Esta historia continúa El Dios de los incapaces. Si todavÃa no la has leÃdo, probablemente deberÃas antes de empezar esta.
Y, si no has leÃdo ninguna entrega anterior, deberÃas ir a la primera, Tierra en las uñas.
Amalia apretó la vara contra la tela y cortó otras dos larguÃsimas tiras. Le acercó una a Consuelo y se sentó a su lado para coserle el dobladillo a las vendas.
—Mientras que no te pase lo que a mÃ, por tonta… Tú no le creas ni una palabra que te diga, aunque lo tienes fácil, que ni pÃo dice el tuyo. Pero tú, como en el texto tan bonito ese que nos lee siempre la superiora: ¡Plega a Dios que no mintáis! ¡Plega a Dios que no mintáis!
Consuelo cosÃa rapidÃsimo, sin levantar la vista, muy cerca las manos de la barbilla por apoyarlas sobre aquella barriga inmensa. Las vendas pasaban ante sus labios deshilachadas y salÃan dobladas, cosidas y con el sacramento de sus cotorreos impreso en el algodón.
—Yo, desde que me burló ese hijo de… —Se persignó muy rápido, como llevando la carrera de la costura a la piedad—. Yo me lo rezo como si fuera el padrenuestro: ¡Plega a Dios que no mintáis! Y cuando Dios quiera que este gigante suyo que tengo en el vientre salga al mundo, me lo diré con más ganas: ¡Plega a Dios que no mintáis!, al aguador que me llegue a la casa. ¡Plega a Dios que no mintáis!, al que me mire el domingo en misa. ¡Plega a Dios que no mintáis!, cuando me vea en el camino un jinete bien parecÃo. Dios me libre de los hombres mentirosos, porque lo que es yo, está visto que… Si es que una… —Le echó un destello de mirada cómplice—. Qué te voy a decir a ti, una moza como un sol, que sabrás más de eso que na, ¿eh? Esa cosa que te entra que te deja boba perdÃa… —Agitó la cabeza y volvió a la venda—. Lagartijas del Edén, eso son… Pero es que hay cada lagartija que… ¡Plega a Dios que no mintáis! ¡Plega a Dios que no mintáis!
Amalia cosÃa despacio. Tampoco levantaba la vista, porque necesitaba toda su concentración para no atravesarse un dedo. Miraba con una sonrisa la aguja, la venda, la aguja, la venda… Y olió la sal. La aguja se hizo delfÃn y la venda, Atlántico. TenÃa ocho años y papá la habÃa subido por primera vez al velero para recoger las jaulas de cangrejos.
Sólo el rumor de la proa al cortar las olas.
Entonces, todavÃa muy cerca de la costa, un delfÃn salió y entro en el agua. HabrÃa saltado para nadar con él si papá le hubiera soltado la mano un solo momento. Pero papá nunca la soltaba y, cuando llegó el dÃa que por fin la soltó…
—¡Ay!
Una pequeñÃsima perla de sangre le apareció en el dedo y se lo llevó a la boca. No habÃa cosido ni la mitad de un lado y ya Consuelo mordÃa el hilo y echaba la venda terminada al cazo hirviendo. La miró pidiéndole, sin pedirle, que se levantara por ella a por otro trozo de tela, que le dolÃan mucho los riñones por «el gigante», que por caridad de una tonta burlada. Amalia se levantó, midió con la vara y cortó otro trozo.
—Esú, qué calor más grande. ¿No podrÃas tú abrir ahà la ventanita, sol mÃo? Hazle ese favor a esta ballena amiga tuya.
La miró ahÃ, sentada, los mofletes rojos y sonrientes, tÃmidos, como de niña que pidiera un dulce caro del mercado o, por lo enorme del vestido, como si se hubiera robado la luna por capricho y la tuviera ahà escondida. Se acercó y le dio un beso largo en la cabeza.
—¡Ay, mi vida! —dijo Consuelo, temblándole la voz—. No me hagas esto, que con el embarazo… Más buena que na, eres. Tú te quedas aquà de monja, acuérdate de lo que te digo. Ay, mi solecito lindo…
La Consuelo se limpiaba ya las lágrimas con la manga del vestido cuando Amalia abrió la ventana justo para ver, y oÃr, a un hombre desesperado que corrÃa con un bulto hacia la puerta del convento. Afinó la vista:
—¡Es una niña! —Se llevó rápido una mano a la boca.
—Yo creo que va a ser un niño —Consuelo ya cosÃa de nuevo—. Habrase visto niña tan grande en la vida. Este es un macho, pero un macho de buey, por lo menos, que no veas tú… Pero ¿a dónde vas ahora, chiquilla?
Por la hora, las monjas ya se habrÃan llevado a todas las chicas a oración, quedarÃan las de cocina, pero con los fuegos y el ajetreo no escucharÃan ni en cien años los llamados de aquel hombre. Corrió por el pasillo y bajó las escaleras a saltos hasta que llegó sofocada a la puerta.
—¡Por caridad, por carid…!
Amalia interrumpió su lamento al abrirle la puerta.
Era un celador de barrio, sin chistera. Iba con el pelo gris que le quedaba todo revuelto, y empapado entero en sudor. Cargaba en brazos, como MarÃa cargó a Jesús bajo la cruz, a una niña morenita con la ropa toda ensangrentada. Sin mirarla, entró por el mÃnimo hueco que dejó al abrir:
—No quiera Dios que esto se traduzca en un mal fario para la chiquilla, pero era traerla con las Recogidas o no traerla a ningún lado, que al Hospital General no llega viva.
Una voz conocida vino de su espalda:
—No sea ingenuo, don celador, que el pecado no se contagia por soplidos —La priora agitó su hábito negro hasta ellos—. Estas niñas son las hijas pródigas de Cristo que, si están aquÃ, es porque su moral es más elevada que la que requieren sus antiguos oficios y malas andanzas. Estas recogidas podrán ser un dÃa novicias y, al otro, esposas de Cristo. No insulte usted a…
—¿Quiere usted que esta niña se me vaya en sangre en los brazos, hermana? ¡Una cama! ¡Un médico! Luego discutimos en detalle la promoción interna de este convento.
La priora lo miró con un desagrado más digno de una concubina de Satanás, y señaló una habitación:
—Llévala con el otro, niña. A ver si el ajetreo le aviva el habla.
El celador corrió en aquella dirección sin escuchar nada más y, cuando Amalia se reunió con él, ya habÃa tendido a la mocita a dos camas del otro enfermo, que dormÃa dándoles la espalda. Tomó unas tijeras de la gaveta, le rajó la ropa a la niña y examinó las heridas.
—¿Tú eres el médico? Pero si eres una p… —se calló, con cierto rubor.
—Yo no soy nada de lo que usted se pueda pensar que soy —dijo sin darle demasiada importancia—. Las monjas nos enseñan, sé lo que hay que hacer. ¿Ve? Son cortes superficiales. Sólo habrá que coser alguno, va a estar bien.
—Extraordinario.
—Aunque no me explico qué…
El golpe la hizo dar un salto. Las tijeras le salieron volando de las manos y repiquetearon lejos. A su espalda, el celador habÃa caÃdo al suelo, aparatoso como la torre de un castillo.
—Jesús… —dijo, y volvió a la niña.
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Actualización: La continuación de esta historia se llama …piensa bien a dónde fueras.