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Hay gente que lo llama burka, pero es un nicab.
Nunca he visto a nadie con burka en Palestina, ese velo celeste con enrejado en los ojos, y sólo a algunas pocas con nicab. Cuando les da el sol de espaldas, parecen un recorte en la realidad, un agujero por el que ver la trastienda del Universo en pleno día, pero son personas, mujeres vestidas de negro con una línea por ojos.
Una vez vi a un presentador de televisión argumentando contra una chica con nicab sobre igualdad. La destrozó. Tenía una dialéctica inalcanzable para ella y, en un momento, sólo tartamudeó y acabó por callarse, rodeada de un público estadounidense que se relamía la victoria de su Aquiles.
Obviamente, desde la perspectiva occidental, claro que el presentador tiene razón, claro que no existe la igualdad ni nada que se le parezca en esos términos, pero había algo de indigencia de espíritu en defenderlo así, algo de innecesariamente violento, como subirse a un ring, a matar, contra un tipo sin brazos. Esa mujer tal vez ni había sido escolarizada, no la puedes llevar a discutir contra un senador romano.
O quizá no.
Suelo ver a dos o tres chicas con nicab en la universidad. No vienen a mis clases, sólo coincido a veces con alguna por el campus al cambiar de edificios. No sé cómo de infrecuente es que hagan estudios superiores, pero, teniendo en cuenta que he visto dos en toda una universidad, pues por ahí andarán las estadísticas.
Lo curioso es que una no viste de negro, sino con colores, desde verde oscuro hasta rosa, y eso no lo he vuelto a ver por ahí. Me lo imagino como si su personalidad se permeara hacia fuera, irrefrenable, y acabara convirtiéndose en color.
Me pregunto si será feliz.
La clase social también se permea.
Los pañuelos de hiyab pueden ser muy baratos, suelen haber expositores a las puertas de las tiendas y creo que salen entre cinco y diez shekels, menos de tres euros, pero, a cada tanto, me cruzo con chicas con pañuelos de Versace o Gucci.
Hay una conquista ahí, o yo la veo, no lo sé.
Y ese mismo no saber hace que, a veces, me sienta en una tienda de porcelana aquí, como si estuviera siempre a punto de romper algo muy caro cuando trato con mujeres musulmanas, así que miro más que hablo.
Sigo, sin pretenderlo, a una madre con su hija de unos siete años. Nunca se me había dado bien saber la edad de los niños, hasta que los tuve, de todas las edades, subiéndoseme a las barbas en las clases de Jerusalén. La madre le lleva la mochila del colegio, sólo de un asa, inmensa incluso para ella, y la niña va ligera a su lado, distraída en una conversación que nunca podría haber entendido, pero las madres son madres en todos los idiomas.
Nos separamos y ya sólo puedo imaginarme cómo, al llegar a la puerta del colegio, la madre se quita la mochila y se la pasa a la hija para verla, doblada por el peso, perderse en la escuela.
Una madre le va a intentar ahorrar la carga de la vida hasta el último momento a sus hijos, da igual que se cubra el pelo o lleve coleta.
Por el camino, me cruzo con una mujer con nicab y sé que pide limosna. Las únicas personas que he visto pidiendo dinero en la calle son mujeres, y un hombre destartalado, que tiene pinta de ser El mendigo de la ciudad. Pero todas esas mujeres llevaban nicab. No sé si hay una correlación de clase o si lo usan sólo para no ser reconocidas.
Aunque esta mujer no pide, habla con un hombre, en mitad de la calle, con alguna cercanía. Tiene que levantar la vista para mirarle y, en eso, el nicab se le prensa a la cara y le dibuja las facciones en la tela. Tiene unos labios gruesos, toscos, y la nariz ancha.
Si esto es pecado, yo no quería.
Otra mujer con su hija. Sale de una panadería: con una mano sostiene la de la niña; con otra, un pastel de crema. Sin detenerse, se lo lleva a la boca, pero, en vez de morderlo, lame la crema que se ha desbordado. La lame por todo lo largo del bollo con un placer difícilmente contenido que eriza el vello.
Y quito la mirada, como si hubiera visto algo.
Paso por la estación y está la misma guagua que tomo para ir a Jerusalén los sábados, parada, con las puertas abiertas, aunque sin aceptar pasajeros hasta que el conductor revise que nadie se ha dejado algo. Algo que lo pueda comprometer de vuelta al checkpoint. Fuera, espera una mujer. Cabecea mientras reza, los ojos cerrados y la mano enredada en un misbaha.
Por fin, llego a donde iba.
Hablo con W. y con S. de los papeles que traigo. Les pregunto si tienen un clip y, después de buscar, no hay ninguno. Sigo hablando con W., pero veo cómo S. se lleva la mano al hiyab y se quita uno de los alfileres que lo sostienen. Una candidez le serena el rostro y le nace una sonrisa tibia mientras ensarta mis papeles, en una esquina, con el alfiler.
No la interrumpo, pero W. nota que no le estoy prestando atención y sigue mi mirada. Justo S. termina y W. le recrimina lo que ha hecho. La candidez se le quiebra en la cara, se le desborda en una pena injusta que la hace pequeñita:
—Ahora siento que he hecho una estupidez, he destrozado los papeles.
¿Por qué soy el único capaz de ver la belleza en lo que ha hecho?
—No ha sido una estupidez, es… —digo, y me sé callar el resto, por no romper sin querer alguna porcelana—. Gracias.
Todavía guardo ese alfiler.
Si quieres leer más de mis batallitas por Palestina están todas aquí
Preciosa, como todas las cartas de los domingos. 💜 Siempre me dejan con esta misma sensación, a caballo entre el arrobo y la tristeza. Y con reflexiones importantes a medio formar, flotando justo bajo el umbral de la consciencia.
Gracias, Samuel. Eres un regalo. 🙏🏼
Me ha encantado esa descripción delicada de una realidad que tantos no conocemos y de la que, sin embargo, muchos quieren opinar. Gracias por compartirlo desde esa mirada de observador "en vivo" y por transmitir esa belleza (sin nuestros filtros de aquí) de lo que allí cotidiano.