🍂Llegando calladito
«Israel tiene potestad para denegar la entrada a cualquier persona, aun con toda su documentación en regla, si perciben que el motivo del viaje es visitar Palestina por razones no turísticas» (14 min)
Un avión en clase turista, muy de mañana o muy de noche, es una de las experiencias más cercanas al purgatorio que se puede tener en la tierra.
Ese martirio suave de asientos angulosos, aire acondicionado frío, lo justo para que sea incómodo, pero sin ser la tortura demasiado evidente como para rebelarse, y ese panorama general de abatimiento, cuerpos derrumbados en formas terribles que tratan de pillar desprevenida a la comodidad por dónde último lo espere.
Hay muy poca gente viva en un avión, si se para a pensarlo; sólo un censo de almas en pena que apartan la vista cuando pasa el carrito con cosas de pagar. Que se arrugan sobre sí mismas como soldados de Verdún, contra el barro, imaginándose que son sábanas extrañamente desordenadas.
Aunque, para ser justos, a mí me ha tocado un palco en el purgatorio: estoy sólo en una fila de tres asientos.
¡Me lo merezco! Como dijo mi querido Josito aquella vez.
Escribo esto casi tumbado, sin terminar de subir el zapato al asiento por decoro; pero, si un burgués pudo escribir un manifiesto para liberar a los parias de la tierra, qué menos que yo pueda contar las penas de los desposeídos de la aviación.
Unas kipá más de lo habitual en las coronillas de a bordo, un mucho de idioma cuchicheado, del todo ajeno para mí, que suena a un árabe besándose, quizá, con un griego, y, con un inexplicable olor a crema solar en cabina, llegamos al otro lado de este mar nuestro, a una costa infinitamente recta.
Las ciudades son tan blancas desde aquí. Un blanco tan apagado que parece más un gris asustado.
Aterrizamos y las almas aplauden.
Hay algo en la mirada de los palestinos en Israel, y ahora me doy cuenta de que lo había ya desde la puerta de embarque en Madrid. A veces parece una incomodidad, un querer sacudirse algo de encima; otras una altivez, como ganas de reírse fuerte. Creo que los israelitas sólo están. No me parece que crucen la mirada demasiado con ellos, si acaso los ven un segundo con la cabeza ladeada.
Me intriga saber qué piensan ellos de mí, ambos. Una chica con hiyab me miró antes, sin saber, con algo de complicidad, como preguntándome el secreto de quién soy. Otro chico israelí, más largo que alto, muy blanco y como perpetuamente ruborizado, me miró con una curiosidad intensa, descifradora, la que se tiene al ver a alguien con quien se estudió en Primaria.
Luego lo de siempre: todo el mundo a correr para coger sus miserias y salir cuanto antes del ataúd con alas. Después, un aeropuerto. No sabía que los aviones tenían nombre, como los barcos, este tiene rotulado, bajo la cabina: Juan Sebastián Elcano. Me sonrío antes de dejarme llevar por la corriente de almas que saben mejor qué yo a dónde ir.
Después me guío por dibujitos; si todavía no entiendo el árabe, menos aún puedo ver algo en ese laberinto de letras que es el hebreo.
Y llegamos a un pasillo con tres o cuatro personas en línea, como alineados sin querer queriendo. No tienen uniformes, pero sé que me van a parar, y me paran. Cuando cruzo la vista con uno de los tipos, levanta las cejas, como si hubiera saltado un conejo de los arbustos que acechaba, y da un paso hacia mí:
—Passport, please.
El resto de pasajeros pasa sin más.
Es un hombre extraño. Parece alguien de cincuenta y tantos mal llevados que te encontrarías con un chaleco vaquero en un bar de rock. El chaleco ya lo tiene, con un pin con las banderas cruzadas de Israel y Ucrania. Una combinación curiosa, como poco.
Le doy mi superpasaporte bendecido por Su Majestad:
—¡Oh! ¡Trabajo!
Tardo en procesar que me está hablando en español. Me pregunta algunas cosas y, por inercia, le respondo en inglés. Luego cambio, le digo lo que le tengo que decir para que me deje pasar y me devuelve el pasaporte:
—Buen trabajo.
Todá Rabá. No lo digo, ni lo diré en todo el día; significa muchas gracias en hebreo. Lo busqué ayer.
Entonces, control de pasaportes, donde otra vez repetí mucho mucho Jerusalén y nada nada de Palestina, y directo a la recogida de maletas. El de Israel es el único aeropuerto en el que he estado que cobra por los carritos de maletas, así que decidí, dignamente, que yo no necesitaba eso (después de casi arrancar uno del riel de pago).
Por fin, pasado aduanas de largo, que vine aprendido y no miré a nadie a los ojos, salgo a la terminal y me encuentro con I., un conductor del Consulado.
Es palestino, moreno, mayor, lo suficientemente calvo para no necesitar peinarse las canas que le quedan, con las orejas de soplillo y cara de muy buena persona. Me toma una mochila de la mano y se la carga mientras charlamos algo hasta el coche, siempre él delante de mí, como si estuviéramos jugando al pillapilla.
Llegamos a un todoterreno blanco, grande, supernuevo. Abre el maletero del coche y tiene que levantar un segundo maletero de metal. Dentro sólo hay dos chalecos antibalas tan negros como el forro del maletero, tanto, que casi cuesta distinguirlos. Supongo que mejor tenerlos que no tenerlos. Echo la maleta a un lado y nos subimos.
