Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
Pero el otro día sólo nos quedamos a las puertas, con aquellos pinchos en la entrada de la universidad que nunca terminan de estar todos en guardia, como si sus dientes de tiburón dormido se cansaran de que nadie les venga a contrapelo y fueran turnándose un descanso.
Alguna vez les he pasado por encima, a pie, sólo para sentir uno hundirse bajo el talón y volver a afilarse contra el mundo, paciente, esperando el gran día en el que desbarate la rueda del militar que venga a raptar a sus hijos.
Se camina por el campus con el mismo desorden coordinado que por Ramallah. Si allí los vehículos tienen una prioridad tenue, aquí la terminan de perder. En los cambios de clase, los coches son carrozas de carnaval que avanzan al ralentí, pacientes, sin hacer nada por apartar los dos alumnos que charlan distraídos en medio del paso.
Hay veces, en los pasillos de camino al despacho, que me siento uno de esos coches. Un grupo de alumnas baja la voz al notarme, para proteger sus chismes, sin saber que en verdad, en este país, soy poco más que un sordo que oye.
Enciendo la luz del despacho y todavía, después de tantos meses, me acuerdo de sonreír. Es probable que esta sea la única habitación de Palestina con poesía en español impresa por las paredes.
María Zambrano, Juana de Ibarbourou, Sor Juana Inés de la Cruz, Rosario Castellanos.
En ese orden me saludan al pasar, con la mirada eterna y algunos textos mellizos, español y árabe, que recuerdan algo de lo que dijeron cuando eran menos inmortales.
Y hoy me cuenta la Zambrano:
«Voy a intentar seguir buscando la palabra perdida, la palabra única, secreto del amor divino-humano. La palabra tal vez señalada por aquellas otras palabras privilegiadas, escasamente audibles, caso como murmullo de paloma: Diréis que me he perdido»
Los presidentes tienen escoltas más pobres que esta.
Entre ellas paso el día, las verdaderas testigos de el ir y venir a mi mesa. Les puedes preguntar si no me crees algo.
El primero en aparecer es R. para preguntarme a qué hora tengo la primera clase.
—No tengo clase hoy, los alumnos están de huelga por la muerte de A.
R. sonríe sin gracia, una media luna impotente, y dice:
—Deshonran la memoria de los mártires haciendo eso.
Y se va.
Desde el armario, esperando su turno para relevar a las otras, sé que el mellizo español de Ida Vitale me dice eso de:
«De la memoria sólo sube un vago polvo y un perfume. ¿Acaso sea la poesía?»
Luego llegan tres alumnos con la firme determinación de charlar de todo, menos de la asignatura que les imparto. Me hablan de la historia de Palestina, antes, durante y después de la ocupación otomana; antes, durante y después de la ocupación británica; antes y durante la guerra con Israel.
En mi despacho, heredado de alguien que ya no está, hay un mapa de Palestina hecho por el departamento de Geografía, en mi misma planta, que dibuja en rojo las aldeas destruidas desde el principio de la guerra. Todas las que quedan dentro de lo que hoy es Israel parecen un arbusto de grosellas maduras. Justo cuando pasan a hablarme de la agricultura, van al mapa y me dicen:
—Esta es la mejor zona para cultivar.
Y señalan, sin nombrarlo, como si fuera una casualidad, todo el territorio israelí. Igual que con el resto, no digo nada, asiento, y me hablan del valor de la tierra o quizá sólo lo percibo entre líneas cuando crean, inconscientemente, esa diferencia entre palestinos con tierras y palestinos sin tierras, y cómo esas familias que las perdieron son las que viven ahora en campos de refugiados, repartidos por todo lo que les queda de país. Me dicen que suelen ser sitios conflictivos, y añaden al momento:
—Pero los grandes líderes de la resistencia han salido de campos de refugiados, porque ya no tienen nada que perder.
Y me dicen nombres, sin fin, que se saben de memoria como un chico español se sabe la alineación de su equipo. Un estado en guerra da lugar a celebridades así.
Llegan otros alumnos, estos para un examen, y aquellos se van, satisfechos de que ahora yo sepa, de que ellos me supieran contar, aunque, al cruzar la puerta, las grosellas sigan siendo grosellas y los mártires, toreros famosos.
Ana María Matute, también desde el armario, me recuerda:
«La palabra es lo más bello que se ha creado, es lo más importante de todo lo que tenemos los seres humanos. La palabra es lo que nos salva»
Termina el examen, un estudiante se va y otro se queda, con sonrisa de huérfano:
—Sólo me queda esta asignatura para graduarme, hazlo un éxito, por favor.
Me río. Algún día sabré árabe y entenderé por qué se les revelan esas palabras para aparecer donde no van. Cuando se marcha, Md. me sabe libre y viene con el móvil en la mano, me lo voltea:
—Esto es terrible…
Me pone delante el vídeo de un perro comiéndose a un muerto en Gaza.
No recuerdo qué le contesté, ni qué me respondieron esta vez mis escoltas literarias; quizás sólo callaron. Quizás sólo callamos.
—Always the last warrior leaving the battle!
Me dice alguien luego, al ver que todos se han ido y yo sigo en mi despacho. Aunque es un honor inmerecido, escribir por las mañanas hace que sea también el que más tarde llega, pero me gusta así, quedarme sólo en la facultad y que venga ya casi de noche el vigilante a decirme que va a cerrar el parque de atracciones, que hay que volver a casa.
Así que salgo al mundo.
Y, hasta yo, ignorador de atardeceres, me paro.
Porque en Palestina no atardece el sol, atardece el Universo.
No sé si es la llanura, las sales del Mar Muerto o sólo que tengo suerte siempre que miro, pero, a punto de desaparecer, el sol se achata y se expande por todo el horizonte, como una antorcha caída en un charco de aceite o una vaca tendida que se desangra.
Yo no sé.
Si quieres leer más de mis batallitas por Palestina están todas aquí
Este post ha sido un pequeño viaje 🫶 He ido a google maps a cotillear lo que se debe ver de camino a tu despacho y todo. Había hasta una puesta de sol entre las fotos. Me encantan los olivos. Dime, ¿de verdad parece que vives en un retelling semimoderno de La pasión de Cristo? 😅
No se puede decir a una amante de amaneceres y atardeceres que tú ves atardecer al universo sin compartir por lo menos uno. Esas guerras deberían ser las únicas. Las guerras de imágenes de momentos únicos e irrepetibles.