🍃Diplomatic! Diplomatic!
Cuando recibas esto, estaré en un avión de camino a Palestina, pero antes: siéntate por aquí seis minutitos para que te hable de alguien.
Mi padre era una persona un tanto especial, en muchos sentidos.
Especial como para, allá por los años sesenta, ocurrírsele ir a China (sabiendo del chino lo que hubiera escuchado en alguna película de darse tortas) para importar ropa directamente de las fábricas a España; en una época en la que la mayoría de Europa todavía veía a los chinos como unos señores en arrozales con gorros picudos y las paletas muy separadas a lo gañanes amarillos.
Pero también era especial para otras cosas.
Por ejemplo, ahora mismo te escribo desde un Boring 787-9. Quizá no lo sepas, igual que no lo sabría yo si no viera el escudo cada vez que miro por la ventanilla, pero los motores de este avión están hechos por Rolls Royce, la misma casa que hace uno de los coches de lujo más cremas del mundo.
Pues, quizá, si él fuera yo, en la emoción de contarte esta historia, mi padre te habría dicho que parte de este viaje lo hizo en un Rolls Royce blanco; no como una mentira, sino para hacerte el favor de darte una historia más emocionante.
Era un hombre curioso, cargado de cuentos y sufrimiento. Y con sus cosas, como todos; peleando siempre contra fantasmas.
Me contó su vida durante todo lo que duró él en la mía, una y otra vez. Yo nací cuando él tenía ya cincuenta años, así que, para cuando pude escuchar sus historias, ya era mi padre una persona mayor; y una persona mayor es como una cinta, un VHS, con dos bobinas donde se enrolla un principio y se desenrolla un final, pero todo ya igualmente inalterable.
Así que, cuando te hablan, te cuentan la misma cinta que ya conoces, porque su presente no existe demasiado, o no existe con tanto color como las escenas bien cuidadas de la cinta.
Mi padre hablaba tanto de su cinta que, paradójicamente, consiguió en mí el efecto contrario a la memorización. Eran sus historias de película algo tan cotidiano que muchas ya casi no las recuerdo, igual que no podría dibujar las líneas de mi mano en un papel si alguien me lo pidiera.
Pero hay una de las historias del viejo de la que sí me acuerdo.
Viajaba mucho, siempre por trabajo, a sitios raros en momentos raros. Uno se hace de diferentes sangres, parece que a mí me tocó la suya en los pies. Y no sé si en esta historia estaba en China, Pakistán, India, Vietnam o cualquier país que, en aquel momento, estuviera en guerra y él quisiera llevarse antes unos cuantos pantalones y camisetas para vender en España.
La cuestión es que está en un aeropuerto y entran unos tipos con fusiles hablando en lo que sus madres les enseñaron, apuntando a lo muévete, si hay cojones. Pues el viejo echó mano al bolsillo, cogió su pasaporte, el mismo que tienes tú en un cajón por casa, se lo puso delante al primero que se le acercó y le gritó en la cara:
—Diplomatic! Diplomatic!
Obviamente, mi padre no era diplomático.
Quizá tendría un papel de la Cámara de Comercio o algo por el estilo, y ya. Pero tal vez aquella determinación desquiciada o el escudo de España, que con su corona y sus escaques heráldicos tiene su aquel, lo sacaron de allí.
El hombre, al final, sabía vender.
Desde hace unas semanas tengo conmigo un pasaporte de servicio. Es un pasaporte algo diferente donde el Rey «firma» (de aquella manera impresa en la que firman los reyes) que voy a ejercer un cargo en nombre de España fuera de España.
Esto no me convierte en diplomático, para eso hay que hacer una de las oposiciones más duras del Estado, pero, en todas las conversaciones de estos días, cuando se habla de los posibles incidentes que pueda tener al llegar a Israel, cruzar a Palestina y tal, la gente siempre me termina diciendo:
—Si pasa algo, enséñales el pasaporte y diles que eres diplomático.
Y yo me río, porque no puedo dejar de acordarme del viejo y de imaginarme los Rolls Royce blancos a los que le habría llevado tener este pasaporte negro en el bolsillo.
Últimamente la gente me promete que me van a pasar grandes historias, me prometen que me va a cambiar la vida; yo sólo te prometo ir contándote, de vez en cuando, lo que vaya viendo por ahí.
Hasta entonces,
¡Besitos, hoy, otra vez literalmente, volados!
P. D.: por cierto, hoy no ha funcionado esa suerte mía de no tener a nadie al lado en los vuelos. He escrito esto con los codos muy pegados a los costados, como un gorrión con frío.
Que se sepa.
P. D. 2: ¡por cierto, también! Hemos llegado a los primeros cien suscriptores de Miradero 🎉🎊
Gracias a todos los que han difundido por ahí la palabra mirandera ❤️
Y a ti, que no lo has hecho, gracias también por estar ahí y aguantar el aluvión de correos que te mando a la semana, que tampoco es poca cosa.
Es menos, pero no poco.
O sea, si compartieras esto, estaría mejor, porque al llegar a los doscientos vamos a hacer una fiesta bastante guay, con cócteles con sombrillitas, collarses de flores y tal 🙄
Yo te dejo otra vez el botón, por si se te ha antojado un cóctel de esos y un bailecito:
Enhorabuena Mirandero 👏🏼👏🏼👏🏼 si has llegado a los 100 y te siguen leyendo, no sé dime tú, ¿porque es?, yo lo tengo claro.
Qué precioso recuerdo, eres muy afortunado. Y también lo eres por tener a tu disposición la memoria del otro Dominguez, para traerte otras muchas anécdotas de vuestro padre. Yo, en un ejercicio de defensa, he bloqueado todos mis recuerdos antes de los 8 y no he conseguido recuperarlos de ningún modo. Así que me parecen un regalo preciado y valioso. Disfrutad ambos de ellos, son una maravilla. Que tengas feliz y buen viaje lleno de aventuras. Aquí las espero, con los ojos bien abiertos.