Tengo treinta y dos años y he estado a punto de perder la cabeza, de volverme loco, dos veces en mi vida.
No me apetece hablarte de eso hoy, pero lo que pasó la madrugada del viernes tuvo algo en común con esas dos experiencias:
Necesité dejar una prueba física de que, lo que estaba pasando, estaba pasando de verdad.
Y, esa noche, fue esta:
Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
Son algo más de las ocho de la mañana y dejo el maletín contra la pared. Me doblo, echo mano al paño y me cepillo los zapatos frente a la puerta.
Estos zapatos me conocen, se han portado bien conmigo. Pienso que debería buscarles un zapatero, como regalo de cumpleaños que no es hoy, y arreglarles la plantilla interior… Cuando escucho un resoplido violento fuera.
El viento.
Si al viento le estuvieran pegando la follada de su vida.
La luz del pasillo está fundida, y no se espera que deje de estarlo a estas alturas. Cuando salgo y cierro tras de mí, me quedo en una especie de caverna de Platón del placer; a oscuras, mi vecina me grita lo que es el sexo, me lo cuenta con ganas, derritiéndose en cada embestida que se escucha seca, como un compás a sus gemidos.
Me paro un segundo ante su puerta, o dos. Guardo las llaves en el bolsillo interior de la americana sin apartar la vista de aquellos tres dedos de madera, barata, un aglomerado de serrín y virutas que separan el mundo de la vida.
Quedo ahí algo más, la mano perdida en el pecho como un Napoleón moderno que cavilara el calibre de la artillería inglesa sólo con el estampido de la pólvora. Y llego a la conclusión de que, aunque viviera este día cuatro veces, estos primeros minutos suyos de la mañana seguirían ganándoles a todas mis horas.
Salgo de la caverna.
Sé que mi vecina está soltera, porque ese es el tipo de cosas que uno sabe. Sé también que, aquí, el sexo fuera del matrimonio y la homosexualidad comparten una misma cosa: todos hacen como si no existiera, como si fueran ficciones de Hollywood, extrañas y siempre extranjeras.
Pues no, no lo es.
Y eso es bueno. «Dejen a los chavales que camelen como ellos camelan», dijo alguien que, si sabes quién es, eres un tío guay.
El tiempo corre, vuelvo a casa, me voy otra vez, regreso y se le acaba la luz al cielo, tarde, recortando el skyline de Tel Aviv allá al fondo, como un espejismo de otro universo distante.
Días despejados como hoy se ve el mar, más allá de los rascacielos. O yo me lo imagino, y eso es suficiente.
A la noche me despiertan los ladridos de una jauría de perros, y me alegro. Llevaba días sin ver animales por la zona y pensaba que se habían terminado por morir o los habían acabado por matar. Pero ahí están, peleando, robándose la comida, pariendo cachorros torpes que lanzar al hambre de las calles y siendo perros, sin que podamos detenerlos.
No sé cuánto dormí después de eso, pero me despiertan ahora gritos de hombre; al poco, gritos de mujer amortiguados. Él está en el pasillo, ella dentro, en el piso. Los de él suenan autoritarios; los de ella, rebeldes o amotinados, como gritaría alguien al que quisieran atarle una soga al cuello. Hay luego como un acordeón de voces: como que la de él se va, la de ella lo sigue, pero la de ella termina por volver sola, apagada ya en un silencio de pasos.
Depende del autor que leas te dirán que entre el 7% y el 30% de la información de un mensaje viene del componente verbal, el resto es todo paralenguaje y gestualidad. Cuando vives en un país donde no sabes la lengua, aprendes a entender ese 70% como si estuvieras leyendo un libro.
Básicamente, él le estaba diciendo que saliera y ella le respondía que lo mismo iba a salir su puta prima, que se fuera a mamarla. Más o menos con esas palabras.
Son las tres de la mañana y sé que después de eso tuve que dormir media hora, porque es cuando me volvieron a despertar gritos; esta vez no de discusiones, sino de órdenes.
Una turba de voces graves se mueve desde los pisos bajos, por la escalera, subiendo hasta el nuestro. Contrastan información, se ubican y el ruido de botas termina por concretarse en mi pasillo. Hay más grito seco y alboroto ahí, se suma también la voz, remota y siempre incendiada, de mi vecina.
Tocan el timbre con rabia.
Me imagino una escena de Drácula, de esos campesinos con antorchas y símbolos sagrados que van a prender al vampiro.
Pero escucho el sonido metálico de una radio al otro lado de mi puerta, muy cerca, y entonces sí me yergo en la cama, porque los campesinos no usan walkie-talkies. Alguien responde a la comunicación, la voz achatada contra el hombro, y le pega cuatro puñetazos a mi puerta.
Me siento en la cama y me pongo una camiseta, porque quizá ha llegado el día.
Enciendo la luz y voy hacia la puerta, la sangre corriéndome por las venas con ganas.
Lo sé, podría haber pretendido que el piso estaba vacío, quedarme muy calladito dentro. Pero entonces cómo carajo iba a contarte qué pasaba fuera.
