Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
Hay una mujer tumbada en la calle, y es su cadera monte sobre el que vivo. Creo que alguien quiso construir en la bajada hacia su cintura, y ella se dejó, haciéndose la dormida, con el cabello largo, en sortijas, bañando lo santo de esta tierra tan hecha promesa.
Pero me pasó que un día dejé de ver a la mujer y empecé a ver el monte, como el resto. Se me olvidó lo negro de sus rizos y los convertí en arbustos, salpicados de estas piedras rubias que siguen sin animarse a cantar himno ni besar bandera.
Ojalá aprender a ser piedra, pienso.
—¿Está casado, profesor?
Cuando sea piedra.
—¿Por qué vino a Palestina?
Para ser piedra.
—¿A quién le reza?
A las piedras.
Yo supe, ya el primer día, cuando la miré desde el aire, que ella estaba en las piedras, pero a veces se me olvida, porque uno es sólo un hombre, piensa en otras cosas y qué sé yo. Así que me aparté, le empecé a bajar la mirada, como un adolescente cobarde, hasta que ella fue sólo monte y arbusto, y yo me la olvide de nuevo, porque he visto más monte antes y lo veré después.
Pasa a veces al atardecer, sin embargo. Otras cuando estoy muy cansado. Entrecierro los ojos y aún la veo, el labio partido, más flaca que ayer, las ojeras turbias de nunca dormir. Tan en el hueso de la vida.
Si su nombre no fuera un insulto, no le harían así, pienso.
El hombre que espera conmigo la guagua también me pregunta si estoy casado. Le huele el aliento, y me da pena, porque me cae bien y no quiero pensar esto de él.
—No, no lo estoy —sonrío, un poco en otro lado.
—¡Oh! Eso es mucho tiempo solo. Comer solo, dormir solo... Todo solo.
Quizá él no la ve, o no sepa que yo vivo en su cadera, que hay veces que se mueve mientras busca el sueño y me despierta, que todavía me llegan los brazos para envolverla y que me responde siempre ese vagido remoto, de niña somnolienta, dulcemente sorprendida en el abrazo nocturno.
Luego me quedo en su respirar lento y me pregunto cuánto le peso encima, si le molestarán mis brazos, estos brazos embusteros, que parecen de su sangre y vientre, pero vienen de allá, lejos, donde no se habla su lengua más.
Así que dejo de dormir por parecérmele un poco, por hermanarnos al menos en el desvelo, y los arbustos brillan en rizos, los montes se curvan para dibujarle el cuerpo. Le pregunto por el futuro y la ironía le vuelve a abrir la herida del labio con una sonrisa, y sangra, y me digo que esta almohada, roja, de contención violenta, traición, burla y llanto, bien pudiera ser bandera de algo o para algo que no fuese patria, sino otra cosa, mejor y más bella, que yo todavía no sé qué es.
Estoy porque ella está, eso seguro.
Estoy por esa espalda floreada, que me da cuando hace que duerme, cruzada en vuelo de pájaros negros; carbones de fénix o esqueletos de sombras. Estoy por creerme su palabra, por verla en el suelo, escupida de las lenguas que ama, estoy porque quiero dejar que venga el final y terminar de perder la esperanza junto a ella.
Así que, pues estoy, déjame decir cómo se te marcan las costillas bajo el pecho, aunque te me cruces de brazos para que no las vea, para que no sepa que son tus hijos los que te niegan el pan. Déjame también defraudarte y confesar, antes de que te vuelvas monte a la mañana, que no seré para ti esposo, salvavidas ni maestro, sólo mirador errático de tu desgracia.
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Y aun así, nos ama. Algo bonito debemos de tener dentro, Samuel.
Me he quedado sin palabras Samu♥️