Esta historia continúa:
Este es el segundo capítulo de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo II
Conejillos cazamagos
Encontrar la Facultad de Artes e Ingenierías Mágicas es tan fácil como seguir al grueso de estudiantes del campus. Publicitada como la profesión del futuro, con una demanda en el mercado imposible de cubrir aun con sueldos obscenos para posiciones junior, los niños ya no quieren ser astronautas, sino magos.
Frente a la facultad, hay un hombre y un gorila, ambos con trajes negros: él, acodado en un puesto de perritos; la bestia, incómoda, cruzados los brazos, enormes, sobre el pecho.
—Esos chavales se piensan que eres la rana de biología —dice Edwin—, que estás esperando tu turno para entrar y que te abran en canal —Se gira hacia el vendedor—. ¿Seguro que no utiliza calentadores mágicos, verdad, maestro?
El vendedor, los ojos tan caídos como los mofletes de bulldog inglés, con una mueca de desidia permanente, se quita el gorrito de papel y, entre el cabello, le crece una cresta roja de reptil:
—Me juego la salud a que no, joven —dice y vuelve a taparla con aquel gorro.
Edwin se rebusca en el bolsillo de la chaqueta y, junto a los treinta centavos de los perritos, le deja una tarjeta de Afectados crónicos por la magia S.L.. El cocinero se rasca la falta de afeitado con el dorso de las uñas. Lee y termina con un golpe de risa, burlesco, aunque, como en un descuido desinteresado, se deja caer la tarjeta en el bolsillo del mandil.
—Ayer, con la clienta de los homúnculos en la frente, de verdad que otro traje habría marcado la diferencia. A ti te da igual porque pareces normal, pero ese tipo de detalles ayudan.
Su compañero le pasa un perrito y Milton se lo come de dos bocados, abstraído, sin dejar de alternar la vista entre el emblema de cinco aspas de molino, en la facultad, y los estudiantes, que le clavan la mirada y ríen murmullos sin ningún pudor al entrar.
—Los que «parecemos normales» somos los que más jodidos estamos, mira a Susy si no —Le da el primer bocado y se llena el bigote de mostaza y kétchup—. Eres un puto gorila, a nadie le importa una mierda el color de tu traje. Pero mira.
Con la mano libre, Ed se tantea los bolsillos hasta que encuentra en el pantalón lo que busca.
—Te va a gustar —dice con la boca llena.
Le da lo que parece un botón, minúsculo en la palma del gorila. Milton echa mano a las gafas y se acerca la pieza: es un pin gris, opaco, para el ojal del traje. La insignia es un guantelete que aprieta una corriente o un puñado de rayos.
—Los he mandado a hacer —Cabecea hacia el emblema de la facultad—. Si ellos tienen uno, nosotros necesitamos otro. Es un guantelete, estruja un flujo de magia.
—Sí, lo he entendido al verlo.
—Este es el tuyo.
Es uno el doble o triple de grande y, en vez de un guantelete, representa un brazo de gorila. Sonríe y suelta un golpe de carcajada:
—¿De qué están hechos? —Milton mira a Ed un segundo sobre las gafas antes de quitárselas.
—De plomo, dicen que protege del flujo de magia.
—Últimamente dicen muchas cosas del plomo. Dicen que es tóxico para la salud.
—Bueno, no sé tú, pero prefiero que me salga una úlcera, por el plomo, a un brazo del culo por la magia.
—Touché —dice Milton terminando de ponerse el pin.
Ed se fuerza a apurar el último bocado del perrito y se limpia con la manga del traje. Mastica con dificultad:
—Ahí está —dice a carrillos llenos.
Baja las escalaras de la facultad un hombre, casi el único que va contra la corriente de estudiantes, y ambos se dirigen hacia él. El traje, más que la edad, lo delata como profesor; un traje casi verdoso, como un macerado de musgo y paja. Al ver que el gorila se acerca, los estudiantes aprietan el paso para alejarse de allí; sin embargo, en cuanto el hombre los ve, se detiene, a los pies de la escalera, con el peso de un maletín doblándole la figura.
Espera.
El gesto, más abatido que impaciente. A medida que se acercan son más obvias las ojeras tras la pasta negra de las gafas. No parece un adulto, sino un joven muy envejecido.
—¿Profesor Wilson Bright? —dice Milton, extendiendo la mano.
Tras el apretón, el profesor queda esperando otro de Ed, pero levanta las manos en un gesto cauto y niega con una sonrisa. Dice, sólo con los labios: «mejor no».
—Milton Miller y Edwin Cox, somos cobradores de reclamaciones mágicas.
