Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
Se lleva el cigarro a los labios, sin carmín, y lo muerde una y dos veces. Las cápsulas del filtro estallan y, mientras lo enciende —las cejas bajas, juntas, en un rezo callado al fuego y el viento—, me pregunto si he visto a alguien hacer eso, así, antes.
Sin poder justificármelo, me viene a la cabeza N., y sonrío.
Una vez te hablé de algunas cosas objetivas de esta tierra. Quizá se me olvidó nombrar la más objetiva de todas: el tráfico da ganas de colgarse de un pino.
Así que estamos atrapados en el tráfico, con prisa (yo) y cuarenta grados (el mundo), comunicándonos todos dentro del guaxi con resoplidos, queriendo hermanarnos así en sufrir las velas del coche pegadas al palo mayor, lacias, flácidas, con ese derrumbe de presente que es estar encallado en un atasco.
La gente empieza a bajarse, alguno con miradas crueles al conductor, como si fuera todo culpa suya y forzarles a sostenerse sobre las piernas sea un agravio imperdonable. Me quito la americana y la doblo a un lado. En algún momento, el conductor gira para buscar un atajo, avanzamos a trompicones y gira de nuevo, en dirección contraria a donde tengo que ir.
Hay veces que los conductores deciden que no merece la pena terminar la ruta, que el que no se ha escondido, tiempo ha tenido, y que es mejor volver a por otra remesa de no usadores de piernas. Le pregunto si vamos a ir a Qalandiya, pero mi árabe me delata y el único pasajero que queda aparte de mí, sentado junto al conductor, mira hacia atrás:
—Are you going to Jerusalem? —Asiento—. Stay with us.
Me pregunta de dónde soy, y me cambio a la segunda fila, entre el conductor y él, para poder mirarlo y que me mire. Estará llegando sin llegar a los sesenta, todavía más castaño que cano el pelo, excepto el bigote.
Sonríe, y creo que ya no dejaría de hacerlo.
Me dice que se llama N., yo que me llamo Samuel. Me dice que tiene una tienda en el distrito cristiano de la Ciudad Antigua, le digo que soy profesor en la uni de Birzeit. Eso le gusta, porque se lo traduce al conductor, que asiente sin ganas. No sé si porque ya lo hubiera entendido o porque no le importara entenderlo.
Le cuento que no, no hablo árabe, que estoy aprendiendo y que intento memorizar tres palabras al día. Le pido que me diga una. Piensa y me da dos:
—Esh yahellu!
Me dice que es otra forma de saludar, de preguntar cómo estás:
—It’s like… «how are you, sweet man», or something like that.
Seguimos hablando hasta el final de la ruta, nos bajamos y andamos juntos, pero, cuando voy a girar hacia la entrada para cruzar el checkpoint a pie, me dice que él suele intentar cruzarlo en un coche primero.
—Pero no le puedes preguntar a una mujer si te lleva.
—Claro, claro… —digo.
Esquivamos el coche de una chica, el de otra y llegamos al de un chico. Sólo lo miramos a través de la ventanilla, casi cabeza con cabeza N. y yo, como huérfanos que vendieran cerillas en invierno para pagarse el cuenco de sopa en la parroquia. Nos encuentra la mirada y asiente mucho.
Entramos y, en lo que tardo en llegar al asiento sin sillita de bebé, N. ya está riéndose con M.:
—¡Somos familia! —me dice.
Es el hermano de una de sus (muchas, seis) nueras. Le dice con un brillo de orgullo, como si yo fuera parte de su hacienda, que soy profesor en Birzeit. Se revuelve en el asiento para mirarme:
—Dile la palabra que te enseñé.
—Esh ya… No me acuerdo.
—¿No la apuntaste? Pues míralo, míralo. No te la voy a repetir.
Es un profesor severo este N., pero reviso el móvil y la digo.
Hablamos hasta llegar a la barrera, ahí se le apagan un tanto las sonrisas; me dicen que prepare el pasaporte y la visa. Les digo que no tengo visa. Se giran muy despacio hasta mirarme. Les explico que no necesito visa, que tengo un pasaporte especial, y eso contribuye al orgullo adoptivo de N.
El policía nos hace un gesto y M. arranca.
La primera bocanada de humo me devuelve a la mesa del bar y echo mano de la pinta para beber. Hay algo tibiamente revolucionario en encenderse un cigarro en Shabbat, en que un bar esté abierto, en beber, en decir Palestina en una terraza y que haya ojos que se abran, como despertando de un sueño o recordando algo maldito.
