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A la entrada de la universidad hay un cartel que entiendo porque no lo tengo que leer. Es el dibujo de una pistola tachada. Está bien saberlo. Me pregunto si será igual al otro lado del muro, si tendrán también a la entrada de sus universidades estas hileras de pinchos para reventar neumáticos, o si es sólo a este lado donde las facultades se convierten en fortalezas feudales preparadas para aguantar un asedio. No lo sé.
Un día estuve en la Jerusalén moderna.
Todas las semanas voy a la Ciudad Vieja, donde están embalsamadas las diferentes máscaras de Dios, dispuestas las tres en un equilibrio quebradizo, a lo mírame y no me toques. Allí todo tiene ese aire, a veces buscado, de antiguo, sacro, arcano, misterioso, angosto, laberíntico, histórico, crucial.
La parte árabe de la Jerusalén moderna es una extensión ordenada y con menos vocación de mercader de Ramallah, pero la otra mitad, la judía, la que menos conozco, es algo curioso.
Aquel día salía del metro como el resto de cientos de personas que se dejaban subir por las escaleras mecánicas. Pero, por la hora, algunas se dejaban subir más que otras. Delante de mí había una chica baja, con cazadora de cuero y botas; el pelo, entre largo y corto, como si se hubiera atrevido a tocarle los hombros y ella lo hubiese castigado con un hachazo, más arriba, muy recto, severo.
Es atractiva, aunque de un modo involuntario, sin pretenderlo nada o poco.
Ella es de las que más se dejan llevar por las escaleras mecánicas. Agarra el pasamanos y deja que le estire el brazo para construirse una cama improvisada que le dure, aunque sea, los quince segundos de trayecto. Con la tracción del pasamanos, se le va subiendo la cazadora, como un telón de teatro morboso, y descubre que lleva una pistola al cinto.
Y la curiosidad se me convierte en atención.
El metro está excavado tan profundo, que hacen falta varios tramos de escaleras para llegar a la superficie. En cada tramo, las mismas puertas gruesas de acero para sellar el túnel en caso de bombardeo. En cada tramo, el telón sube y baja como una marea viva, dejándome ver y no ver aquella muerte negra dormida al cinto.
En algún momento me mira, por casualidad. Son ojos oliva, entrecerrados por una distancia interna, un perímetro de seguridad contra el mundo; no es cansancio, es apatía y desapego cauteloso. La miro, sin querer, como sólo puedo mirar en estos países, apropiándome, secuestrando o saqueando lo vivo, clavándole alfileres a mi tablón de corcho.
Y endurece la mirada.
Me contengo una sonrisa dentro y se me divierten el páncreas y el esternón. Esta tía tiene más cojones que todos los soldados, hombres o mujeres, que he visto hasta hoy en los checkpoints. O quizá sólo tiene ganas de usar la pistola. Llevar una pistola al cinto es como llevar una tarta en la mano, tarde o temprano te va a entrar hambre.
Como no vivo en una novela romántica, sino en otra, me termino despidiendo de su espalda a la salida y el mundo vuelve a existir a mi alrededor. Hay una vigilante de seguridad con un subfusil colgado al cuello, como se cuelgan esas tarjetas de identificación en las ferias, y cruzada de brazos sobre la correa del arma.
Qué país tan curioso, este, donde hay ciudadanos más marciales que los que lo cobran por llevar armas.
Busco y encuentro más trazas. Un tipo, vestido tan de calle como yo, pero con un botiquín de combate enganchado a la pernera, sobre el vaquero. De algún modo, la guerra está más presente en Israel, o más trenzada en lo cotidiano que en Palestina. Israel parece una legión romana, el gladio siempre a mano y el escudo lustrado; Palestina es quizá el germano que silba una tonada mientras pastorea sus cabras y que, cuando te acercas demasiado, te parte el cayado en la nuca.
Pero no me hagas demasiado caso a mí.
Sigo el paseo, ya con ganas de encontrar más teselas en este mosaico de la guerra, y doy con una escuadra de cuatro soldados, en una esquina, más estando que vigilando el arroyo de gente que ha dado a pasar por ahí.
Les busco en el uniforme con curiosidad.
Los militares de la ciudad son menos pelagras que los de los checkpoints, es fácil verlo. Quizá estos sean profesionales y los otros de remplazo. Es posible. Pero esto ya ha sido demasiado mirar y, la única mujer de la escuadra, la más adelantada de los cuatro, da un paso hacia mí. No sé hebreo, pero está bastante claro que dice, como poco:
—¿Qué estás mirando?
Hay una chulería y una prepotencia en esa mirada que es golosina. Un divino deseo de abrirse la bragueta y medirse la polla conmigo. Me paro delante. Claro que ella no puede saber que yo no estoy en su misma partida de parchís bélico-fálico:
—No hablo hebreo, ¿necesitas algo?
La rubia aparta la vista, decepcionada, y uno de los tipos de atrás me espolea con dos golpes de cabeza:
—Go, go.
Así que me voy, voy.
Se supone que uno —uno que tenga pinta de árabe— no puede mirar a los soldados israelíes, pero esto se llama Miradero, ellos deberían saber.
Deberían saber que te tengo alongado a mis pestañas, que veo más por ti que por mí, y que no hay más manifiesto en mirarles que un picor esquivo que me hace querer rascarme el mundo.
Así que me los rasco, como al resto.
Si quieres leer más de mis batallitas por Palestina están todas aquí
"Qué huevos tiene este chico... míralo, jugando con fuego...", pensaba mientras te leía. Pero luego he caído en que tú fuiste militar, y eso explicaría por qué no reaccionas con aprehensión ante la presencia de un arma. ¿No?
Y también me preguntaba, mientras te leía, de dónde me vendrá a mí este instinto de apartar la mirada siempre que veo a alguien armado. Tal vez sea algo transgeneracional... de la dictadura, quizás. 🤔
Mucho en qué pensar, así con la tontería.
Gracias Samuel, me encanta leer tus ficciones de no-ficción. 😊
“Deberían saber que te tengo alongado an mis pestañas, que veo más por ti que por mí, y que no hay más manifiesto en mirarles que un picor esquivo que me hace querer rascarme el mundo.”
Apreciando las pestañas estiradas y compartiendo la vista desde ahí. Eventualmente haré lo mismo desde aquí.
Es interesante venir de ese lugar de observadores, ¿verdad? Buscando cosas sobre las que escribir a medida que vas con tu día.
Ya lo estaba sintiendo, buscando pequeñas joyas en mi día para hacer un poema.
Pero algo más ha cambiado en mí, ahora sabiendo que tengo un vecindario lleno de gente esperando a ver lo que escribo sobre ellos. Y yo eligiendo el tono de traer más alegría al mundo. Todavía no he descubierto si me va a ayudar o obstaculizar saber que mis vecinos están esperando, pero en cuanto a presenciar más de esa alegría, solo puedo pensar que el resultado estará bien al final.