya más cerca del presente, de cervezas con un amigo, se lo dije como una revelación valiosa. Él sólo me arrugó el entrecejo:
—Claro, cabrón. Ese tío es australiano.
Vaya...
Mi amigo se apellida Maserati (ya, perdimos en el reparto de apellidos guays), obviamente de ascendencia italiana, pero nació y creció en Argentina; luego, de adolescente, terminó de crecer en Canarias y ahora vive en Irlanda.
Probablemente él con quince años ya se había dado cuenta de todo esto, ¿cómo podía haber tardado yo el doble, treinta años, en entender lo mismo?
(Y como no puedo aceptar en público que soy tontito, le busqué otra explicación ✨)
Una de las respuestas más frecuentes hacia un hispanoamericano que habla históricamente mal de los españoles es algo así como: «que te calles, si tú te llamas Rodríguez».
Creo que en España tenemos muy adentro que uno es de donde le viene la sangre.
Quizá sea por la limpieza de sangre medieval y el demostrar que se es cristiano viejo; una auténtica obsesión cultural durante siglos y, si las teorías de epigenética tienen razón, eso no nos lo íbamos a quitar de encima así como así.
Entonces no soy tonto, sólo que mis antepasados estuvieron cada segundo de sus vidas angustiados en demostrar que no tenían sangre judía, mora o lo que tocara entonces.
Por mucho que nos joda, como los australianos, los españoles también tenemos un pecado original con el que nacemos y contra el que no podemos hacer absolutamente nada, porque nosotros ya no estamos en la tierra conquistada.
Y sí, créeme que sé bien que aquello eran virreinatos y tal (extensión del territorio español, no colonias), todo lo de las cátedras universitarias para enseñar lenguas americanas (la primera en 1551) y otras muchas bondades, pero vamos a ser serios: muy pocos salieron de allí con las manos limpias.
Igual que hoy es imposible tenerlas, seas de donde seas
Piensa en cualquier cosa que te pertenezca, tu móvil, por ejemplo, o lo que vayas a comer hoy: es casi imposible que alguien no haya sido explotado de algún modo para que tú puedas tenerlo.
¿Vas a dejar de usar el móvil? Pues eso.
Ese es el tipo de pecado original que tenemos los españoles. Una deuda invisible que nos rodea y que hay que mamarse porque no hay forma de deshacer. Y claro que sí, también otros muchos países, pero no caigamos en lo de siempre.
Una alumna irlandesa dijo en clase una vez que en Australia no había cultura, y un alumno australiano le respondió:
—Ya, pero en Nueva Zelanda es peor.
Que otros hayan hecho barbaridades que dejan a las españolas de travesuras no nos soluciona nada.
Así que más que a favor de las artimañas políticas que señalan a España todavía hoy como el enemigo común cuando lleva más de un siglo (y dos) cojeando, creo que cada español debería gestionarse el asunto.
No para fustigarse, ni mucho menos para exigir perdones oficiales y polladas a destiempo, sino para saber lo que hay, cada uno consigo mismo, calladito.
Por lo de no repetir la historia, pero por evitarse discusiones sin sentido y ganar un poquito de paz, también.
Voy a dejar a Leslie que despida hoy con su respuesta a mi pregunta sobre el éxito, alguien que lo había conseguido en todos los niveles que te imaginas:
«El dinero es el resultado del trabajo, la suerte y los contactos, no del éxito. Para mí, la humildad familiar es la clave para la tranquilidad, y la tranquilidad es el auténtico éxito».