Hace unas semanas te conté, en mi Guía para perder la cabeza, que me he especializado en la reubicación selectiva de mosquitos.
Lo que significa que, con un vaso y un folio, invito a los mosquitos a hacer sus vidas, en libertad, fuera de mi puta casa.
Todo tiene que ver con no querer matarlos, pero, ahora mismo, hay en mi cuarto al menos siete mosquitos, y yo te escribo debajo de la manta, tapado hasta la cabeza, desde el móvil.
Pls, send help.
Pero el coronel Aureliano Buendía no estaba aún delante del pelotón de fusilamiento. Todavía tenía que conocer el hielo.
Así que ahí estoy yo, escribiendo uno de los capítulos finales de Tierra en las uñas, cuando aparece un mosquito.
Nada nuevo.
Vaso, papel, lo llevo al balcón, abro la mosquitera rápido y para fuera. Cierro la mosquitera.
Y vuelvo a escribir:
Parecía que los ojos le hubieran caído de la noche, que se le hubieran estampado en la cara, todavía hirviendo, y le hubiesen dejado esas cuencas pardas en la...
Otro mosquito.
—Pero qué coño…
Bueno. Vaso, papel, lo llevo al balcón, abro la mosquitera rápido y para fuera. Cierro la mosquitera.
Y vuelvo a escribir:
Cuando el capitán escuchó los primeros cascos en la noche, mandó descanso y las voces de los granaderos se fueron apagando. Le habían dicho que…
Otro mosquito.
—Pero ¡cómo!
Para que te hagas una idea, desde aquella vez que te conté mi película con los mosquitos, tengo la casa cerrada como una tumba, no tiene sentido que haya de pronto tantos. Pues miro al techo, espero un poquito, que esto funciona como lo de ver hormigas, y empiezo a ver dos, tres, cuatro…
—No me jodas.
Así que tuve una idea genial. En vez de un vaso, coger cuatro, capturarlos a todos, dejarlos atrapados hasta que terminara de escribir y luego soltarlos a todos juntos.
Cuando capturé al primero y lo dejé en la mesa, buscando una salida dentro del vaso dado la vuelta, ya me empecé a sentir como que igual un poco de tortura psicológica sí que iba a ser.
Pero de verdad es imposible escribir parando a cada cinco minutos para todo este tinglado, así que nada: atrapo a los cuatro, pongo los vasos juntos, en un intento de darles alguna compañía (aunque, si lo piensas, es todavía más creepy), y sigo escribiendo.
Al cabo de un par de horas, termino y, cuando los voy a liberar, están apoyaditos en la madera, muy quietos, y me los imagino todos traumatizados pa’l coño.
No sé cuánto serán un par de horas en años mosquitos.
Bueno, los suelto y ya es supertarde, así que me voy a mi cuarto; otra habitación diferente a donde escribo. Enciendo la luz y no tardo en ver ooootra vez, esperando para el festín, al menos cuatro mosquitos.
Mismo procedimiento: prisión preventiva para todos.
Pero, cuando levanto la vista, veo a otros tres.
Y empiezo a caer en que hay virtualmente mosquitos infinitos en el mundo y estoy yo, en mi casa, como en un puto arcade donde no dejo de desbloquear más niveles: ahora aparecen de dos en dos, ahora son más listos, ahora esquivan y contraatacan...
Pienso que, claro, estos hijos de puta no se quieren ir de aquí porque mi casa ha de ser la Sodoma y Gomorra mosquitera, con el humano imbécil, que no los mata, al frente de la ciudad; que se han estado montando aquí, estos días, una orgía legendaria y habrán nacido todos, incestuosos depravados, ya en mi casa y no saben más que follar por el día y comerme por la noche.
Y están determinados a luchar por ese paraíso terrenal.
Así que me rindo, porque es tardísimo y trabajo mañana. Me voy a dormir dejando que los tres libres me fusilen y los cuatro cautivos sufran que esté ya demasiado cansado para dar tantos viajes al balcón.
Cuando me despierto, voy a liberar a los desgraciados y alguno hay que revolotea como loco en cuanto muevo el vaso, pero otro apenas se mueve ni al tantearlo con el papel, como si estuviera profundamente hasta la polla, loco perdido, y dijera: ahora, ya, qué.
El último está muerto, hecho una bolita en medio del vaso.
Así me doy cuenta de que soy un tirano, que probablemente esto es mucho peor que simplemente matarlos: una cadena perpetua sin entender esa barrera mágica impenetrable que te mantiene, a escala humana, contenido en diez metros cuadrados.
Peor, porque en una cadena perpetua tú sabes que has hecho un mal punible, el mal de estos desgraciados es querer follar y comer.
Tomo el vaso y veo que en las paredes hay dos gotitas de sangre, en diferentes puntos. Este pobre diablo se reventó contra el cristal hasta morir. Eso y colares mata mosquitos por la hendidura del vaso es lo mismo.
Debería llamarme Herr Samüel.
Así que capturo a los tres con suerte de anoche (es infinitamente más fácil pillar a un mosquito de día que de noche, por cierto) y los saco al balcón, algo apenado.
Bromas aparte, sin buscar humanizarlos ni tener ni idea de cómo de complejo o simple es el cerebro de estas moscas con escape trucado, e independiente de matarlos o no, me pregunto qué percepción podrían tener de todo esto.
El extraño ser que convierte en estatuas de sal a sus parientes, el que los expulsó del paraíso, el que les niega el pan.
Y esto conecta con una conversación que tuve ayer por Notes (como el Twitter de los que escribimos en Substack) sobre el sufrimiento detrás del deseo.
El deseo no sólo genera sufrimiento por mantenerte renovando esa espiral de desear, inconscientemente, tan pronto como satisfaces tu deseo, sino que, muchas veces, para que tú consigas cumplir tu deseo, tienes que hacer miserable a otro, hacer que él no cumpla el suyo.
Si, como hoy, quieres llegar a ser presidente de los Estados Unidos, tienes que hacer desdichado a otro candidato, y a todo un partido, y a la mitad de una nación. Si quieres dormir tranquilo, tienes que privarle de comer a mil mosquitos.
Está complicado este asunto del bien.
Sé que es natural, que es como se ha desarrollado la vida en este mundo: comiendo y evitando ser comido, pero, quizá, el fin de los tiempos se parezca a un grupo de seres, sentados en rocas, dejándose consumir por la inacción, sabiendo que con ellos termina el sufrimiento del Universo.
No sé, ya veremos.
Lo que es a ti, te libero de mi vaso mirandero hasta mañana,
¡Besitos volados!
Me hiciste reír muchísimo. Obvio fui a ver la historia completa de por qué diablos no matas mosquitos (o mosquitas, como bien identificas). ¿Sabías que son el animal más mortífero del planeta Tierra? Casi un millón de humanos muertos por su causa al año. Seguido de las serpientes y en tercer lugar, los perros: el "mejor amigo" del hombre. Punto para mis animales consentidos, los tiburones.
Después de saber este dato, como que el cargo de conciencia por matarlos me es menor porque pienso que quizá estoy ayudando a otro ser humano.
También, tengo unos compañeros gatunos que se dedican de hacer que la naturaleza siga su ciclo y los matan cada vez que pueden.
En cuanto a esto de la tortura, tu reflexión me recordó a "Consider the Lobster" de David Foster Wallace. ¿Lo has leído? Todo lo que dice sobre el dolor me recordó a esto.