🍃Lo más importante de mi vida
Hoy estuve pensando en un relato que escribí hace tiempo, el 27 de febrero de 2021 (lo de archivar cosas iba en serio). Así que te lo comparto, para que cotillees en qué me entretenía por aquel tiempo
Ahora sí que se van a enterar.
Toñito elegía las mejores piedras y las guardaba en los bolsillos del pantalón corto, el mismo que llevaba para la foto del anuario de clase. No se había quitado ni la chaqueta del traje, la corbata sí. Si no tuviese tirantes, hacía tiempo que el pantalón estaría en el suelo, rendido por el peso. Ellos no podrían cargar tanta munición.
La cagaron, la cagaron.
Encima declararon la guerra ellos. La cagaron de todas, todas.
Pensaba sin contener la sonrisa, mostrando al que mirase el hueco negro que dejaron sus paletas al irse, hace apenas una semana. Todavía no acostumbrado a la falta, a la lengua le podía la curiosidad de cartografiar ese terreno desconocido, y lo hacía con total autonomía. Como ahora.
—¡Toño! Mira, que por allí se acercan ya. ¿Terminaste?
—Casi, casi.
Al poco levantó la cabeza y vio acercarse por allí a Bartolo y los suyos. Eran más de los que había calculado. Pero él tenía a Juan, que estaba básicamente loco y a los hermanos Apolinario que, aunque eran los más pequeños de clase, tenían la mejor puntería del barrio. Estaba también Josemari, claro, por él estaban en aquel fregao, pero —aunque era su mejor amigo y estaba mal decirlo— la verdad es que en las guirreas estorbaba más que otra cosa.
—Ustedes súbanse a la loma, que no los vean.
Los Apolinario obedecieron en silencio, alejándose para ganar la loma desde atrás. Toñito echó cálculos: estaba Bartolomé, claro, y Miguel y Pedro, ellos tres eran los jefes; siempre Bartolo un poquito más jefe que el resto, con esa mirada de malo que se le había quedado después de una pedrada fea que le deformó la ceja. Ahora parecía que siempre andaba tramando algo, y solía ser verdad. Miguel, el Choni, miraba a todos como se mira al servicio, hasta a los profesores, siempre con el flequillo rubio muy peinado de lado. Había otros rubios en clase, pero nada que ver. Pedro era un misterio, tenía la misma edad que todos, más o menos, pero parecía mucho mayor. Mayor no como Gonzalo, que tenía dos años más, mayor por su silencio. Nunca armaba escándalo ni insultaba, lanzaba una piedra con la misma impasividad que la recibía. Y luego estaba Víctor, un chico nuevo que ni él mismo sabía muy bien qué hacía en el grupo de Bartolo; cayó ahí al llegar al colegio y ahí se quedó para todo.
Eso era lo esperable, pero tras ellos estaban Ramón, Julio y, lo más extraño de todo, Dolores, la hermana de Juanito el Loco.
—¡Lola! ¡Que sepas que te vamos a tirar a dar igual que al resto, eh! —se desgañitó Toño.
—¡Pues a ver si es verdad! ¡Manco, que eres un manco!
El resto de niños de clase, los que no participaban en la guirrea, pero no querían perdérsela, le rieron las gracias a la Lola desde una distancia segura. Toñito la miraba en silencio, con esa cara de labios apuntados y cachetes apretados que se le quedaba cuando estaba serio y se tocaba con la lengua la encía. Se va a enterar la niña esta. Ya iba a lanzarle la primera cuando escuchó alguien a la carrera desde atrás.
—Yo me uno a ustedes.
Era Andrés. Nunca se habían llevado demasiado bien, de hecho, se llevaban tirando a mal. Toñito le había ganado más de diez boliches en lo que iban de curso, y eso pica.
—Tú qué, ¿eres tonto? Vete de aquí, anda.
—Que yo quiero pelear con ustedes.
—Andrés, vete pa tu casa, corre, que lo que te dijo Bartolo que hicieses se lo hice yo veinte veces ya.
El niño abrió los ojos, asustado.
Lo había pillado a la primera. La misión de Andrés era rebelarse contra su propio bando cuando Bartolomé le hiciese la señal. Pero no se rindió así como así. Se abalanzó sobre Toñito y lo abrazó, apresándole los brazos por el propio abrazo. Al verlo, el bando de Bartolo se echó a correr y las primeras piedras, tiradas al tuntún, volaban ya por el aire.
—¿¡Qué haces, gilipollas!?
—Bartolo me dijo que si le ayudaba me iba a dar uno de tus boliches de oro.
—¡Suéltame, hijo de puta! ¡Bartolo no te va a dar nada, subnormal!
Forcejeaba, pero Andrés era más alto y más gordo. Toñito, en una inspiración divina, se acordó de que Andrés siempre iba en alpargatas; incluso hoy, el día de la foto, por eso se puso en la tercera fila. Le dio un pisotón y consiguió que aflojase lo suficiente como para girarse y pegarle un rodillazo en los huevos.
El traidor cayó y se hizo un ovillo. Ni lloraba, solo tenía la boca muy abierta en un larguísimo grito mudo. Le habría lanzado una pedrada a la cara, para que aprendiese, para dejarlo sin paletas igual que le había hecho Gonzalo a él cuando le ganó los boliches de oro. Pero él no era Gonzalo. Le dio una patada en el culo para sofocarse la ira y volvió a dar frente a la batalla.
