🍃Tu voz en off al atardecer
Te traigo una sorpresa, una sorpresa de las buenas, que por eso dicen que en la variedad está el gusto. Hoy, mi bien amado, no te escribo yo, sino Clara Síem, una compi que te va a encantar. (13 mins)
Resulta que recientemente me he dado cuenta de que no lo sé todo.
Fíjate tú.
¡PERO!
Tengo una suerte mucho mayor que saberlo todo y es conocer a gente que sabe más que yo sobre eso donde flojeo.
Si me has ido leyendo, quizás te acuerdes de que tengo mis dificultades para admirar lo bello de la naturaleza, tener ese momento wow! que consigo mucho más fácil con el arte.
Así que te dejo con
para que, si te pasa lo mismo que a mí, te dé un par de claves para que entiendas por qué y cómo meterle mano a eso; y, si no te pasa lo mismo, para que disfrutes de cómo disecciona lo bello desde esa sensibilidad tan bonita con la que siempre escribe.Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho, aunque esta vez haría bien en querer más a
, que ha escrito el correo de hoy. Lo mejor es que te sucribas ya ya a su newsletter para leer más reflexiones como esta:A raíz de una breve conversación que mantuvimos en la zona de comentarios de una de sus cartas, titulada de forma magistral como Me la pelan los atardeceres, Samuel me propuso que escribiera un texto sobre cómo yo accedo a lo sublime a través de la belleza de la naturaleza; cosa que a él le cuesta, tal y como él mismo explicaba en su carta.
No podría sentirme más agradecida de que Samuel me abra un espacio en su casa para hablar de este tema. Y lo voy a hacer, aun siendo consciente de que abordar el asunto de la belleza puede parecer banal o superficial, tal y como está el mundo.
El hecho de que él esté ahora mismo, mientras escribo estas letras, en Palestina, haciendo lo que está haciendo y por los motivos por los que (creo) lo hace, le imprime aún más contraste a escribir sobre algo tan intangible y «poco importante» como la belleza.
Pero la belleza, tal y como yo la vivo, no es algo baladí. Y tampoco es lo mismo que la estética, que la búsqueda de lo agradable a los sentidos, aunque la belleza pueda contener una parte estética. La belleza y la estética son primas lejanas, que a veces van juntas, y muchas veces no.
Para mí, la principal diferencia entre ambas es que la belleza se presencia, se experimenta, se vivencia con el corazón abierto y la mente en silencio, mientras que la estética se observa desde afuera con una mirada lógica y analítica, que mide, juzga y compara.
Creo que la Belleza, con «B» mayúscula, es una cualidad que está mucho más allá de lo placentero a la vista o el oído: es un atisbo de lo trascendente en lo efímero, un puente entre mundos. Un portal a medio camino entre lo mundano y lo eterno, que se atraviesa con los sentidos, pero que nos lleva hacia lo inefable.
Esa breve experiencia de expansión en el pecho, de arrobo del corazón, al presenciar algo extremadamente bello, es un eco momentáneo de lo que está más allá de lo ordinario, lo gris, lo pesado de este lado del velo.
Nací y crecí en un barrio obrero de una ciudad postindustrial de tamaño medio en el norte de España, en los años 80. Fuera de casa había aire contaminado, ruido de tráfico y maquinaria pesada, aguas sucias en el río, y fachadas ennegrecidas por el paso del tiempo y la pobreza. Y, dentro de casa, había violencia y falta de cariño.
Siendo una persona altamente sensible, la Vida quiso que me criase atrapada en la fealdad, tanto sensorial como emocional.
Por más que se sanen las heridas, queda siempre una zona sensibilizada allá donde estuvieron los cortes y las quemaduras. Esa zona, en mí, es una mayor sensibilidad a los aspectos pesados y dolorosos de la experiencia humana que, a mis ojos, son insoslayables.
Pero, precisamente por ello, por no poder evitar resentir el dolor de los demás y del mundo, es que elijo rodearme cada día de la mayor cantidad de Belleza, amor y luz posibles. Y de generarlas yo misma, en la medida en que yo, humildemente, puedo.
Por eso, para mí la Belleza es mucho, mucho más que un pequeño disfrute estético. La Belleza es abrir una ventana en el sótano para que corra el aire limpio, es un suspiro de alivio, un abrazo largo, un beso en la frente, un rayo de luz expulsando a la oscuridad.
