Le golpeó la mano con la cuchara de madera:
—¿El pan va a tocar con esas pezuñas?
Julián se masajeó la mano:
—Doña Agustina, no se sobrepase usted.
—Sobrepase, sobrepase…
La criada se giró con un pecho al aire, flácido y largo como la lengua de una vaca, con un pezón muy negro en la punta que amenazaba con caérsele de ahí al suelo.
—¡Santa María! Tápese eso usted, por Dios.
—¡Eso es lo que le dio al señor vida! Que su madre de usted estaba seca como una mojama, que el Señor la guarde en su gloria. Así que doña Agustina se sobrepasa cuanto quiera ella, porque sin doña Agustina no habría don Julián.
La mucama se guardó por fin el pecho en la blusa, como el dixi al final de un libro: «he dicho» y ya volvía a sus fogones con la cena. Julián se miró las uñas. Sí que merecía el cucharazo, las tenía negras como un obrero. Debía de ser más cuidadoso, no había funcionario que tuviera las uñas así. Podría levantar sospechas.
—¡Esto huele…! No hace falta ni comérselo. Usted sí que tiene seso, don Julianillo, y que Dios se lo guarde sano. En la casa de Paquita el señor también es cesante y están a puro pan y agua como en el Saladero.
Aquello le puso los pelos de punta. De pronto se sintió estúpidamente observado, como si hubiera alguien más allí:
—¡Doña Agustina! Haga usted el favor y no hable de cárceles en mi casa.
—¿Y qué tiene el señorito que temerle a eso? —Lo miró sobre el hombro un momento—. Yo sólo le digo lo bueno igual que le digo lo malo. Usted se ha sabido guardar para las vacas flacas y por eso seguimos comiendo estofado, aunque le hayan cesado a usted con todo esto que nos ha venido encima.
Se volvió a mirar las uñas, ya limpias las de una mano por haberse sacado la tierra con la servilleta. Con la purga de las administraciones de Fernando VII, los funcionarios liberales se habían quedado en la calle tapándose las vergüenzas como Adán. Alguno de sus amigos todavía tenía esperanzas de que los recolocaran en algún puesto menor, pero ya estaba claro que había que buscarse la vida como se pudiera.
—De cualquier modo, no vaya usted a comentarlo con sus amigas. Podría… —levantar sospechas— levantar envidias.
Doña Agustina, muy ofendida, le dijo veinte veces que si la creía boba, que era muda como el cabecero de una puta, que compraba la carne a escondidas como si fuera un pecado, que…
Así, Julián pasó el estofado escuchando toda clase de precauciones fabulosas que doña Agustina, sin que él valorara su esfuerzo, tomaba para que el vecindario no le cogiera tirria al señorito. Por fin, alguien estampó la aldaba contra la puerta y lo salvó de aquel fusilamiento de sobremesa.
—Uno de sus amigos muertos de hambre. Pues tarde llega, no queda. Le dice usted que no queda, ¿eh?
Julián se colocó el pañuelo del cuello al pasar ante el espejo. Abrió. Con la falta de luz, no parecía sino que uno de los muertos estuviera ahí de pie, con la luz del candil subiéndole de la barbilla a la gorra y animándole el rostro con sombras fantasmales. Luciano se quitó la boina al verlo y el cepillo de pelos grises, que le llegaba hasta media oreja, se quedó tremendamente solo bajo una calva hasta la coronilla.
—Santas y buenas noches…
Julián dio un paso y casi cerró la puerta tras de él.
—¿Qué demontres hace usted aquí?
Luciano se sonrió con un cinismo que salpicaba, los dientes en rompan filas, veteranos todos en las guerras del hambre:
—¿Al alba quiere que le llame? ¿Le vengo con un pajarito cantor a la puerta?
—¡Baje la voz!
—Le aviso… Ya, ya —bajó al fin la voz—. Le aviso, digo, cuando se presenta el caso. Y estas cosas se hacen cuando está bien prieta la noche, no me sea usted…
Julián agradeció que al viejo le quedara algo de respeto como para no terminar la frase.
—¿Ahora mismo ha de ser?
—Ahora, si quiere usted conservarme el lujo de comer mañana.
El cesante dudó un segundo y entró.
Doña Agustina estaba colgada de la esquina del pasillo como un gato callejero y le levantó varias veces la barbilla como preguntándole quién, quién. Pero Julián tuvo la suerte, la primera noche, de resistirse las ganas de darle explicaciones a doña Agustina, y no iba a crear ese precedente ahora. Tomó la chaqueta, el bombín y salió, o casi que se escurrió, con cuidado de no abrir demasiado la puerta.
—Apague el candil.
Luciano inclinó la cabeza, ya con la boina calada hasta la frente, los pelos de las sienes tiesos como un erizo:
—Más va a sospechar el sereno como nos lo crucemos.
—Apague usted el candil.
Así, con sólo la luna como lumbre, caminaron, el tacón de las botas de Julián levantando ecos y las alpargatas de Luciano amortiguándolos.
