Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
—¿Dónde vive, profesor?
Hay una franja de edad en la que los humanos sacan una carta de la baraja de las apariencias físicas y, a algunos, les toca parecer que tienen diez años, otro que tiene veinte y, otros, extraños casos, que tienen todas las edades, a la vez, y ninguna al mismo tiempo.
—En Ramallah.
Todos los humanos con sus respectivas cartas se sorprenden, con bastante de admiración exótica. Ramallah, está a unos treinta minutos de la Ciudad Vieja de Jerusalén; sin embargo, para estas personas con uniforme escolar es como decirles que vengo todos los sábados desde un gulag de Siberia.
Hay una trampa en ser profesor, especialmente en ser profesor de instituto o de colegio, y es sentir el afecto del estudiante. No creo que haya nada más adictivo laboralmente que sentir que, en esa mina a donde tienes que ir por las mañanas, se te quiere; aunque sea un poco, un cariño discreto: carbones, diamantes y gravilla que sonríen al verte entrar por el túnel. Esa fantasía basta.
Es algo obsceno que te guste tu trabajo.
Pero hoy les he fallado. El minero que se empeña en hablarles en español, en vez de en la sinfonía de los minerales, no aparecerá por aquel túnel porque, en la estación de guaguas, me entero de que ya no hay ninguna a Jerusalén, desde hace una semana, desde el alto el fuego.
Uno esperaría que, tras un alto el fuego, la gente saliera con cotillón a la calle y soldados y civiles de bandos contrarios se dieran abrazos y bailaran una tarantela, pero más bien no. Se cortan carreteras, se hacen flying checkpoints, se cierran otros checkpoints, se suspenden líneas de guagua…
El se impersonal también es obsceno.
En fin. Podría encontrar otra forma de llegar a Jerusalén, pero probablemente llegaría muy tarde, probablemente sólo para las últimas clases, probablemente no merezca la pena, probablemente debería avisar a la directora y quedarme en Ramallah, que bosteza tan de mañana, con mi maletín y mis zapatos lustrados, caminando sin ir.
Pronto, antes de las ocho de la mañana, los mercaderes no venden, charlan del viernes entre ellos: las manos en los bolsillos o muy enamoradas del vasito de papel con café, negro y terroso en el fondo. Hay un tipo que menea un soplador de hojas para apartar la basura del día anterior a los márgenes, y dejar espacio a la basura de hoy. Al esquivarlo, veo la entrada a un mercado donde nunca he estado y entro.
A qué se parece este lugar.
Trapos como caídos por azar, como si algún ser de las nubes hubiera mudado la piel en vuelo, hacen un techo entre sombrillas de playa y otras ingenierías del ingenio. Este lugar son las bambalinas del mercado, los bastidores y la tramoya de la representación que aún está por venir. La fruta está dispuesta, y las verduras, pero ningún actor quiere representar su papel para un único espectador, perdido, que arrastra un maletín inútil por su teatro.
Si les preguntase el precio de algo, me dirían, con dos golpes a la muñeca, que la función empieza a las nueve, que puedo ir ocupando mi butaca, por favor.
Así que los dejo tranquilos, con mucho deseo de mierda, piernas rotas y que eviten el amarillo en escena. Fuera, un carnicero con el bigote apretado entre los mofletes es el único que ya marea papel moneda, aunque delante del proveedor. El fajo de billetes, frente al delantal blanco, parece estar posando para una foto erótica del Playboy de las divisas.
Paso por uno de esos puestos callejeros de café, esos grandes culpables de los vasitos a los márgenes de la calle, que esperan la primavera para germinar, y, más que en cualquier otra cosa, en ellos veo la frontera entre dos mundos, porque muchos de estos puestos tienen altavoces con la lectura del Corán. Occidente está descoyuntada de religión y aquí es la banda sonora de lo cotidiano.
En el interior de una peluquería, los dos peluqueros se fuman las pantallas de los móviles antes de que empiecen a llegar los clientes, y un tendedero todavía en medio del local con toallas que se apuran por secarse.
Ya de vuelta a casa, en la carretera, hay un policía con un parche de la bandera palestina en el chaleco, sobre el corazón. Si estas tierras algún día se llaman Israel, y si ese policía sigue siéndolo para entonces, me lo imagino cambiándose la nueva bandera al hombro, a la esquina más alejada del cuerpo, y al cajón de la entrada al llegar a casa.
Creo que he entendido por qué la gente mata. Creo que hay una forma serena de asesinato, sin odio, sin patetismo, sino como muestra extrema y última de desacuerdo, como manifestación conclusa de voluntad: esa resolución inamovible contra aquella determinación imparable. Creo que la gente se mata a veces porque no puede hacer otra cosa que matarse, porque cualquier otra solución sería más penosa que la muerte propia y ajena.
No sé. Quizá una guerra sólo sea un pulso de tolerancia a la autodestrucción.
Cualquiera que pueda cortarle el cuello a su madre está preparado para declarar una guerra. O lo que es lo mismo: uno debería estar dispuesto a cortarle el cuello a su madre antes de declarar una guerra.
Pero eso ya va siendo mucho pensar en la guerra.
En vez de ir a casa, me voy a esa colina enfrente, entre la universidad y mi edificio. Hace tiempo descubrí, sin querer, que hay pocos sentimientos de libertad primaria comparables a estar con botas en una montaña. Hay una parte de mí que sería un preso perfecto, el confinamiento del COVID fue un fin de semana largo para mí, pero hay otra que necesita naturaleza; igual que cualquier ballena, por muy bien que nade, necesita salir a respirar.
Dejo el maletín atrás, en un árbol, y camino un rato hasta encontrar una piedra grande. Me siento. No hay manera de que uno se pueda sentir más en un lugar que sentado en una piedra. No hay manera de que haya algo más Palestina que esta piedra.
Busco, lejos, el balcón de mi casa en el edificio y veo allí una silueta humana, una sombra que me mira. Y no me inquieta. Tal vez porque lo que más me importa de esa casa lo tengo conmigo o porque en verdad sea un reflejo contra el cristal que me engañe o porque quizá sea yo mismo, dislocado en el tiempo, que me miro desde allá.
Cuando vuelvo a mirar ya no está, ya no estoy, y me pongo a escribirte algo de esto y otro tanto de aquello, que nunca leerás, porque hay textos que lo mejor es que sigan siendo sólo para mí y para aquella sombra del balcón.
Si quieres leer más de mis batallitas por Palestina están todas aquí
Me declaro fan de la sección de Palestina 🙌 Leerte es estar ahí, mirando Palestina a través de ti. Me pareció muy bonita la forma en la que hablas de tus alumnos-minerales. Una gran analogía.
Después del viaje de toda una semana (supongo que mi avalancha de likes y comentarios te habrá hecho ver que me ando poniendo al corriente) tiene su gracia acabar en Palestina con este lindo texto. <3