Es un recordatorio sutil pero inmensamente poderoso (como todo lo que es sutil) de que existe algo más que todo lo negro, que todo lo espeso de este mundo complejo que sostenemos entre todos.
La Belleza es mi collar de cabezas de ajo alrededor del cuello, es mi canción de guerra que espanta a las sombras.
A través de leer sus textos, tengo la sensación de que Samuel encuentra esos portales hacia lo sublime en el arte, la arquitectura, en el esfuerzo individual y colectivo, y en los ideales. Entiendo que él conecta con lo inefable, con el «alma del mundo» o anima mundis, a través del alma humana y sus expresiones en la materia.
No lo sé, es tan solo una impresión.
Yo, por mi parte, conecto con ese sentimiento de trascendencia al presenciar cualquiera de las formas de belleza que hay en la Naturaleza (de nuevo, con «N» mayúscula). También con las muestras de amor y altruismo en la gente, pero hoy solo toca hablar de la belleza.
Antes de seguir, tal vez sobre decir, o tal vez no, que creo que todas las formas de belleza son valiosas por igual, y que no hay tipos de belleza más refinados, más elegantes o mejores que otros. Esas etiquetas corresponden a la parte analítica de la estética, que es una disciplina muy respetable, pero que creo que no debe inmiscuirse en el terreno de la belleza. Porque tan bellas son las arrugas profundas del rostro de una señora anciana y sonriente, como la total ausencia de mácula en la piel suave y rosada de un bebé. Ambos estados de la piel son igualmente bellos (solo que de distinta manera), pues ambos apuntan hacia lo mismo, ambos señalan hacia la misma verdad trascendente: que la vida humana es frágil, efímera y única, y que, precisamente por ello, su valor es inexpresable.
Con ese algo más al que señalan todas las formas de belleza es con lo que yo conecto al presenciar un amanecer frente al mar, o un paisaje nevado, o una flor abriéndose camino en el asfalto. La belleza que veo en la Naturaleza reside no tanto en sus colores, formas, texturas y sonidos (que también, y esa es su parte estética), sino en el Amor inefable y eterno que se expresa a través de todo ello.
Pero, para poder experimentarlo, es necesario «apagar» la mente analítica, bajar las barreras del ego (el personaje con el que nos identificamos a diario), y corporeizarnos en el momento presente hasta las plantas de los pies. Ser carne, tendones y huesos, y nada más.
Y esto no es fácil. Al menos no lo es para mí, que crecí disociada de mi propio cuerpo para no sentir la sobrecarga de sensaciones y emociones desagradables, en parte como mecanismo de supervivencia, y en parte porque vivimos en una sociedad que encumbra lo intelectual y menosprecia lo emocional y lo corporal.
Uno de los muchos daños colaterales del hiperracionalismo occidental es que, tanto hombres como mujeres, tenemos internalizada la idea de que la mente y sus actividades son superiores a las del cuerpo, de forma que vivimos como cabezas sin pollo, como mentes pensantes que lidian con las molestias que les causa el cuerpo, porque no tienen más remedio que tolerar al saco de carne y huesos con el que trasladan sus cerebros del punto A al punto B y ejercen su control sobre el mundo físico.
No escuchamos el sutil lenguaje de las sensaciones corporales que constantemente nos invitan a estar aquí, presentes, y no entendemos el lenguaje de las emociones más sutiles que tratan de guiarnos a través de los días. Tan solo escuchamos a lo que acontece de cuello para abajo cuando las señales son ya bien fuertes, o incluso dolorosas.
Vivimos nuestras vidas a través de lo que nuestra mente se cree capaz de comprender, escuchando constantemente al narrador que vive dentro de nuestra cabeza, como una voz en off que intermedia entre nosotros y el mundo sin que se lo hayamos pedido, y sin que lo podamos evitar.
En ese pensar la vida más que vivirla, nos perdemos la existencia que acontece aquí y ahora, por debajo y más allá de las narraciones constantes de nuestra mente.
Y esto nos pasa a casi todos los occidentales, en mayor o menor medida, nos demos más o menos cuenta. El comentario (de asombro) que más oigo decir cada vez que enseño a meditar a alguien por primera vez es: «¡Madre mía! ¡Mi mente no se calla ni un segundo!».
No, no lo hace. Y el problema no es de ahora, no es que la mente entre en overdrive en el momento en que se siente observada; su parloteo es incesante de la mañana a la noche, está ahí desde hace décadas, y nos hemos acostumbrado tanto al sonido de la radio sonando de fondo, que ya ni nos damos cuenta de que no deja nunca de sonar.
