🍃Soy romano de religión
Te cuento la historia de Aldonza de Clavijo y lo que opino de las religiones en... No te asustes: ¡doce minutos! Ya lo sé, son cuatro más de a lo que te tengo acostumbrado, pero seguro que sobrevives.
Estamos en el siglo XIII y tú no eres tú.
Miras a tu alrededor, estabas tan absorta en tus pensamientos que, por un momento, te has olvidado de dónde estabas.
Pero las campanas a tu espalda te terminan por situar, las bellísimas campanas nuevas de la parroquia de la Asunción; esas que estuvieron expuestas en el medio de la plaza una semana entera antes de que las subieran al campanario.
El padre don Anselmo te había dejado acercarte a tocarla y tú le diste un beso, un beso metálico que todavía sientes en los labios y que te acompaña en tu camino.
—¡Buen camino te dé Dios, Aldoncita!
Te dice uno de los parroquianos al cruzarte con ellos:
—¡Y salud hayáis vos, don Cristobal!
Se ofrece, entonces, a llevarte los bultos hasta el final del pueblo, pero le dices que estarás bien, que no hará falta, que podrás sola con ellos:
—Cómo no vayáis vos a cargármelos todo lo largo del camino, ¡tibia merced que me hacéis!
Don Cristobal ríe, también el resto de vecinos, y se despiden con el cariño de, quien más quien menos, estar todos emparentados en el pueblo.
Dejas a un lado, entonces, la montaña dormida que es el Castillo de Clavijo, luego la casa de doña Teresita, después la de los Crespo y sales por fin del pueblo sin que se haya hecho real ninguno de esos sueños en los que alguien, en el último momento, te agarra de la saya y no te deja irte.
El pecho te late con tanta fuerza que te cansa el respirar, como si en verdad estuvieras corriendo como cuando niña por esas mismas peñas. Eres la primera mujer a la que se le da permiso para algo parecido: hacer un viaje sola, sin dueña ni varón que la guarde.
Bien es cierto que, para conseguirlo, tuviste que mentir un poquito, sin malicia, y decir que era parte necesaria de los votos para tomar por fin el hábito, pues Santiago te ha llamado, dijiste, y serías una mil veces ingrata si despreciaras su llamado.
Sabías bien que el nombre de Santiago, el mismo apóstol que se personó en tiempos de la Batalla de Clavijo contra moros y mercenarios cristianos, era garantía de respeto en el pueblo. Que, si él te había llamado a correr su camino hasta Compostela, así había de ser.
—Yo soy Aldonza de Clavijo, y camino hasta Compostela antes de entregar mi vida al servicio de Dios.
Le repites a cada carretero y peregrino con el que te cruzas, y la mentira se te ha hecho tanto a la boca que ya casi no te duele decirla. Se diría que casi te las has creído como el resto.
La cruz que te dio el padre don Anselmo, y que en las largas jornadas de camino te hace doblar la cabeza hacia el suelo, da fe de tu historia. Una campesina no podría permitirse tal lujo y, si bien alguno ha habido que te la ha mirado incluso con más deseo que a las faldas, te ha mantenido a salvo.
Sí, pasaste fatigas.
Encontraste malos hombres por el camino y tuviste miedo muchas noches de algún aullido y de lo vacío del cielo. Pero también sorprendiste al mundo cada mañana cuando amanecía desnudo en medio del monte, te cruzaste con hombres santos, aun sin hábito, que hicieron tu camino más ligero con sus cuentos, te sentiste hermosamente sola y libre en la noche de tu pequeño refugio de palos y telas.
Llegas, entonces, de la selva del mundo, a Compostela.
Llegas a través de la matriz que ha sido el camino y das a nacer en una ciudad grande como nunca has visto otra, como cinco o diez o veinte pueblos juntos; quién puede saberlo, porque tu mirada, desde que aquello apareció en el horizonte, está fija en algo que creíste montaña y que ahora parece castillo o palacio. Pero ni el tesoro de un rey llegaría a tanto. Aquello ha de ser otra cosa, algo antiguo, de otro tiempo, de esos romanos poderosos de los que habla don Anselmo a cada tanto.
Te dicen que no, que aquello es la catedral, a donde has estado apuntando desde que saliste de Clavijo.
—Cento trinta e seis anos dende que puxose a primeira pedra, e cinco pasaron dende que puxose a última —te dicen en una tonada gallegoportugesa.
A los pies de la catedral sientes un miedo profundo, como un vértigo invertido.
Sientes todo el miedo del camino concentrado en el corazón. Esa casa es del tamaño del Castillo de Clavijo, aun siendo jinete aquel de una montaña. Sin embargo, las peñas de este monte están labradas en columnas, santos y querubines con los rostros más bellos que podría desear una madre primeriza para su hijo.
Entras y el miedo te retumba con aún más fuerza, temes, ignorante, que aquel techo de cielo se haya de caer en cualquier momento sobre todos. Miras a los peregrinos en oración y te das cuenta de que no eres la única espantada de ello.