Hombre curioso aquel, lo miraba discreto el cesante. Bien podría tener cincuenta como cien años. La chaqueta de tela basta, toda remendada, y convertida en monte ahí en el cuello. Su cabeza se habría llenado tanto de recuerdos que no había quien la mantuviera erguida. Se sorprendió a sí mismo con aquello, pensó que debería apuntar la ocurrencia o quizá contársela a algún amigo en el café, con descuido, como si se la hubiera acabado de inventar.
Sintió dos manotazos en el costado y la misma mano huesuda apuntó a una luz que crecía en la siguiente esquina. Saltaron a un portal pequeño, pero apenas les terminaba de ocultar la punta de los zapatos; Julián, con el bombín hasta la nariz, Luciano, con el aliento contenido. Nada. Con la respiración del viejo, supo que había pasado de largo.
Caminaron todavía un rato más hasta que por fin llegaron a los muros siempre lúgubres del General del Norte. Luciano echó mano a un bolsillo preñado de su chaqueta y sacó un aro de llaves, escogió una sin necesitar mirarlas y los goznes de la valla gimieron largamente cuando la empujó. Julián se subió el pañuelo hasta la nariz como un forajido.
—No haga eso usted, hombre —susurró—. Tenga la decencia de delinquir descubierto.
Aquel lugar forzaba al silencio incluso a Luciano, pero el cesante continuó con la cara cubierta.
A su alrededor las lápidas parecían asomarse a verlos, como si las hubieran despertado. Un búho sonó a lo lejos y luego un correteo de hojas más cerca. Julián, sin saberlo, tenía los puños crispados y el cuerpo rígido en un bloque.
El viejo, más por señas que por palabras, le hizo entender que el entierro de aquella tarde estaba más al fondo. Caminaron. El cesante, a cada paso, sentía que el camino se fuera cerrando tras ellos y que todas las lápidas se estuvieran amontonando en una pared, luego una bóveda, que los vigilaba en su crimen.
Llegaron.
Las dos palas ya estaban preparadas junto a la tierra revuelta. Luciano encendió el candil y, antes de coger la suya, se santiguó con gravedad. Al terminar, el beso en la mano debió de sonar por todo el cementerio. Julián simplemente tomó la pala y el viejo le preguntó con la mirada.
—Yo no hago eso —dijo y empezó a cavar.
Al cabo, el cesante tuvo que dejar la chaqueta y el bombín sobre la lápida, pero, pese a lo agitado de la respiración, mantenía el pañuelo en la cara. Al fin tocaron madera, apartaron la tierra y Luciano pudo desclavar el ataúd.
—¿Por qué siempre tiene que ser una mujer bella? —dijo Julián.
—La guapura las mata más rápido, qué se yo. Acérquese o me hernio, don.
Era una chica no mucho más joven que él, el pelo negro, un abismo en contraste con la piel de la muerte. Al pintarle los labios habían conseguido que pareciera una chica que sólo estuviera enferma, reposando en cama, demasiado enferma incluso para notar que la cargaban y la sacaban a la superficie.
—¡Que nos lo llevan!
Luciano decía aquello todas las noches, en ese mismo momento, y, después de una risa solitaria:
—Es que usted era muy chico…
Julián la cargaba mirándole los zapatos por no mirarla a la cara; rojos, recién lustrados como para irse a bailar. Así, cuando escuchó algo a su espalda, los soltó y pareció que la muchacha se fuera a echar a correr, erguida por un instante.
Había un bulto en una lápida.
El candil alumbraba de lado a un joven burgués con el pelo alborotado. Los miraba muy triste, abatido, y Julián no dudó en que sería un familiar. Luciano, con la chica sentada en tierra, la sostenía por el hombro para que no terminara de caerse:
—A ese no le haga caso. Es un afrancesado, lo mismo que usted, pero a este le ha dado por hacer poemas y pasearse por cementerios.
—El Diario les llama a ustedes resurreccionistas —Hizo un gesto, lánguido, como si saludara con un sombrero—. Diego Tramontana. Un hombre vacío de vida no es hombre, pueden contar con mi secreto —Miró a la chica—. Pero, acaso, ¿no se presenta la muerte en una belleza tal que resulta más atrayente que la vida misma?
—Ya esto lo dejamos parejo luego —ignoró Luciano al joven poeta—. En el almacén tengo un arcón, la metemos allí y se la llevamos a sus amigos matasanos para que la hurguen a placer.
—¡Jesús, don Luciano! No puede santiguarse usted y después decir esas barbaridades de la señorita —Se irguió—. Sepa que esto es por el bien de la ciencia.
—Sí, yo el otro día me compre dos kilos de garbanzos con tres reales de ciencia. Ayúdeme usted por los pies, que la dama empieza a coger frío.
Entonces, doblado sobre sí mismo, a punto de cargarla de nuevo, unos ladridos rompieron la noche. Miraron hacia ellos. La luz de un candil se balanceaba de un lado a otro del camino como si fuera el farol de un navío.
Venía hacia ellos desbocada.
Julián soltó los pies de la muerta.
Ese no era el sereno.
Voy a empezar, a ver si me da tiempito antes del lunes 9. Que esperar no me gusta jajajaja
Que me llamen simple, creo que este es top 1 por ahora, si me descuido me embarro los pies en una zanja y me quedo como Luciano, de la inmersion barbara.