El problema está tan arraigado, que se requieren toneladas de disciplina y años de práctica para apagar la radio y revertir la desconexión con el propio cuerpo. Yo, tras 12 años meditando, aún estoy aprendiendo.
Creo que cuando la gente expresa que la belleza de un paisaje (o de un atardecer) les deja «sin palabras», lo que están describiendo es la maravillosa experiencia de que la voz en off dentro de sus cabezas se calle espontáneamente un momento, dejándoles disfrutar de la vida tal cual es en realidad, sin filtros, durante unos segundos.
Estas «treguas» de la mente se pueden entrenar y fomentar, pero la mayoría de personas no saben parar a sus mentes a voluntad, y solamente experimentan el silencio mental ante cosas que sorprenden o aturden al ego-personaje (para bien o para mal): un regalo sorpresa, un paisaje más hermoso de lo que se esperaban, o una experiencia única como el nacimiento de un niño o un vis-a-vis con la muerte.
En ese tipo de situaciones, la mente suele callarse (aunque no siempre), por no saber qué decir, qué opinar, o con qué comparar lo que está aconteciendo. Y es en esos momentos de silencio mental que se abre una brecha momentánea hacia lo trascendente, hacia lo sublime que está siempre ahí, aquí, (justo aquí y ahora), pero velado por el ruido constante del ego.
Cuando se aquieta el agua en la superficie de un estanque, se puede ver claramente lo que hay en el fondo.
Tras pensar durante varios días sobre este tema (gracias de nuevo, Samuel), creo sinceramente que no es el color rosa del cielo al atardecer lo que nos abre las puertas hacia lo sublime, ni el plumaje iridiscente del colibrí, ni las venas talladas en el mármol de manera exquisita, ni la armonía impecable de una orquesta sinfónica.
Todas ellas son formas de belleza con la capacidad de asombrar a nuestra mente hasta el punto de dejarla sin palabras, pero no son ellas (por sí mismas) lo que nos toca el alma: es ese silencio momentáneo que generan en nosotros, esa apertura genuina y sin filtros al momento presente, lo que hace de corredor por el que nos asomamos al otro lado de lo ordinario.
Es decir, no es lo bello en sí mismo lo que nos acerca al sentimiento de lo sublime, sino el estado interno de silencio (mental, emocional y físico) que lo bello nos puede provocar. En esos instantes de no-interferencia mental sobre nuestra experiencia, ya sean provocados o espontáneos, llega a nuestro corazón el aroma de lo inefable, por un momento.
Ese estado de no interferir mentalmente con la experiencia, para poder experimentarla (valga la redundancia) de forma «pura» en todo su potencial transformador, es lo que en el budismo zen se llama shosin, «mente de principiante».
Y a mí personalmente, en la naturaleza me resulta especialmente sencillo entrar en modo «mente de principiante», por dos motivos:
Primero, porque en la naturaleza estoy normalmente a solas, y es en soledad como más fácil se me hace calmar a mi mente.
Como persona altamente sensible que soy, tengo un sistema nervioso que responde de forma marcada a todos los estímulos (externos e internos), y es a solas y en silencio donde menos estímulos impactan en mí. En esa relativa ausencia de estímulos, mi mente se relaja y me resulta más fácil lograr que se silencie.
La naturaleza, con sus ritmos (generalmente) pausados y su quietud, es el telón de fondo ideal para aquietar la mente y los sentidos.
Por eso es en la naturaleza donde tengo mis mejores momentos de rozar ese sentimiento sublime, que yo llamo Amor (sí, también en mayúsculas… soy muy fan del énfasis con mayúsculas). Aunque también puedo tener esa clase de momentos sentada cómodamente y a solas en cualquier lugar silencioso.
La clave de esta conexión con lo sublime, según mi experiencia, está en lograr que se calmen simultáneamente la mente, (sobre todo la mente), las emociones y el cuerpo. Cuando logramos que esas tres facetas de nosotros se apacigüen al mismo tiempo, se aquieta la superficie del agua del estanque, se abre un «portal» durante un momento, y se aprecia lo que hay en el fondo.
En segundo lugar, en la naturaleza me resulta más sencillo rozar ese sentimiento de lo sublime debido a la propia energía o vibración que emite la naturaleza, que es calmante y sanadora.