Si hay un dios capaz de poner a los hombres en orden para construir esta majestuosidad, piensas, ese dios merece tu admiración, tu alabanza, tu entrega infinita, pero también tu miedo, pues a qué gran potencia has ofendido todo el camino diciendo por verdad lo que era mentira, diciendo que te ibas a entregar a Su servicio cuando nunca existió tal intención.
Se escucha una voz poderosa y das un salto. No llamas la atención de nadie, están todos acostumbrados a aspavientos místicos, pero no, no es Dios, es un coro. Escuchas, aunque parece más que el coro te escuchara a ti, ominoso, y que con su aliento pusiera cada vello de tu cuerpo erguido en oración.
Sientes entonces el mar; tú, que nunca has visto tal cosa, te sientes flotando en el canto sagrado, te sientes perdonada con una risita, te das cuenta de que nunca existió la ofensa y de que te has perdonado tú, con cariño, como a una niña traviesa.
Abres los ojos, unos rayos azules, rojos, amarillos caen sobre ti desde la vidriera. Tu espanto es ya admiración; tu culpa, curiosidad; tu miedo, templanza.
Y acoges aquella montaña de catedral dentro de ti, más que como algo divino, como algo bello, profundo y valioso.
Seguro que hay entre los suscriptores gente que ha hecho el Camino de Santiago, yo no.
Y seguro que muchos otros son, el que más, el que menos, cristianos; yo no.
Pero, como la pequeña Aldonza de Clavijo, eso no me impide maravillarme ante las religiones como algo bello, profundo y valioso; y no necesito estar bautizado para entender que, entre todas las trastadas históricas, hay un mensaje extremadamente significativo en el cristianismo.
Y en el judaísmo, y en el hinduismo, y en el budismo, y en el islam, y en…
Sé que las religiones tienen (para nosotros ya en pasado) un gran componente de control social y político, pero eso pertenece al humano siendo humano, yo decido quedarme con la parte del humano siendo reflexivo y dándole nombre a cosas y circunstancias vitales que no entiende.
Los romanos, los de las túnicas blancas y las sandalias enrolladas hasta muy arriba, cuando machacaban un pueblo vecino (después de esclavizar a los hombres y trincarse a las mujeres, los Derechos Humanos son de 1948 d. C.) asumían dentro de su panteón a los dioses conquistados, y no sólo para mantener a los de aquella tierra tranquilitos (algo que supieron replicar los españoles en América con las Vírgenes multiusos como las navajas), si no, no se explicarían los templos en la capital a Isis, Serapis, Cibeles, Belona o mestizajes como Júpiter Doliqueno (Dolique, Turquía) y tal.
A eso me refiero con lo de ser romano de religión, a ser capaz de acoger lo bueno de lo que nos es extraño: ellos porque creían que así ganaban el favor divino; yo, porque creo que gano un conocimiento que desperdiciaría si lo negase sólo por venir con la etiqueta de «religión».
Hay una parábola budista donde un grupo de ciegos entra en una habitación oscura con un elefante y cada ciego, que no sabe qué es un elefante, sólo puede tocar una parte del animal.
Así, el que tocó la trompa dice: «Un elefante es como una manguera» (y yo añado a la historia) y el ciego se abrazó a la trompa porque descubre que es buena para regar. El que tocó la cola dice: «Un elefante es como un cepillo» y se abrazó a la cola porque es buena para barrer. El que tocó una pata dice: «Un elefante es como una columna» y se abrazó a la pata porque es buena para sostener un tejado. El que tocó una oreja…
Cada uno define el misterio desde su experiencia y, aunque ninguno está equivocado, un elefante no es sólo la individualidad de sus partes. Por eso en mi variación de la historia los he hecho abrazar esas partes (abrazar una religión), porque creo que si otro ciego, en vez de abrazarse a nada, tomara apuntes de lo que dicen todos, sacarían una conclusión más completa.
En mi mesa, ahora mismo, están Esta es nuestra fe de Luis González-Carvajal y Sapiens de Yuval Noah Harari, lomo contra lomo, y no se han matado a palos todavía. Así que no entiendo por qué iba yo a pelearme con las religiones sólo porque si tuviera que encuadrarme en algo tendría que ser el pueril ateísmo.
¿Por qué pueril?
Mándame un correo (tienes las instrucciones abajo) o comenta para saber que hay gente a la que le interesaría leer sobre esto. Así no siento que estoy dando la chapa tanto, que esto ya va quedando muy largo.
¡Besitos volados!
P. D.: además, sólo por cosas así, merece la pena que existan las religiones.
P. D. 2: sólo por si acaso, Aldonza de Clavijo no es un personaje histórico. Pero me ha caído bien, tal vez aparezca más por aquí.
Por un instante he hecho el camino de Santiago. Religiones? Meh.. pero tiene que ser bueno lo que quieres explicar. Saludix