🍃Un correo aburrido
Porque hay pocas más aburridas que embarcar en un avión, y hace unas horas me dijeron que tenía que ir a Madrid por lo de Palestina, así que en eso estoy. Te traigo diez minutos deee contarte nada.
Son algo más de las seis de la mañana y estoy sentado frente a la puerta de embarque.
Está petado, mucho más de lo que pensaba para esta hora, y me doy cuenta de que estoy jodido, porque tengo asiento del medio en el avión.
La gente se va levantando a hacer cola como si hubiera un concierto en el avión y quisieran quedarse muy cerca del escenario. Yo me quedo sentado, como siempre, hasta el final. Y siento algo de estúpida superioridad por ello.
Soy un niño chico.
Los del concierto siguen cayéndose como si fuera otoño y, pronto, nos quedamos sentados sólo una chica y yo, con un asiento de por medio por requerimiento social.
No la miro, no sé cómo es, pero está aquí, y eso es suficiente para que me enamore de ella durante cinco minutos.
De verdad que sigo siendo un niño chico.
Cuando quedan unas diez personas en la cola de embarque, nos levantamos, con unos segundos de espacio entre ella y yo. Esta vez, más que por requerimiento social, por no parecer un puto loco.
Pasamos la puerta de embarque, ella un par de personas más adelante. Saca el móvil, escribe, y se aguanta una sonrisa. La contiene ahí, con el labio superior, y mira hacia delante sin levantar la barbilla. Es entrañable, pero qué tan ilegal sería sonreír en un túnel de embarque.
Entonces la libero, si le prestas atención a algo durante mucho tiempo, te lo cargas. Y decido escuchar qué dice la gente.
Siempre hay voces iluminadas, fíjate la próxima vez que estés en la calle. Voces que, por algún motivo, suenan en negrita, por encima del resto.
Es así como escucho la de un niño, de esas con mucha g en vez de d y tirando el español a la lona un poquito:
—Porque si no hay Internet, ¿qué hago? A dormir.
Decido no querer juzgarlo y veo que viene una trabajadora con chaleco reflectante que, aparentemente, necesita hacer sus cosas de trabajadora con chaleco reflectante un poco más atrás.
Pero el tipo que está delante de mí no presta atención y, cuando la ve, ya la tiene delante para bailar el baile de los torpes: izquierda, izquierda, derecha, derecha también. Los dos sonríen y, finalmente, la chica puede pasar.
Él se queda en esa sonrisa un, dos, tres, cuatro segundos después de que se haya ido. Mira al techo del túnel y, al bajar, ya no la tiene.
Me pregunto si él también se enamora durante cinco minutos de la gente.
Más adelante veo a un militar. No va de uniforme, y tampoco lo sé por el corte de pelo ni por la mochila negra con molle que lleva. Simplemente lo sé.
No sé si los busco o me persiguen, como mis sueños semanales con el ejército. Está junto a uno con pinta de suboficial viejo, brigada o subteniente. Aunque están lejos, escucho que dicen algo de «la plana».
Te lo dije, eran militares. Y si entiendes por qué, tú también sueñas con el ejército.
Llego a la puerta y salvo el pequeño puentito de la entrada. Buenos días. Buenos días. Camino un poco justo para que una chica diga:
—¡Qué ambiente, tú! ¡Qué guapo! El ambiente en rosa, con las luces, ahí. Voy a sacar unas fotazas.
Si hay gente que habla en negrita, ella habla en mayúsculas. Los pasajeros de business le hacen el favor de hacer como que no la han oído. Pero no está sola, y su compañero dice:
—¿Esto qué son, vips?
Los de business, sentados en sus jaulas de zoológico, redoblan el esfuerzo para que no se les note que tienen oídos como los de turista.
Una azafata escurriéndose por el pasillo. Buenos días. Buenos días.
El vuelo va a reventar. Pienso en mi asiento 39E y recuerdo que no me gusta nada escribir en público. Qué mierda, me tengo que quitar esa tontería.
Más azafatos. Buenos días. Buenos días, buenos días. Y llego a mi asiento, sólo hay un pasajero, el de pasillo, que se levanta algo desubicado al verme.
Le digo que no se preocupe, que tengo que sacar cosas de la mochila, que se puede sentar un momento.
—Excuse me...?
De ahí le venía lo de desubicado.
Le digo lo mismo en un idioma menos guay y se sienta. Saco el portátil, para escribir, el iPad, para corregir deberes, un libro de relatos, un poemario y uno de no ficción, por lo que me pueda apetecer en las tres horas. Lo sé, soy un demente de acumular cosas en el avión.
Decido, por algún motivo, hacer participe de esto al gringo y se lo voy dando todo para que lo ponga en mi asiento.
Me río un poco por dentro y entro a mi 39E.
Los de atrás empiezan a tener una discusión suave, sin ganas, supongo que por la hora y por el tema: poner o no el modo avión
—¿Te dijeron que lo quitaras? Pues ya está.
Dani siempre me ha dicho que eso realmente da igual, así que yo lo dejo. Dani es un amigo azafato, por cierto.
Va quedando cada vez menos y menos gente en el pasillo, y el asiento de ventana sigue sin ocuparse.
Me estiro para ver el principio del pasillo, sólo una señora y una azafata.