Lo mejor que tiene la naturaleza respecto a otras fuentes de belleza a la hora de calmarnos y ayudarnos a «bajar al cuerpo», es que sus tempos, sus vibraciones y sus energías se mueven a una frecuencia que tanto nuestro cuerpo como nuestra mente reconocen como casa, como hogar.
Están más que demostrados los beneficios que tiene entrar en contacto con la naturaleza para la salud a todos los niveles; y es que todo en nosotros está diseñado para sincronizarse con los entornos naturales: la naturaleza es quien nos diseñó, por decirlo así, y de naturaleza están compuestos nuestros cuerpos.
El mundo natural nos canta una canción de cuna ancestral que sintoniza a la perfección con toda nuestra biología, y que sana nuestras vísceras de la cabeza a los pies.
Pero este efecto equilibrante y sanador no es inmediato, no tarda los tres minutos de paciencia que tiene actualmente el humano medio... los entornos naturales necesitan un buen rato para ejercer su poder sanador sobre nuestro sistema nervioso; normalmente empiezan a notarse los efectos tras unas cuantas horas en contacto con la naturaleza.
Si queremos colaborar activamente en este proceso de aquietamiento y sanación (que, en gran medida, sucede de forma pasiva entre las bambalinas de nuestro cuerpo), es necesario que hagamos lo posible por estar más presentes en las sensaciones físicas, más en el cuerpo, y menos en la mente, cuando estemos en la naturaleza. Y también más abiertos, más receptivos o pasivos, que activos.
Pero esta actitud, que prioriza lo sensorial sobre lo racional, y lo pasivo frente lo activo, es una afrenta directa a la actitud vital hipermasculina que se nos inculca a todas las personas (de ambos sexos) en las sociedades globalizadas. Es una forma muy femenina o yin (de la dualidad yin-yang) de estar en el mundo.
Por eso, esta manera receptiva y corporal de experimentarse ante (y en) el mundo requiere, en la mayoría de nosotros, un entrenamiento. Requiere que realicemos un esfuerzo de aprendizaje, pues partimos de la polaridad opuesta, en muchos casos.
Técnicas como la meditación y todas sus primas son una forma muy efectiva de aprender a estar más presentes en el cuerpo y calmar la actividad mental.
La práctica de la meditación y el mindfulness (que es una manera de incorporar la mirada meditativa a las actividades cotidianas) es la forma más rápida y directa que conozco de aflojar la actitud yang-masculina-racional-activa ante la vida y entrenar una actitud más yin-femenina-sensorial-receptiva.
Pero debo advertir que la meditación es mucho más que una técnica para aprender a calmar la mente; ese es solo el primero de sus beneficios, es solo el comienzo de una transformación profunda de la identidad, hasta sus mismísimos cimientos.
Se empieza meditando para aprender a calmar la actividad mental, estar más en el cuerpo y abierto/a al momento presente, y se acaba descubriendo que ni uno mismo ni la realidad son lo que aparentaba…
La meditación es como la madriguera del conejo de Alicia en el País de las Maravillas. Si se hace correctamente, claro.
Quien avisa no es traidor… 😉
Gracias por acompañarme hasta aquí.
No se me dan muy bien los cierres, así que concluyo con un haiku del poeta Matsuo Bashō, que dejará en dos líneas mejor sabor en tus ojos que cualquiera de mis intentos:
Niebla matinal sobre
una montaña sin nombre
P. D. de Samu: ¡Besitos volados!
"Cuando se aquieta el agua en la superficie de un estanque, se puede ver claramente lo que hay en el fondo."
Gracias Samuel, por darle este espacio a Clara porque no se puede explicar de manera más visual y precisa algo tan etéreo pero verdadero.
Te iba leyendo y asintiendo, Clara, parecia que estabas describiendo lo que siento y cómo lo he vivido.
Lo cuentas con tanta sensibilidad y verdad... es tu forma de poner esa parte de ti, esa porosidad ante lo emocional, al servicio de los demás, escribiendo justo sobre eso a lo que cuesta poner palabras❤️ ¡Qué don más precioso!
Qué preciosa reflexión. Me ha hecho volver a mis nueve o diez años, cuando le pregunté a mi madre a ver si el cerebro no paraba nunca, si no descansaba. Ya entonces era consciente del parloteo constante de mi mente. Y desde entonces busco la soledad, el silencio. Me he sentido identificada y entendida, pero además lo has explicado con claridad y sí, con Belleza. Porque tu reflexión ha silenciado por unos minutos el barullo de este vagón de tren y el parloteo de mi mente. Gracias.