🍃Sigo pensando que no es lo correcto
«No hay evento alguno en las cosas humanas que no pueda convertirse en daño o en provecho, según lo maneje la prudencia». Nueve minutillos hoy de algo relacionado con esto.
—¿Qué tal está mi amiguito más kamikaze?
Sonrío desde el otro lado del teléfono y le digo que bien, que he tenido hoy la primera clase de árabe y que voy a necesitar veinte años para poder decir correctamente: Hola, me llamo Samuel, mucho gusto.
—Pues tienes dos meses, aprieta el culo —me dice la hija de p...
Una vez tuve un alumno en Australia, llamémoslo J., que, en nuestra primera lección de español, al tipo le costaba horrores recordar si «¿qué tal?» se correspondía con «how are you?» o con «what’s your name?» o con cualquier otra de las preguntas de nivel -3 que se dan en la primera clase de una segunda lengua.
J. siempre vestía genial. Ese tipo de genial difícil, que no entiendes, del estilo: él sabe algo de la moda que yo me he perdido. Lo raro-cool. El tío que los fotógrafos urbanos paran por la calle.
Yo hoy he sido el J. de una línea temporal paralela que nunca llega a leer Vogue.
Me cayeron palos por todos lados. Cuando el profesor me decía de practicar toda la interacción, literalmente: hola, encantado, qué tal, bien, y tú, cuántos años tienes, treinta y dos, y tú, salam. Se me apagaba el router y decía cualquier patujada.
Lo bueno de todo es que lo que no he aprendido hoy como alumno, lo he aprendido como profesor, y ahora sé cómo enseñar esto mejor a los Js. y Samus del futuro.
Si no sabes por qué estoy aprendiendo árabe, es porque fuiste de los que pasó de leerse el correo de bienvenida. No te juzgo, hoy me han dejado el lomo suavito en clase; no estoy para pelearte, así que te lo resumo:
En septiembre me voy a Palestina a dar clases de español en la Universidad de Birzeit.
Aparte de celebrar el reto profesional (nunca he dado clase en la universidad), esto suele crear una cascada de emociones en las personas cercanas a las que se lo cuento. Suele seguir este orden, te lo pinto con algunos ejemplos reales:
Sorpresa: «Tú sabes que Palestina está en conflicto, ¿verdad?»
Incomprensión: «Chacho, pero ¿no había más países o qué?»
(A veces) Orgullo: «Muchas gracias por dar vida a esa intención que llegó un día a tu corazón»
Miedo: «¿Y si te pasa… algo?»
Aceptación: «Bueno, pero me vas a mandar un mensaje todos los días, ¿eh? ¡Aunque sea un emoticono!»
Después de navegar la cascada, la persona se serena y el tema sólo vuelve a aparecer en las conversaciones de vez en cuando, o implícitamente, como en el «amiguito kamikaze» de arriba.
El problema viene cuando alguien se queda atascado en el escalón del miedo porque, por una derivación de la cascada que todavía no entiendo,
Pasan al enfado.
Literalmente se cabrean conmigo. Mucho. Me había pasado sólo con una persona, pero hoy me ha vuelto a pasar, así que todavía lo estoy procesando.
Menos mal que tengo una newsletter para pensar sobre cosas en alto.
Ten miedo como yo, gilipollas
Por la época de Napoleón hubo un hombre en la armada británica, muy famoso, el almirante Nelson, que perdió un brazo en Tenerife y la vida en Trafalgar. Para cobrarse esa vida, España hipotecaría su futuro hasta hoy, pero eso lo cuenta mejor Galdós en su novela.
Poco antes de eso, se dice que, de madrugada en alta mar, muy al norte o al sur del mundo, con un frío de pelotas en cubierta, el almirante estaba junto a la baranda de estribor. No podía dormir. El guardiamarina de imaginaria lo encontró y lo saludó, firme, tenso como un diablo, pero Lord Nelson le dijo que descansara y se quedase con él. Hablaron durante tanto tiempo que al guardiamarina le empezaron a castañetear los dientes de frío. Entonces, el almirante se quitó el abrigo y se lo dio, quedando él en mangas de camisa.
—Pero… ¡Vuecencia se va a congelar!
—Mi amor por la patria ya me es suficiente abrigo —dijo.
A mí, la patria palestina me abriga lo justito.
De verdad, me encantaría decir que voy a manifestaciones palestinas todos los domingos, que estoy metidísimo con el tema en redes, que soy experto en su política y que moriría por Palestina.
No es así.
Pero no tengo miedo.
Y creo que es eso lo que crea el cortocircuito en los que se enfadan conmigo: ¿Cómo este gilipollas está dispuesto a exponerse tanto yendo a un país que ni le va ni le viene?
Hoy se lo expliqué a esta persona.
Le dije que iba a Ramala, la capital, no a Gaza, que iba a estar bien, que no han bombardeado allí. Que sí, sabía que la cosa podía escalar; que sí, sabía que podría bloquearse el país; que sí, sabía que nadie me llamaba a meterme ahí, pero que yo quiero meterme allí.
Porque hay cosas que sólo pueden entenderse en sitios como Palestina, porque es una oportunidad para ver la vida de verdad, desnuda de esto. Porque lo que vivimos nosotros, aquí, hoy, está más cerca de la ficción que lo que viven ellos, allí, hoy. Que he asumido el riesgo de que todo salga mal y que la curiosidad me pueda costar lo que al gato.
—Sigo pensando que no es lo correcto, pero si es lo que quieres, no se puede hacer nada.
Lo correcto
Aquello me dejó bailando.
En mi mente lo correcto está vinculado al bien y lo incorrecto al mal. Quizá ese sea el problema.
Para mí lo que está pasando allí, que maten civiles, es lo incorrecto: está mal. Lo correcto es que no maten civiles, y aquella gente no va a parar de morir porque yo me quede en casa.
No tengo cojones de coger uno de los vídeos de palestinos —niños, adolescentes, adultos y quien sea que siga respirando en aquella tierra— en donde cuentan a quién han perdido y cómo, y recreártelo aquí como hice con el manto del almirante Nelson.
Pero imagínatelo y dime cómo puede ser malo ir y darles un poco de normalidad a esa gente. Porque eso voy a ir a hacer: dar clases, no voy a liderar el frente libertador palestino.
Piden a un profesor de español, pues voy. Si pidieran a un carpintero, no iría.
Voy a trabajar allí como podría ir a la academia de lenguas de mi barrio, y si elijo no quedarme aquí es porque ya aprendí todo lo que tenía que aprender de mi barrio. Ya, el riesgo no es el mismo, pero es que el riesgo es irrelevante.
Parece que los palestinos tuvieran el toque de la muerte y hubiera que huir de ellos santiguándose y sintiendo mucha lástima.
Pobrecillos, lo que les ha tocado pasar. No hay derecho… Corre, corre.
Ahora mismo el único motivo que me haría rechazar la plaza sería el miedo, miedo por mi vida, y eso crearía un precedente tan, tan poderoso, que mi vida sólo podría ser peor desde ese momento, porque me alinearía con las personas para las que el éxito de vivir es, como contaba Bukowski, ir «del coño a la tumba sin que les roce siquiera el horror de la vida».
Una vez me dijo un amigo que ya no quedaban aventuras por vivir, pero quizá si quede alguna. Lo que uno tiene que ser egoista y no quitarse de en medio cuando le viene de frente.
Un besito volado, perdón por la intensidad de hoy (y gracias por llegar hasta aquí).
P. D.: La cita del subtítulo es de un autor gaditano al que le tengo mucho cariño, José Cadalso, y lo escribe en Cartas marruecas (1789).