El profesor mira un segundo los emblemas del ojal y habla repartiendo la vista sin verlos, mecánicamente, entre el hombre y el gorila, como si aún estuviera en clase:
—Es un placer, pero no tengo ninguna relación con compañías mágicas y, créanme, los primeros decepcionados son mis alumnos. Sólo enseño Procesamiento de Flujo I y Fundamentos de Compatibilidad Electromágica —Levanta algo el maletín en un vago amago de señalar a sus espaldas—, asignatura, por cierto, para la que tengo que ir hasta aquel edificio de allá.
—Sin problema, profesor Bright —dice Ed—, le acompañamos.
—De verdad, dudo que pueda ayudarles en algo.
—Insistimos, insistimos —Ed adelanta la mano para acompañarle la espalda e iniciar el camino, pero se detiene a mitad de movimiento y sólo sonríe.
Al otro lado de la ciudad, el moño alto de Susy, rubio, nido de algún pájaro Miguel Ángel, sube la calle Lawrence con una blusa blanca de ligeras hombreras en pico. En la mano, una chocolatina que, al llevarse a la boca, cruje el barquillo con un escalofrío que casi la obliga a detenerse.
Bailaría ahí mismo, si fuera mujer que bailara.
En su lugar, echa una mirada de aprobación al papel marrón de la chocolatina. Asiente, como si fuera la primera vez que la probara, como si no tuviera su nombre por ellas: «Susy», se lee en un vibrante amarillo. Entonces sí se detiene. Ante el local, hay un grupo de jóvenes encaramados al escaparate.
Susy traga y siente el dulce del chocolate carbonizarse tan pronto cruza la faringe.
—¡Eh! —ruge, el carmín con un rayo de cacao, y los posters publicitarios se agitan.
Los chicos, tal vez cinco, dan un salto ante el bramido, creyendo ser pillados por el gorila. Pero, en cuanto ven el ligero cuerpo de la secretaria, ríen, y se lleva uno, luego todos, las manos a la cabeza como si tuvieran orejas de conejo, que menean mientras bailan.
La chocolatina se le derrite en la mano. Pasa a ser un caldo sucio que abre un agujero en el envoltorio tan pronto empieza a hervir. Ninguno de los chicos ve aquello, tan ocupados como están riendo la gracia del que menea el trasero simulando el pompón de un conejo.
Pero las risas se cortan y, en un silencio demasiado repentino, el chico sigue meneando el trasero. Uno de sus amigos señala a su espalda, a la pared, donde unos posters publicitarios se han prendido fuego y, con cada paso lento de Susy, el fuego se extiende al siguiente y al siguiente…
Los chicos salen disparados, tropiezan, se levantan, se empujan, hasta que giran para desaparecer por la calle Avalon.
Susy, la barbilla hundida, sigue su avance lento, el fuego cada vez más crecido, alimentado por el pegamento y la furia. Y, tal vez, habría hecho arder toda la calle de no haber notado una llama en la palma y, al mirar, ver el barquillo de la chocolatina arder.
—Oh…
Sin el combustible de la ira, la pared se termina por apagar, azabache, a su espalda. Esos críos han pintado, en el mismo vidrio del gabinete, una cabeza de conejo tosca, en rojo, con tres líneas de bigotes a cada lado de la nariz y unas orejas ridículas.
Conejillos.
Como los conejos de indias o los conejos blancos que un mago se saca de la chistera, así se le ha ocurrido a un periodista llamar a los afectados crónicos y ha tardado muy poco en extenderse a toda la ciudad. Que alguien los llamara cazamagos días atrás no debió gustarles; ahora, todos los afectados crónicos sufrían las consecuencias de ese rebajarles la épica del mote.
Susy baja la mirada y se cruza de brazos al verla.
Ciñe el picaporte de la puerta unas esposas y de ellas cuelga un bazo blanco, delgado y abatido, que termina en una chica sentada en el suelo, humillada la cabeza hasta las rodillas. Los gamberros la han emplumado y, por el olor, tras haberle echado clara de huevo encima.
La secretaria todavía la mira un rato más sin descruzar los brazos hasta que al fin se acerca y la fuerza a levantar la barbilla. Le han pintado la nariz de negro y unos bigotes temblorosos como los del conejo del escaparate. Pecas, ojos espantados y un pelo tan negro que parece tener un brillo azul.
Susy vuelve a erguirse y, sacando las llaves del bolso, dice:
—Vamos. Levántese del suelo, señorita.
Esta historia continúa el:
Sábado 14 de diciembre
Me lo cabo de leer con el café y ya solo me queda esperar al 14 de diciembre para continuar. Bravo.
Interesante…🤔 pero mi primer pensamiento al terminar a sido que lo más flipante es la creatividad y la imaginación que tienes joio!!! 😂