Capítulo I
En la calle Lawrence con Avalon
En la calle Lawrence con Avalon hay un rótulo que nunca termina de encenderse. Un carel simple, letras rojas sobre blanco, donde la pedrada de un borracho, o algún acreedor rencoroso, pese a desbaratar las conexiones eléctricas, no ha alcanzado a entorpecer la lectura del «Afectados crónicos por la magia», aunque sí el número de teléfono bajo él.
Titila el cartel luminoso con unos espasmos todavía casi imperceptibles; el sol aún no se ha puesto del todo. Calle abajo un sombrero se acerca. Un sombrero flexible de mujer, ala muy ancha, quizá algo impropio ya para el otoño. Su dueña lo pinza con una mano enguantada, blanca, más incluso que el sombrero, mientras con la otra revisa el recorte publicitario de un periódico.
Levanta la vista.
Las farolas apenas empiezan a calentar sus resistencias, pero es suficiente para que esa ala ancha le oculte en sombras la cara. Una ligera sorpresa la hace separar los labios; sólo ella escucha el carmín despegarse. Guarda el papel y su taconeo continúa la subida de la calle. Aparece entonces el cuello en pico de un vestido claro, con puntos azules, y ceñido por un cinto rojo. Al fin, los tacones se paran ante el escaparate, y lee la caligrafía suave en el vídrio:
Daños y perjuicios mágicos
Sin provisión de fondos
Suena una campana con la puerta, pero no llama la atención de la secretaria, esa que se veía ya al otro lado del escaparate teclear en su Smith-Corona. Una segunda campanada, más ligera, y la secretaria le da a la palanca de su máquina para seguir martilleando el papel.
—¡Jesús!
La mujer se lleva una mano a la boca y el guante queda manchado en carmín. Frente a ella, al otro lado de una mesa más grande que la de la secretaria, un gorila en traje la mira sobre unas gafas diminutas de lectura.
—Lo siento, eso ha sido muy grosero —dice ella mientras baja la vista y oculta el rubor.
—No tiene importancia.
El gorila deja las gafas a un lado y se levanta, bien erguido, no encorvado como los que ella misma había visto en el zoológico. La invita con un gesto lento a que tome asiento frente a él:
—Mi nombre es Milton Miller, ¿en qué podemos ayudarle, señorita?
—Soy… —Se detiene a mitad de pasillo, con la secretaria justo a la izquierda—. ¿Le importa si no le digo mi nombre?
—No, claro, faltaría más. Aunque, si formalizamos un contrato… En cualquier caso, tome asiento, por favor.
Otra campanilla de la Smith-Corona y renovado martilleo de tipos contra el papel.
La mujer elige la silla de la derecha para peinarse la falda y sentarse, muy en el borde, como si no pretendiera estar demasiado ahí. Milton no la mira durante su silencio, finge que ordena unos papeles hasta que habla.
—La… Mi marido me regaló por mi cumpleaños uno de esos rizadores que se calientan por flujo mágico… El doctor me ha dicho que… —No puede contener más los sollozos y rompe a llorar, la cabeza gacha, oculta tras el sombrero.
Milton abre un cajón con el meñique y le coloca una caja de pañuelos delante. La mujer coge varios en un movimiento rápido, ya interiorizado, demasiado repetido en los últimos días, pero sigue llorando.
Milton carraspea, suave:
—La exposición al flujo de magia en los que somos demasiado sensibles a ella puede y, tristemente, suele tener efectos desafortunados en nosotros. Sin embargo, en la mayoría de casos los trastornos no son permanentes, ¿cuánto lleva usted…?
—¡Ocho meses! —grita como un náufrago para volver a sollozar.
Salta la campanilla de la Smith-Corona.
Sin ningún sentido, Milton piensa que, si Ed le hubiera hecho caso, si se hubieran comprado trajes de color en vez de estos negros, de funeraria, a mitad de precio, la mujer no lloraría tanto. Tantea el escritorio con esas manos gigantes como si estuviera estirando una sábana. Al fin, cruza los dedos y se inclina un tanto hacia ella:
—Lamento decirle que una afección de más de seis meses se considera crónica. Es muy poco probable que revierta.
—¡Lo sé! —De nuevo la ahogada en la tormenta—. ¡Bien sabe Dios que lo sé!
—Señora, entiendo demasiado bien por lo que está pasando. Yo llevo con esta forma casi desde que se construyó el primer molino mágico… Paradójico, ¿eh?
Suena el din de la Smith-Corona.
Por fin, la mujer levanta la cabeza para mirar aquel gorila de sonrisa estúpida. Bajo las sombras, sólo se le ven los labios rojos en una mueca confusa.
—Digo, paradójico porque la magia fluye gracias a esos grandes molinos, yo me apellido Miller.
Pero no hay reacción al chiste. Por lo menos, eso la ha hecho dejar de llorar.
—El caso, que van a hacer diez años con este aspecto, y le puedo decir que no es el fin del mundo. Más cuando le consigamos la compensación económica que merece.
—¿De cuánto es la…? En su anuncio no dicen cantidad y nadie en el hospital ha querido decirme cuánto podría…
—El subsidio depende del tipo de afección: estética, psicológica, motriz, funcional… ¿Sería tan amable de contarme de qué se trata la suya?