Abro, esperando al ejército israelí, y me encuentro a un tipo de negro con un pasamontaña.
Al lado, otro tipo con el mismo uniforme y pasamontaña negros. Es alto, más joven que el otro, y ninguno lleva fusil.
«Flipas», pienso.
Entonces se abre paso entre los dos un tipo con uniforme de la policía palestina, la cara descubierta, maduro, rondando los cincuenta y con ese cuerpo de padre de los de antes. Me estrecha la mano y me habla una carrerilla de árabe.
Levanto la misma mano para frenarlo:
—No hablo árabe.
Mira hacia la penumbra del pasillo y nace de las sombras otro tipo, de negro también, pero con la cara descubierta y me pregunta, como un relé de su mando:
—¿Has escuchado ruidos aquí?
—Sí, alguien discutiendo hace un rato.
El oficial me mira y me dice él mismo en inglés:
—¿En este edificio conviven hombres con mujeres?
—No —miento.
Porque mi vecina no es la única soltera a la que le gusta el triquitraca de vez en cuando, pero ellos no tienen por qué saberlo. Los tipos de los pasamontañas miran al mando, y el oficial vuelve a utilizar a su relé para preguntarme:
—¿En este edificio viven hombres o mujeres?
—Mujeres, en general —le repito lo que me dijo contento mi casero el primer día, como si fuera otro extra deseable del piso.
Y vuelve el oficial:
—¿Y qué haces tú aquí?
Buena pregunta.
—Soy profesor de la universidad —Señalo a la pared, hacia donde está el campus, al otro lado de la calle.
Discuten entonces algo entre traductor y traducido. Miro al joven del pasamontaña, me mira. Asiento, él asiente y se revuelve un poco. Aparta la vista hacia otro lado. Parece que quisiera estar aquí menos que yo.
—De acuerdo. Le pido disculpas por el ruido, profesor.
Cuando cierro la puerta, vuelven a aporrear la puerta de mi vecina y a tocar el timbre, pero nadie abre. Sólo se la escucha gritar desde dentro, decirles que se vayan a la mierda, que la dejen en paz. Imagino.
El oficial devuelve los gritos, intentando interrumpir lo que dice, pero ella no para, grita sin parar un algo que no entendería ni aunque llevase aquí tres años.
—Esh malak!
Creo que es lo único que entiendo, y lo repite algunas veces más. Es como qué te pasa o cuál es tu problema, pero, al cabo de un rato, hasta los policías se cansan de aporrear la puerta.
Se van.
Y silencio, no se vuelven a escuchar timbres ni puertas en otros pisos.
No tarda en llegar otra voz, serena, de hermano mayor, que le habla muy cerca a la puerta, como si quisiera atravesarla así, anudarla con palabras para sacarla a rastras, pero ella renueva los gritos, ese alambre de espino que azota a todo al que se le acerca a hablar.
Él también fracasa, y se va.
Llega una última vez la voz del oficial. Gritan de nuevo, y esta vez dice algo determinante, porque por fin se escucha una puerta abrirse, aunque sólo para que salga a seguir gritándole, pero a la cara.
Se chillan durante más de diez minutos, lo sé porque aquí fue cuando tomé esa prueba de realidad que te contaba, en forma de audio.
—Inshallah —dice ella.
—Inshallah —dice él.
—Inshallah —dice ella.
Y se cierra la puerta.
Luego me dormí y soñé que en el edificio había una secta de caníbales que nos iban cazando de poco a poco.
Alguien, de quien te he hablado alguna vez sin que te des mucha cuenta, me dijo que hay veces que, si se sabe que una mujer, soltera, está quedando con hombres, la familia puede intentar llevársela de vuelta a casa de los padres.
No sé si es lo que pasó esa noche, puede que sí.
Si quieres leer más de mis batallitas por Palestina, están todas aquí
Tremendo uso de la diplomacia y el respeto, el que haces en estas cartas de los domingos, Samuel. No sé muy bien cómo haces para dar tu opinión sobre la realidad que te rodea sin llegar a darla realmente, y sin que resulte excluyente de otras visiones de la realidad. Me quito el sombrero, y me inclino a pensar que la clave está en algo simple: tú eres así, tolerante y abierto de mente.
Y menuda montaña rusa de relato! He empezado riéndome con esto: "Quedo ahí algo más, la mano perdida en el pecho como un Napoleón moderno que cavilara el calibre de la artillería inglesa sólo con el estampido de la pólvora.", y he acabado con una mezcla de alivio y un poco de aspereza en el alma, tras pasar por el miedo. Por ti, y por tu vecina.
Menudo viajote de carta. 😅
Lo de la secta de caníbales me mató!! Jajajaja vaya batiburrillo que hizo tu mente con el miedo inicial. Pobre chica, sólo puedo sentir admiración por ella. De todo esto saco en claro que en el edificio hay una envidiosa y chivata, así que ojito👁️!! Me ha gustado este giro amarillo de Miradero 🤣🤣🤣😘😘😘