Cuando le digo que no hablo árabe, se quita el auricular y se acerca más el micro a la boca. El micrófono tiene una base cuadrada, sólida, y, ahí, sujetándolo de pie, me recuerda a alguien recogiendo un premio:
—Show me your Palestinian ID.
—I’m not from Palestine.
Agito el pasaporte ante el vidrio para que vea el escudo de España. Hoy no quería escribir de checkpoints, de soldados, ni de esas películas, pero me doy cuenta de que voy a escribir otra vez de esto.
No por la cara de y ahora qué del tipo, ni por la chica que me mira, sentada, mascando chicle sin ganas de estar, sino porque me han parado el tiempo suficiente para que los vea.
Cualquier persona con uniforme es una sombra falsamente homogeneizada; alguien disfrazado de nadie, y sólo basta con que lo mires un poco para que empiecen a aparecer agujeritos de luz que deshagan la ilusión.
Me fijo en ella, en su cargador del fusil. Tiene una pegatina que pone: «Fuck Hamas», pero la u es un trozo de sandía. Él lleva una correa de fusil blanca, algo para nada habitual en el ejército, y, a la altura del hombro, dos palabras en rojo: «Do it».
Hazlo.
Le miro a los ojos pensando si de verdad lo haría, y qué haría entonces después de hacerlo.
Deja el micrófono, se tira de la correa del hazlo y va hacia la puerta. Es la primera vez que veo a un soldado salir y me da pena el resto de gente que ahora tenga que esperar, y perder la guagua, por culpa de no haber nacido palestino.
Cruza una verja. Cruza otra verja. No hay prisa cuando las cosas no importan nada.
Al rato aparece con su antigua o su cabo, no sé, no llevan divisa de empleo. Cruzan una verja. Cruzan otra verja.
Una chica rubia a la que le doy todo lo que soy en papeles, y sonrío al deslumbrarle sin querer la sombra también. Uñas acrílicas, largas, tan rojas que duelen.
Si vered significa rosa en hebreo, cómo se dirá -lía.
Mira el pasaporte y me mira. Mientras, la deslumbro un poco más: un anillo de oro, como con una llamita a lo el logo de Al-Jazeera. Le subo hasta los ojos y me doy cuenta de que ella tampoco saber qué hacer conmigo. Mira el pasaporte y me mira.
No sé si siempre fui indiferente este tipo de situaciones o es un sabor aprendido.
Aunque quizá es sólo porque, si me interroga, me va a dar una historia cojonuda.
(y me va a librar de cinco horas de perseguir niños locos por las clases)
Pero me devuelve el pasaporte con cara de y no lo hagas más.
Bueno, los miranderos se tendrán que conformar con esto. Recojo mi maletín de la cinta y me voy.
En la universidad, los alumnos me suelen preguntar a cada tanto:
—Real Madrid or Barça?
Es largo de explicarles que me da igual futbol; además, no es la respuesta que quieren, así que, cuando les digo Madrid, un alumno siempre le clava el codo a otro, que niega como decepcionado y aparta la vista; o me hace el gesto de 4 – 0, y yo hago como que me enfado.
Pero en el colegio de Jerusalén son niños, y van sin filtro por la vida:
—Israel aw Palestine?
Me dice uno, la barbilla hasta el cielo para poder mirarme, y mi compañera se ríe, roja, sin creerse que me haya preguntado eso. Uno de los dos niños que me miran, expectantes, iba a tenerlo difícil para hacerme 42.000 – 1.200 en un gesto de mano.
Desde la semana pasada tengo cuarenta y cinco minutos libres antes de la última clase y me he dado cuenta de la fumada tan gorda que es que, en mi descanso, pueda ir al Santo Sepulcro o al Muro de las Lamentaciones, y estar.
Así que voy a que las piedras, las verdaderas dueñas y herederas de esta tierra, me hablen. Y hay veces que hablan.
Otras me paro a ver lo que hacen los que hablan, casi siempre con la mejor de las intenciones, en su nombre.
Un sacerdote ortodoxo, barba a juego con la sotana, agarra un cubo y cruza la nave con determinación. Se llega a un candelero o más bien una pecera de la que brotan velas votivas como juncos. Las llamo así, y no cirios, porque te ibas a imaginar esos grandes rojos, y estas velas son finitas y largas, como dedos de fantasma.
El sacerdote, sin remangarse, mete la mano en la pecera de velas y, con una prisa ansiosa que no entiendo, empieza a apartar las ya apagadas. Lo hace con tanta urgencia que hasta siento pena por esos votos todavía encendidos, o como un miedo a que los apague y me de cuenta de que no hay nada que importe en verdad.
De pronto hay algo de albañil en el sacerdote, con toda esa cera acumulada a un lado, como cemento fresco para encofrar. Quizá lo hace con tanta prisa porque quema.
Aparta las velas encendidas a un lado, rápido, sin cuidado, pero ninguna de las cuatro o cinco se apaga, y empieza a meter el resto en el cubo a puñadas. A esto es a lo que hay que sacarle una foto, pienso.
Los sitios a los que voy solo son más míos.
Incluso este lugar, este santo andamio sobre las huellas de aquel que fue, es mío, porque a estos sitios les gustan más los solitarios. La piedra histórica tiene el carácter de un gato callejero, es raro que se le siente encima a alguien, pero seguro que ni se acercará a un grupo que va por ahí voceando.
Fuera, de vuelta al mundo de hoy, unas calles más allá, los fruteros gritan su mercancía:
—Áshara, áshara!
Y no puedo dejar de pensar que algo me estoy perdiendo, porque ningún frutero en España pregona diciendo: «¡diez, diez!», al menos diría euros o kilo, digo yo, no sé.
En el camino de vuelta a casa me doy cuenta de que las modelos publicitarias nunca llevan hiyab.
Mira tú por dónde.
Algún día tendré un amigo y le podré preguntar cosas, pero de momento sigo prefiriendo las piedras.
Si quieres leer más de mis batallitas por Palestina están todas aquí
"Uno de los dos niños que me miran, expectantes, iba a tenerlo difícil para hacerme 42.000 – 1.200 en un gesto de mano."
Esto me dio una cachetada de realidad. Gracias por contarlo todo tan bien Samu. Abracito❣️
Me encantan estos relatos, trasmiten calma.