Pasa un pibe a nuestro lado con camiseta, vaqueros y un fusil a la espalda. No pasará, si pasa, mucho más allá de los veinte, pero por cómo tiene el holográfico asegurado al cuerpo del fusil, sé que sabe lo que hace. O que está en una unidad donde saben lo que hacen, y le dicen cómo hacerlo.
Vuelvo a beber.
En el coche ya estamos en familia, así que, mientras esperamos a que se abra la barrera, practico mi lectura en árabe con el cartel del checkpoint. Al-Quds, esa palabra la conozco, pero hay otra que no. Le pregunto a M. qué significa.
—Es la palabra que usan ellos, dicen que es el nombre más antiguo de Jerusalén, pero es mentira, porque nosotros estábamos antes.
El policía que dejamos atrás tenía un parche en el chaleco de la bandera de Israel en negro, como su uniforme. Al lado, un parche de la calavera de The Punisher.
M. nos acerca a la parada de guagua y nos despedimos. Nunca he bendecido a tanta gente como viviendo aquí. Que Dios te bendiga, que Dios bendiga tus manos, que Dios te haga feliz… Hay algo entrañable y significativo en todo esto, aunque mi dios sea una metáfora y el suyo no.
—Jerusalén es una ciudad hermosa —dice ella después de otra calada, cuando vuelvo a apoyar la cerveza—. Lo único malo es la gente. Toda. De los dos bandos.
Quizá tenga razón, pero hay una verdad que no puedo negarme: entre palestinos me siento en casa, no he hecho nada para que así sea, pero así es. Entre israelíes me siento ofendiendo a alguien permanentemente, o a punto de romper algo, al menos.
Y, aun así:
—No, lo único bueno de Jerusalén es la gente —digo—. Toda.
Muchas veces no entiendo la cultura árabe, muchas veces hago cosas que no debería, pero esto otro es diferente. Es como estar bajo acecho o sospecha. Y, aun así. Creo que, paradójicamente, en su día a día los israelíes están mucho más asustados que los palestinos.
Alguien estruja una botella en la guagua y un niño salta en su asiento. Mira por la ventana espantado, yo lo miro a él, para terminar de entender esto último que te he dicho.
—Hay un actor muy famoso —me dice entonces N., aguantándose ya la risa bajo el bigote— que quiso una vez ser profesor, pero lo rechazaron, y dijo: no sé por qué, porque para ser profesor no hace falta más que saber leer y escribir.
Y nos reímos. Después del atasco en Ramallah, cruzar con M. y media hora en esta guagua, se ha ganado el derecho de picarme si quiere. O de intentarlo, porque tiene algo de razón:
—En España hay un dicho: «el que sabe, sabe; el que no, enseña».
Le hace mucha gracia, tanto, que saca el móvil, pero no sabe dónde apuntarlo, así que abre WhatsApp y me lo escribe:
«الكسابه سابه الكنو انسينيا »
Al llegar a la Puerta de Damasco, nos despedimos con un abrazo, y ya tengo otra excusa para no dejar de venir a Jerusalén.
La excusa de hoy es la graduación del colegio al que solía venir a dar clases. Llego tarde, porque me encontré con alguien y terminamos en aquel bar que te decía, uno de los pocos abiertos en Shabbat.
Al entrar, me saludan los alumnos desde las gradas y me siento a un lado. Miro al escenario. Están todas las alumnas con esas togas negras de graduación, con la bandera roja y amarilla tejida a ellas como una estola.
A un lado del estrado, una bandera de España y otra de Palestina.
Sé que esto no significa nada para ti, pero «Palestina» es una palabra que ni siquiera se puede decir en la calle en Israel. Imagínate lo que significa poner una bandera en el estrado de un acto público.
La verdad, me gustó ver la bandera de mi país al lado de un insulto.
Salen los niños de segundo grado a hacer un baile, y una madre con hiyab en el público se pone de pie para saludar.
La niña del frente sonríe, con algo más de la mitad de dientes en pie, y saluda mucho.
Si quieres leer más de mis batallitas por Palestina, están todas aquí
Hay historias que uno no lee, sino que habita. La tuya es una de ellas. Ese cigarro sin carmín, ese “Esh yahellu” como contraseña compartida, ese guaxi detenido en el calor y la ternura: todo resuena como una plegaria laica en medio del tráfico.
Me has recordado que a veces no entendemos del todo la lengua, ni el lugar, ni el miedo… pero sí entendemos una mirada, una risa compartida, una bendición sin dogma.
Gracias por escribir desde donde duele y desde donde nace la esperanza. Te leemos.
Me da a mí que ese Dios metafórico tuyo no es tan metafórico, si repartes amor en su nombre... 😌
Estos relatos me dejan siempre una mezcla preciosa de aromas por dentro. 🙏