En vez de santos y fotos de mis (inexistentes) hijos, en mi escritorio tengo retratos de escritores; todos muertos, que es cuando menos decepciona la gente.
Así que líbreme el Señor o Señora que mande en el Parnaso de hablar mierda de Cervantes.
Pero bueno, no voy a hablar de él, sino de un su amigo, porque por la fecha a la que te voy a mandar, el glorioso manco ya estaba a salvo de los áspides de la vida.
Estamos en 1618.
Es verano, pero, ahora que ha caído la noche, corre una brisa suave que, si bien no enfría, tampoco calienta.
Te han despedido de la Basílica de Jesús de Medinaceli con un churrusco de pan y un «buenas noches tengas, querubín» antes de cerrarte la puerta en la cara.
El resto de huerfanitos y pícaros ya se han repartido por las calles; tú, más nuevo en esto de estar solo en la vida, te quedas mirando la piedra de pan que te han dado.
Te ruge el estómago, pero has visto a otros niños hincarle los dientes a eso para terminar dejándolos ahí clavados como púas de cactus.
Y le tienes aprecio a tus dientes.
Te guardas el pan en la faltriquera para cuando el aprecio se te rebaje y deambulas por la zona.
Después del toque de ánimas la ciudad no es un lugar seguro. Y menos esta noche, la última en la corte de varias compañías del Tercio de Saboya, que parten al amanecer al norte de Italia.
Toño te ha dicho que habrá una buena rapiña: muchos duelos de borrachos con pagas recién cobradas. Pagas que rescatar del cuerpo de los vencidos. Pero prefieres no pensar en ello.
Ves salir, entonces, de una de las ventanas un chorro de luz, único en la calle y en todas las que has cruzado. Ha de ser más de medianoche y, sin embargo, al acercarte al cristal, ves a un hombre maduro, picando los sesenta, que, junto a la ventana, escribe sin descanso.
Probablemente seas el único huérfano de la corte que sepa leer pues, tu difunto padre, escribano, te enseñó antes de pasar a mejor vida. Desde entonces, no habías vuelto a ver un libro, así que, como si leer fuera un beso de tu amado padre, te pegas al cristal para alcanzar a ver lo que aquel señor escribe.
Ha de ser una comedia o un drama, pues ante cada párrafo aparece un nombre en mayúsculas.
El escritor detiene la pluma.
Crees que te ha visto, pero sólo se lleva una mano a las guías del bigote y lo curva, meditativo. Está en mitad del parlamento de un personaje y se ha detenido en la palabra envidia.
Entonces, echa mano a un tomo que podría lisiar a una mula de carga, lo hojea y cae sobre un índice rotulado con aquella misma palabra: envidia.
En el centro hay un grabado de una serpiente que muerde su propia cola, más abajo el dibujo de un escorpión.
Todo lo que Dios no te ha dado de suerte, te lo ha dado de vista: ves cómo el hombre recorre con el índice nombres que vagamente te suenan. Una tal Aracne, Sócrates, Aristóteles… Y, al fin, el dedo se detiene sobre Ovidio.
—La cosecha es siempre más abundante en los campos ajenos, y el rebaño del vecino tiene siempre ubres más grandes —lee en alto.
Cierra el volumen de un golpe que te hace dar un respingo y, automáticamente, agarra la pluma para continuar aquel parlamento:
que bien sabes que con lengua de escorpión pintan la envidia, y que si Ovidio supiera qué era servir, no en los campos, no en las montañas desiertas pintara su escura casa, que aquí habita y aquí reina.
No puedes contener una admiración.
Es así como, por fin, el escritor repara en ti. Te mira y curva el bigote. Hace un gesto con la mano hacia la ventana, sin agresividad, sólo como si espantara una mosca.
Te vas entonces pensando en aquellos versos y en el libro mágico del escritor hasta que algo te llama a la supervivencia: sonido de aceros más adelante y la bulla de la soldadesca.
El libro mágico
Pues ese era el ChatGPT de nuestros antiguos.
Todos los autores que admiras del Siglo de Oro tenían una o varias de estas polianteas. Una especie de enciclopedia con citas cultas, proverbios, claves de literatura clásica y medieval, mitología, historia… Todas ordenadas por categorías temáticas.
Así, cuando un autor quería pegárselas de erudito delante del lector, echaba un ojo al índice de lo que tocara y se marcaba una cita de Hipólito que te dejaba con la ropa interior en achiquen aguas.
Yo, igual que todos, tengo mi opinión personalísima sobre la inteligencia artificial aplicada a la escritura; que es esta, ya que me preguntas:
Es de flojo, deshonesto y desleal para con la literatura hacer pasar por propio un texto autogenerado.
Y esto aplica a la literatura, a la no ficción, al periodismo, papers y a lo que te de la gana que incluya creatividad y escritura (y seas tan ratón como para delegarlo a una IA).
Ahora bien, como herramienta de documentación, me parece una poliantea muy grande (y aún imperfecta, que la caga o te cita cosas inventadas a cada tanto).
Pero mola más cuando las referencias y la intertextualidad de tu texto genuinamente parten de tu propia experiencia en la literatura y de tu desarrollo cultural.
No sólo para subirte las gafitas y carraspear literariamente, sino porque es mucho más orgánico y personal: construye tu voz y da sentido a tu universo literario.
Si siempre tiraras de poliantea, tu mundo literario sería inconsistente y repetitivo.
Se les notaba a los autores clásicos que abusaban de poliantea y se les nota a los modernos.
Entonces,
Truquito para hacer un universo literario propio superconsistente que te regala tu amigo y vecino Samu
Cuando leo, no subrayo.
No es tanto porque sea de esas personas que les duele pintar un libro, que también, sino porque:
Copio el fragmento que me gusta.
Ya te he dicho que me gusta archivar cosas, pues con esto creo que empecé hace unos doce años y, como curiosidad, la primera entrada fue:
«Se está muriendo con la misma torpeza y falta de gracia con que los humanos mueren en este siglo. Se está muriendo de viejo».
—Anne Rice, Entrevista con el Vampiro.
Fíjate tú.
Ya no tengo ese libro, ni otros muchos, pero sigo teniendo lo que «subrayé» cuando lo leí.
Además de que, como lector, sea una manera de volver cuando quieras a los momentos wow de los textos que has leído; como escritor, es una manera de crearte tu propia poliantea y, con darle a Ctrl+F, no necesitas ni tenerlo todo organizado por temas.
Vamos a hacer la prueba con el ejemplo de envidia:
«Nada hay verdaderamente digno de envidia, ¡y cuántos merecen lástima!».
—Arthur Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte.
O
«Cuando un verdadero genio se empeña en subir a la gloria, la envidia le proporciona escaleras».
—Benito Pérez Galdós, La desheredada.
Y ahora si quieres coges la idea de lástima, la idea de la escalera y te creas una escena con una imagen asimétrica de arriba/abajo entre personajes, la metes en tu texto y queda divinamente.
Todo desde el salón de tu casa sin que necesitemos la supervisión de papá IA para utilizar herramientas afiladas.
Va, hoy no te pido que le des a me gusta, que es domingo y es pecado hacer cosas.
¡Besitos volados, hasta mañana!
Si algún día te quedas sin correo antes que sin café:
Ños te hiciste un clickbait! Jajaja