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No sé por qué, pero cuando visito una ciudad, siempre termino en un cementerio.
Sin siquiera pretenderlo.
Ahora estoy en Berlín, por si te has perdido el correo donde decía que estoy de vacaciones, y fue siguiendo ese cordón rojo que me ata el meñique a las iglesias y los muertos que terminé dando con una cruz grande sobre unas vallas.
Me acerqué, buscándole el giro a la esquina para ver el interior de la iglesia, pero la habían reconvertido en un bar: las sillas todavía patas arriba sobre las mesas y las botellas sin colocar en los speed rails de la barra.
Miré hacia atrás, hacia el parque que corría desde esa esquina de la iglesia-pub, y vi una tumba. La tumba de la familia Weber. Todos, desde 1918 hasta 1958 enterrados en los mismos dos metros; ahora, aprovechados también para apilar mármoles rotos y trozos de tumbas desprendidos.
Alguien le prometió a esta gente ser enterrada en sagrado, pero los tiempos cambian para todos, y con carácter retroactivo.
Aunque, cuando miré más allá, las tumbas siguieron apareciendo. Con iglesia o sin ella, los muertos siguen teniendo el deber de ser muertos.
No creo que pasara menos de dos horas en ese cementerio que, por tramos, parecía sólo un parque donde alguien había decidido enterrar a su muerto y el vecindario, comprensivo, lo había aceptado.
Me encontré con muchas historias en ese tiempo.
Historias secretas, calladas, como la tumba brutalmente hecha pedazos, con una maza de obra, de un señor turco; tres jeringuillas usadas, todavía con heroína en la punta, a la sombra de un arbusto. Tumbas tan abandonadas que los setos decorativos de las esquinas se las habían tragado para siempre entre árboles flacos. Un fémur, ya marrón, abandonado al final del cementerio.
Un sitio raro, teatro de silencios, por eso me quedé dos horas.
En algún momento llegué a la tumba de 1942.
Al final del parque-cementerio-anarquía vi algunas lápidas derribadas, intencionalmente, aunque sin ese ardor de ira que alguien tuvo con el señor Riza y una maza.
Me acerqué a una en concreto por cómo la encontré. Alguien la había tirado y, otro alguien, la había querido levantar, pero era una lápida pesada, ancha y casi de metro y medio; así que sólo había conseguido posar la cabecera de nuevo sobre el pedestal.
El diagonal de la composición me recordó a una Pietà, esas esculturas de la Virgen sosteniendo el cuerpo muerto de Jesucristo, y quise leer la inscripción.
11 . 8 . 1914
5 . 3 . 1942
Veintisiete años. Como los del club aquel de los malditos. En lo alto de la lápida había tallada una cruz de hierro; la condecoración prusiana y, luego, del ejército nazi.
Un buen soldado, para alguien, en un momento de iras parecidas a las nuestras; porque aquellas iras son los padres de nuestras.
No sé por qué no me sale odiar a este muerto, quizá debería forzarme a ello.
Wilhelm, déjame odiarte.
Nada.
Creo que con esta tumba me he dado cuenta de que hay que tener una flaqueza mental sobresaliente para odiar a un muerto. Y unas ganas espectaculares de derrochar energía al vacío, a la nada, a lo que ya no es.
Si no te permites la compasión hacia un muerto, ¿hacia quién?
Te dejo aquí el enlace al texto que cité arriba:
⮤ «Ahora estoy en Berlín, por si te has perdido el correo donde decía que estoy de vacaciones»
Solía correr en un cementerio cerca de mí cuando estaba en la escuela secundaria. Ahora no recuerdo qué tan atrás fueron las tumbas. Me gustó porque era tranquilo allí y lejos del tráfico.
Pero cerca de mí, en San Francisco, hay un cementerio militar federal que se remonta al principio de la ciudad. Así que hay gente de todas las guerras... nuestra Guerra Civil, la Guerra Hispanoamericana, hasta las más nuevas. A veces habrá un pequeño grabado con una palabra que insinúa la vida que fue. Intento imaginar cómo eran en la vida, pero es imposible.
En cuanto a tu andanza... ¿un fémur visible? 😳
Y en cuanto a los nazis... Creo que a veces cuántos tenían que servir porque no tenían otra opción. No hay manera de saberlo solo por una piedra, ¿verdad? De todos modos, eso es lo que espero.