Cómodo por haber llegado a la parte de la conversación que domina, Milton se reclina en el gran sillón remendado y rechina, tan amenazante, que se fuerza en volver rápido a la posición anterior. Sin embargo, la mujer no se decide. Manosea el pañuelo arrugado hasta que al fin, con una espiración de coraje, se lleva las manos al sombrero y despeja lentamente la oscuridad de su rostro.
A Milton se le abre la boca.
Hasta llegan a vérsele los colmillos, no por la sorpresa de la deformidad esperada, sino por ver desvelarse, poco a poco, el rostro de una mujer treméndamente hermosa. Tirabuzones azabaches y brillantes, una nariz ligera, ojos de un azul ártico… Entonces, como quien decide de pronto arrancarse una tirita de golpe, la mujer descubre la frente y Milton cierra la boca. Coloca sus gafitas a un lado, alineadas con los papeles.
Como una diadema, la mujer tiene la frente sembrada de cabezas en miniatura; rostros del tamaño de una moneda de veinticinco centavos que se mueven y, probablemente, incluso hablarían si no estuvieran silenciadas con esparadrapo a conciencia. Están grotescamente amontonados como un brote extremo de acné.
Suena la campana de la Smith-Corona.
La mujer echa una mano temblorosa al bolso y saca un cigarrillo. Milton se apresura en ofrecerle fuego y, con la misma llama, se enciende uno de sus puros; mucho más pequeño en sus manos que el cigarro en las de ella.
Fuman en silencio, y las cabezas minúsculas de la frente se retuercen para toser bajo el esparadrapo.
—Tal vez podamos conseguir cincuenta mil —La mujer abre bien los ojos, y apenas los cierra un tanto mientras fuma, en silencio—. Una buena casa en la ciudad, un Chevrolet, tal vez dos, unas vacaciones en Europa...
—¿Y su minuta?
Milton señala con el puro al cristal del escaparate:
—Sin provisión de fondos. Usted no paga nada hasta que le consigamos su compensación; sólo después, nos correspondería un treinta por ciento del total. Bruto. Aun con eso, le daría de sobra para la casa, el coche y las vacaciones.
Por primera vez, la mujer sonríe.
También Milton, satisfecho, hasta que le ve un líquido espeso y blanco correrle nariz abajo. Una parte de su frente, hasta ahora firme, empieza a borbotar y la piel se estira y se contrae hasta verse una pequeña nariz y boca agonizantes al otro lado, tratando de salir a la fuerza. Pero la mujer se ha quedado mirando al vacío, aún con aquella sonrisa, calculando, tal vez, cómo administrará la compensación.
La piel estalla por fin y un rostro amorfo emerge de la sangre y el pus chillando:
—¡Dime que me quieres! ¡Dime que me quieres! ¡Dime que me quieres!
La mujer grita, da un salto y se le vacía el bolso por el suelo al caer.
—¡No se preocupe, señora! ¡No se…!
—¡Dime que me quieres! ¡Dime que me quieres! ¡Dime que me quieres!
La cabeza no deja de chillar y la mujer, de rodillas, busca desesperada el esparadrapo entre sus cosas hasta que se encuentra de frente con un zapato de mujer. Levanta la vista y ve a la secretaria rubia, joven, aunque con el mismo tedio en la cara que mientras mecanografiaba.
—¡Dime que me quieres! ¡Dime que me q…!
La secretaria le aprieta con fuerza el esparadrapo contra el recién nacido. Se lleva el rollo a la boca, muerde y le pone otro pedazo más encima. Le deja el resto de esparadrapo en la palma y vuelve a su mesa para teclear.
—Gracias, Susy —dice Milton forzándose a mantener la sonrisa.
Suena la campanilla de la Smith-Corona.
Toda la prisa se le acaba. La mujer recoge ahora sus cosas del suelo despacio, como arrastrando un luto pesado en cada movimiento.
—Tranquila, la ciencia avanza, en unos años…
—En unos años me compraré una radio. Alguien habrá tenido la idea de ponerle flujo mágico, y me saldrán medusas de las orejas o se me hará escarcha la piel o me haré invisible. No, Mr. Miller. No me voy a comprar ningún Chevrolet ni una casa en la ciudad: voy a tomar ese dinero y me voy a ir a una granja antes de que termine de convertirme en un engendro de circo.
Con aquello, vuelve a sentarse y se cala de nuevo el sombrero.
—¿Tenemos un acuerdo, entonces? —Milton ofrece su dedo índice y la mujer lo estrecha como en un apretón de manos.
—¿No le da miedo quedarse en la ciudad? —dice ella, sin apartar la vista del dedo inmenso que estrecha—. Dicen que hasta el alumbrado público va a ser de flujo mágico.
—No me asusta la magia, señora —Sonríe y los colmillos amarillentos sobresalen de los labios—. Y menos desde que en la prensa nos han empezado a llamar cazamagos. Ahora, uno tiene una imagen que mantener.
La campanilla de la Smith-Corona suena y Susy hace gruñir rápido al rodillo para que escupa el folio terminado.
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