Se acercan juntas y las miro como si hubiera apostado a una carrera de galgos. Van por los asientos veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, y... Siguen hasta el cuarenta.
Pienso en decirle al guiri: «lucky day», pero ya tuvo bastante con formar parte de mi cadena humana, así que sólo me cambio a la ventana.
El tipo respira.
Probablemente el único asiento libre del avión. Me suele pasar más de lo que crees, tengo esa suerte; o me toca siempre junto a gente que tiene esa suerte.
Van a empezar a hacer los bailes de seguridad a bordo. No hay pantallas y pienso que, si fuera sordo, me estarían mandando a mamarla.
Me imagino que soy sordo.
El azafato, rubito, bien peinado, se lleva los índices a los oídos y los aparta. Se los acerca y los aparta. Alguien se quita los auriculares.
Empieza el baile oficial.
Extiende los brazos: un puño cerrado y dos dedos extendidos sobre él, y señala alrededor. Algo así como conejos a bordo, parece.
Luego lo mismo, un puño, pero ahora cuatro dedos extendidos. También hay ciervos a bordo.
Sigue el baile con el chaleco, las mascarillas y, cuando está terminando, mira muy fijo al fondo y se aguanta una sonrisa, como la chica de antes.
Se le ilumina la cara y me soy cuenta de que es humano, como yo, y que seguro que también tiene sueño y se enamora de personas durante cinco minutos y no pone el modo avión y sus otras cosas de humano que tenga él.
Suena una musiquilla y, por primera vez despues de todos estos años volando existiendo la app, se me ocurre utilizar Shazam para saber qué canción es.
Y es Go around de Plastic DJ.
Nos movemos y veo las letras iluminadas sobre la terminal: Gran Canaria. El nombre de mi novia tonta, a la que no dejo de abandonar y siempre que vuelvo me perdona.
Apagan la luz, por seguridad, aunque ya es de día. Le tengo que preguntar sobre eso a Dani, ¿será para que la electricidad no haga un incendio?
Entonces me viene la quietud.
Recuerdo a mi padre en cualquier avión- Mi hermano con unos siete años, yo tres, y el viejo diciendo:
—Bueno, ahora quietitos. Ahora quietitos.
No le tengo miedo a volar, pero he heredado su quietud, ese respeto a poder desbalancear un avión de doscientas toneladas con mi peso.
Con los años, he sumado a esa quietud mi propio ritual de despegue, pero no te lo voy a contar, porque quiero que siga siendo mío.
Alguien tiene su propia ceremonia de despegue: se quita los zapatos y huele a callejón parisino de 1467. Otra chica, inmediatamente, esparce perfume y nos salva un par de segundo.
Despegamos.
Me escacha la presión y pienso que Dani hace esto varias veces al día. Entonces entiendo por qué cada día es más tolete.
Luego el mar, y un barco que viene.
Alguien abre la platina de su bocadillo.
Mierda. Al final se me olvidó poner el modo avión.
Mejor lo pongo.
“La gente se va levantando a hacer cola como si hubiera un concierto en el avión y quisieran quedarse muy cerca del escenario. Yo me quedo sentado, como siempre, hasta el final. Y siento algo de estúpida superioridad por ello.”
Este solía ser yo. Hasta que tuve diabetes. Hasta que un día casi me echan de un avión cuando me dijeron que debido al exceso de reservas mi equipaje iba a pasar por debajo del avión.
Tuve que explicar que bajo ninguna circunstancia ninguno de mis equipajes de mano podría ser puesto debajo del avión, porque mi insulina se congelaría y moriría sin ella. Pero este idiota ni siquiera siguió las propias políticas de discapacidad de la aerolínea y se peleó conmigo al respecto. Por supuesto que yo era el imbécil.
Ahora, si no estoy en el primer grupo de embarque, voy al mostrador de boletos, anuncio que mi nivel de azúcar en sangre es bajo (incluso si no lo es), que necesito revisar mi azúcar en sangre de inmediato y que necesito abordar con las personas discapacitadas en sillas de ruedas, etc.
Entonces sé que tendré mi equipaje de mano asegurado en el compartimento superior. Y viviré otro día.
Es muy agosado para mí porque no me gusta mentir. Pero sí, comprueba mi nivel de azúcar en sangre cuando llego a mi asiento.
“Mierda. Al final se me olvidó poner el modo avión.”
Ayer estuve en el hogar de ancianos ayudando a mi amiga a presentar sus impuestos. Debido al proceso de autenticación de dos pasos, necesitaba recibir mensajes de texto en su teléfono para entrar en los lugares secretos de Internet en el portátil.
Pasé una hora tratando de averiguar por qué no estaba recibiendo mensajes de texto. Su portátil tenía internet, ¿por qué no el teléfono?
Encendí y apagué el wifi, todas las cosas... Finalmente llamamos a la enfermera para que pueda preguntar si alguien conoce la configuración del teléfono de mi amiga.
La enfermera me dice: "¡Oh, mira! ¡Ella lo tiene en modo avión!"
¡Maldita sea!
"No quería recibir llamadas", dijo mi amigo.
Por eso no sabía que venía a almorzar. Y por qué perdí una hora tratando de entrar en su programa de impuestos. Suspiro.
"Puedes silenciar el teléfono sin apagar Internet", expliqué. Se encogió de hombros. 🤷♀️ "No lo sabía".
Necesitaba una siesta después de todo eso.