Juan el Loco lo había cubierto este tiempo tirando piedras como una metralleta alemana. Los hermanos Apolinario todavía no lanzaban, esperaban a que los enemigos pasasen la loma para atacarles desde atrás. Así lo hicieron. Sólo el verse en fuego cruzado fue suficiente para que Ramón y Julio tirasen toda la munición y corriesen por su vida. El resto aguantaba.
—¡Vete pa casa, Lolita! —le gritaba, ronco, su hermano.
—¡Vete tú!
—¡Verás mamá como rompas el vestido!
—¡Y tú la chaqueta del primo, ¿qué?!
Como para dar fuerza a sus palabras, una piedra le dio de lleno en la canilla a Juan. Por su parte, Josemari lanzaba alguna piedra, todas flojas y lejos del objetivo, pero era difícil apuntar cagado detrás de las rocas. Toñito no le dijo nada, el pobre ya tenía suficiente con la vergüenza de antes.
Josemari, por altura, debería haber salido en la segunda fila, pero los de Bartolo le dijeron que no, que mejor en la primera, que iba a salir mejor, que Miguel le daba su sitio. Sin malicia para desconfiar, Josemari se puso en primera y, en menos de lo que el fotógrafo preparaba el encuadre, le clavaron dos anzuelos en el dobladillo del pantalón, un hilo para Bartolomé y otro para Miguel. Con una coordinación que solo se alcanza por verdadero amor a la maldad, consiguieron que justo con el «¡tres!» del fotógrafo, Josemari quedase para siempre en calzoncillos en la foto del curso 1963/1964. Si llevases tirantes esto no te pasaba, le había dicho Toñito, pero ya solo quedaba batirse. Ahora se daba cuenta de que lo que realmente quería Bartolo era el botín: sus boliches de oro.
Pues va listo.
Toñito era zurdo de nacimiento y diestro por obligación, porque la mano izquierda es la mano del Diablo. Sin embargo, lo que no sabía el cura era que, gracias a Dios, habían creado una máquina ambidiestra de tirar piedras.
Al rato, Juan se quedó sin munición y, en vez de recoger alguna de las enemigas, se lanzó al cuerpo a cuerpo. Demasiado había tardado. Con medio palo de escoba saltó las rocas y se fue como un kamikaze hacia el parapeto enemigo; un muro de ladrillos destartalado. Sin poder ver lo que pasaba al otro lado de las líneas enemigas, Toño apuntaba a los ladrillos de arriba a ver si conseguía que se le cayese alguno en la cabeza de los malos. Tan concentrado estaba en ello que no se dio cuenta de que la Lola estaba ahora a su lado, tirando piedras a los de Bartolo.
—¿Qué haces tú aquí?
—Los de Bartolo son unos lerdos, si estaba con ellos era para lanzarle piedras a mi hermano.
—Estás igual de loca que él.
Lola lo miró un momento y sonrió, ella también estaba mellada, pero por haber perdido los dientes de leche que le tocaban, no por un puñetazo, como él.
—¿Y entonces Juan?
—Está allí tirado.
Como buen comandante, Toñito se dio cuenta rápido de que los hermanos Apolinario habían dejado de hacer fuego. Miró a la loma. Víctor había recuperado a Julio y Ramón y habían tomado la altura; los pequeños hermanos eran ahora prisioneros de guerra. Estaban perdidos.
—¡Corre, Josemari!
Su amigo lo miró al borde del llanto, impotente. Aquellos ojos hundidos en una cara colorada por el sofoco lo decían todo: te van a reventar a palos por mi culpa, no quiero.
—Corre, corre, que yo me las arreglo.
Y Josemari corrió, corrió. Toño metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Toma.
Le dio a Lola un pañuelo abultado, anudado con pericia en los extremos para que no se saliese nada. Eran todos sus boliches, incluso los cinco de oro. Especialmente los cinco de oro.
—¿Por qué?
—Porque me van a dar una paliza y me los van a quitar. Y no se los han ganado.
En cuanto se desprendió de su tesoro, Toñito volvió a lanzar piedras a los enemigos que ya cargaban al asalto. Lola no lanzó ninguna más.
—Pero si antes te tiré piedras, ¿por qué te fías de mí?
—Porque tú eres buena.
Pedro fue el primero en saltar las rocas, luego Miguel. Toñito peleó sin esperanza, por orgullo, pero también —y eso era nuevo— porque Lola estaba mirando.
Miguel y Pedro lo consiguieron someter; lo sujetaba uno por cada costado mientras le retorcían los brazos a la espalda. Seguro que lo habían aprendido de una película de vaqueros. Sólo entonces, Bartolomé habló; delante de él, pero a la distancia justa para que no le llegase si intentaba patearle, que se conocían.
—Dame los boliches de oro, Toñito —Esa perversa ceja angulosa.
—No sé dónde están, ya los perdí.
—No te lo crees ni tú.
Pedro lo registró con una mano. Nada.
—No los tiene —dijo esa voz de ultratumba.
—¿Qué, los tiene el gordo? Le voy a hacer mucho daño como los tenga.
—No, se los metí por el culo a tu madre. Ella me los pidió primero.
Lola se tapó los ojos.
P. D.: Quedan cuatro días (hasta el 4 de agosto) para que puedas participar en la siguiente serie que va a empezar en Miradero.
Corre, que cuando empiece la serie te vas a arrepentir de que el personaje no tenga un poquito de ti.
P. D. 2: ¡Besitos volados!
👏🏼👏🏼 crack!
Mú bueno