Compañero, ha llegado el día.
Llevo media hora revisando mis notas y no me apetece escribir de nada. De nada. Tengo muchas ideas apuntadas, treinta minutos y no he terminado ni la mitad del archivo, pero he estado mirándolas como se ven pasar las farolas en una autopista.
Así que hoy te vengo desnudo, sin plan ni pretensiones. He visto ese título en la lista, sin nada más debajo, y me ha gustado, así que bajo ese paraguas vamos a hacer algo.
Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
No dejo de apartarle la mirada a la pantalla, como un amante enfadado: «no me puedo creer que me hayas hecho esto». Me dice, o le digo. Así que, mejor, me voy a levantar de aquí, aunque sea en pensamiento, y me voy a ir a la calle.
No sé qué me hace esta agua al pelo. Cada sitio en el que estoy me moldea el peinado al gusto de sus tuberías, aquí me lo deja fijo, un poco al estilo años cuarenta, como con brillantina y cantando: «I don’t want to set the world… on… fire…».
Vistiéndome me doy cuenta de la cantidad de rituales que tengo conmigo mismo, como este ponerme las dos botas primero antes de empezar a anudarlas. Tiene un motivo, pero no me apetece contártelo.
Ahora que salgo de mi piso pienso, como cada día, que parece que vivo en un edificio abandonado. Poblado de esos fantasmas de vecinos que de pronto pasan la aspiradora a las once de la noche o se ponen a raspar con espátula algo en su suelo que es mi techo. Alguna vez he escuchado ese cachetear rítmico y crudo del sexo, supongo que los fantasmas también tienen que divertirse, pero hay algo más ahí. Se aguantan los gemidos dentro, como mordiéndose el labio de pena, vergüenza, culpa o gusto; la anticipación contenida de sonreír en secreto al deseo. O algo así.
Te puedo escribir durante treinta minutos más. Es todo lo que puede durar este juego de la proyección astral fingida, porque sigo aquí, buscándole el perdón en los ojos a mi amante enfadado.
Vivo en un tercer piso, más o menos, y tiene ascensor, más o menos, porque hay veces que está roto y hay veces que no funciona. Ya nunca lo intento, tampoco me molesta caminar.
Salir del edificio me recuerda a un dejar del útero, y me hace gracia. Me hace gracia porque paso tanto tiempo pensando polladas que me parece divertida la vida fuera, tan ajena a mí y mis cosas; eso de que las piedras no saben mi nombre.
Y este monte sería bonito si pudiera dejar de ver la basura. Fantaseo con un día salir y recogerla, para verlo de verdad, aunque sean los diez minutos que tarde en darme la espalda, sin estos restos de arqueología moderna, un poco huérfanos, ahí olvidados.
A dónde vamos ahora.
Una perra callejera me mira con pena. Me gusta pensar que son los perros los que esparcen la basura, inocentemente, al buscar comida. Me resisto a pensar que la gente es tan retrasada. Me mira con pena, digo, los pezones largos y flácidos como la madre de Rómulo, al lado del contenedor de basura, todo desparramado como después de una erupción.
Una vez vi a una muchacha, asustada, que agitaba el bolso como un nunchaku a cuatro metros de uno de estos perros. El perro la miraba más preocupado que hambriento, a punto de dar un salto evolutivo para preguntarle si se encontraba bien, si necesitaba algo.
Así que me acerco a la carretera y la perra huye, los pezones campaneándole abajo como un rebaño de cabras.
Las carreteras en esta parte del mundo parecen peligrosas, igual que le parecen peligrosas las olas al bañista. Pronto uno se da cuenta de que los conductores se preocupan más por los peatones que en Occidente. No sé por qué. Hay un tratado tácito del que yo sólo veo las consecuencias; o sea, que si cruzas, bajen marcha en vez de tocarte la pita, que si te les contoneas en la ciudad o un atasco, como la corriente entre piedras de río, esperen pacientes a que pases. Entonces dejas de ser bañista asustado y te convierte en uno de esos señores extraños, muy verticales, sobre una tabla de paddle surf.
Y llego al otro lado, a este campo de piedras pálidas, inmensas, como bloques caídos de las almenas de Troya, pero sin rastro de Troya, y me dejo sentar en uno de ellos, a pensar en que podría haber sido peor, que, al final, un día es un día y mañana será otro, diferente, que siguen habiendo cosas buenas, pero qué hacer con aquellos ojos negros, y con estos nuevos que me miran, qué pasará en un año y qué me vendrá en dos, cuándo volveré a reírme como entonces, con ellos, qué será de aquel, qué estará haciendo este otro, quizá algún día me perdonará, o cómo terminaré aquello y empezaré lo nuevo, y qué quedará de todo; qué quedará de mí, después.
Ya estaba tardando mucho en llegar este día, Samuel. (Creo yo).
Pero un bloqueo perfectamente salvado, sí señor.
Y mañana, a continuar. 💪🏻💪🏻💪🏻
Ahora tienes que escribir otro sobre porque te pones ambas botas antes de atártelas...