I. muerde como si le faltaran dientes, se está comiendo una barrita energética mientras yo me doy cuenta de lo difícil que es olvidarse de que estás en Israel. La carretera del aeropuerto está llena de banderas o de estrellas de David en logos de compañías, aerolíneas, vallas... Lo que sea. Luego, un par de kilómetros de autopista y ya estás en cualquier parte del mundo con árboles a los lados en desorden.
Pero hay algo que te dice que esto no es Ponferrada y, más que los árboles, son los edificios. Parece que todos estuvieran hechos con la piedra de la misma cantera, sin excepción. Son de un blanco abandonado, un gris rendido, sofocado quizá por ese mismo polvo que cubre muchos de los coches.
En las vallas de una población hay carteles de personas y sé, no por las letras laberínticas, que es gente secuestrada por Hamas. Al otro lado del muro, hace ya seis años, vi que en Líbano hacen lo mismo, pero con los mártires que murieron peleando contra Israel. En Gaza también se hace. La publicidad de los muertos.
Las caras de los desaparecidos pasan por la ventanilla como lanzadas por un crupier y vuelve a llenarse luego la tierra de campo.
Entonces, veo las piedras, las grandes protagonistas del mundo.
Estas piedras ya estaban aquí, de ese mismo gris ausente, como profecía de los edificios que llegarían. Antes de la guerra, antes de Palestina, antes de las Cruzadas y antes de que se le prometiera a unos vagabundos nada; esas piedras.
Se mezclan con árboles bajos, como olivos, quizá hasta sean olivos, y pasa por allí una ranchera, una pickup, con dos banderas grandes de Israel. Se agitan con violencia contra el viento. Si pudiera bajar la ventanilla, seguro que escucharía los azotes. Pienso que, a esa velocidad, las banderas no durarán mucho antes de deshilacharse por completo. Pienso que hay algo simbólico en eso.
I. habla mucho por teléfono, parece que gestiona él solo todo el Consulado. Siempre habla en árabe y entiendo algún marhaba, otros sukran, bastantes habib. Tengo que ponerme con esto del árabe. Por fin, una llamada que entiendo de alguien que conozco y cambiamos de planes: en vez de a Jerusalén, iremos directamente a Birzeit, donde está la universidad y donde me voy a quedar hasta que encuentre piso en Ramallah, la capital.
El cambio de planes no le gusta a I., dice que ahora la entrada a Birzeit está agitada, que un tipo con un camión se estampó contra el ejército israelí y que murió un soldado.
—This is why I take the blindado.
(Por eso cojo el blindado)
Y me sonríe por el retrovisor, y le sonrío.
Al rato giramos hacia un checkpoint que pasamos sin parar, el blindado tiene matrícula consular y dos lucecitas rojas y azules en la parrilla del capó. Más tarde, esperando por otro coche, mientras I. se fumaba un cigarrillo, le daría dos golpes a ese mismo capó y me contaría que aquel bicho costaba un millón de euros. Y sonríe, porque recuerda que es él quien gestiona todo el Consulado, y si ese coche, si es de alguien, es suyo.
En la entrada del checkpoint hay un cartel rojo que pone algo así como: «Aquí empieza un poblado palestino. Entrar es peligroso para ciudadanos israelíes».
Pero no parece que haya algo peligroso, sólo un sitio con más tierra que asfalto y con construcciones medio profesionales al estilo mi primo es un manitas, él te ayuda con lo tuyo. Luego de unos cinco minutos, después de cruzar otra valla, los edificios crecen, la tierra cambia por aceras y carretera y me quedo mirando un local grande que pone: Wine and liquor store.
—You are in Ramallah now —dice I.
No te puedo explicar cómo es Ramallah, todavía necesito más tiempo, pero es una ciudad que tiene algo. Aún no sé qué es, ya te lo contaré cuando lo descubra, pero es hermosa de una manera que no he visto nunca. Se lo digo a I., aunque rebajándolo a que es una ciudad bonita:
—This is a really good place, you will not leave this place.
(Este es verdaderamente un buen lugar, no te irás de aquí)
Me cuenta que él tiene identificación israelí, que podría vivir allá, pero que no se le ocurriría mudarse de Ramallah. Seguimos hablando, durante todo el trayecto me hace de guía turístico:
—Muqataa is the government.
Dice y señala a un complejo de edificios de esa misma piedra gris asustada que sirve de sede a la Autoridad Nacional Palestina. Ahora sé que esos mismos edificios eran una prisión levantada por el Imperio Británico. Parece que en esta tierra me espera ver bastantes de estos simbolismos accidentales.
Intercala sitios de interés con conversación de paseo. Me dice que tiene una sobrina que va a la universidad donde voy a dar clases de español; le pregunto qué estudia, pero no lo sabe y coje el teléfono, siempre en la mano, para intentar preguntarle a su hermana qué estudia su hija. No lo consigue, así que hablamos de otras cosas: desde si me pagan por horas o por curso hasta de alguien que murió en Egipto y, por algún motivo que no escuché, es importante repatriar su cuerpo.
Me había despistado mirando un mural del Che Guevara. Hasta aquí llegó el argentino.
Luego paramos para ese cigarro de I. y que llegara el coche de R., una señora con hiyab para contener que la mucha sonrisa no se le saliese de la cara, quien me traería hasta esta misma silla donde te escribo, muy cansado, pero extrañamente contento.
Así que déjame dormir un poco, mañana es otro día largo y tengo que cruzar a Jerusalén. Esta vez solo, sin la sonrisa de I. cuidándome desde el retrovisor.
¡Besitos volados!
Suerte en ese lugar 😉
Ja, te cambio un ataúd con alas por otro. Aunque este queda algo lejos de Jerusalén. Mucha suerte ahí adónde vas. Muero por saber los detalles de cómo te perciben en esos lares.
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