🍃Relato autoconclusivo para que nadie llore
Mis mejores correos son las series de ficción, pero es el contenido difícil: sé que no es muy alentador tratar de ponerte al día cuando va por el capítulo veinte o así. Pero hoy acabamos con eso.
Si alguien te ha reenviado esto, tu alguien me quiere mucho. Quiéreme tú también suscribiéndote:
A cada tanto nombro por aquí a cierta pelirrosa catalana,
.Por ejemplo, hace un tiempo hicimos un texto juntos, un relato fantástico-romántico-mitológico-(trágico, si lo hubiera terminado yo) que todavía no tiene final porque la pelirrosa pasa de nosotros y, además, ha dicho que todos los miranderos (o sea, tú incluido) son unos capullos.
Así que, aunque la mencione, no te suscribas.
Es más, te invito a que la difames en comentarios.
Bueno, la cuestión es que la retaron a hacer un relato sobre tres palabras elegidas a mala fe, lo hizo (muy divertido, por cierto, al César lo que es del César) y, como aquellas cadenas de: «o le pasas esto a diez contactos o la pirula se te va a morir por siete años», se inventó tres palabras y me las lanzó para que hiciera otro relato sobre ellas.
Pero ella no contaba con mi astucia.
(esto es una referencia a algo, si la has pillado, ahora somos amigos)
Porque hace tiempo estaba pensando,
SAMU: (Pensando.) Si estoy tan convencido de que lo mejor de Miradero es la ficción, pero mucha gente no lo lee porque
son unos flojos podridostoma mucho tiempo ponerse al día, debería escribir algún día un relatito. Algo corto, para pasar el rato, y todo el mundo contento.
Así que la pelirrosa me ha dado la excusa perfecta.
Y no me arriesgo a que se me muera la pirula.
Las palabras son:
Desodorante, antorcha y repetidor.
El año es mil seiscientos veintiséis, España.
El señorito don Carlos mira desde la torre de la iglesia, la mano haciéndole de cama para la mejilla y hasta el cuerpo entero, de tanto que le confía el peso de su apatía.
Mira, digo, abajo, sin hacer demasiado por facilitarle el trabajo a los ojos, más bien se le escurren de las pestañas hasta el mentidero de San Juan, donde las hormigas que son desde ahí el pueblo se reúnen a pasar el trago de la vida entre charlas vanas, rumores y habladurías que, de tan gritadas y reídas, desde su altura suenan más a rebuznos que a discurso humano.
Y arruga la nariz.
Pues tiene el señorito el terrible don natural del olfato perfecto y sirva de ejemplo esto de ahora, que aun separándole del pueblo, en vertical, veinte o treinta metros de torre, el hedor le consigue llegar reptando para amargarle el aire limpio de las alturas. Imagínese el lector la magnitud del mal si hededor y hedetario estuvieran ambos juntos a pie de calle. Una calamidad.
Pero escucha una carrera torpe, que sube en espiral el campanario, y hasta se da permiso para la esperanza.
No cabe duda de que, por lo pesado de las pisadas, ha de ser Lonso. Nombre atípico este, porque los padres lo condenaron con uno que es incapaz de pronunciar: Alfonso. En apariencia común e inofensivo en este siglo, pero esa ele y esa efe juntas son una maldición gitana para su lengua.
Nunca juega al ajedrez por no mover el alfil, ni discute con el señorito sobre olores por no caer en decir olfato, hasta se remienda él las ropas por que una costurera no le mente el alfiler y, en fin, tan perseguido está por su nombre, que le huye al mundo por no poder huirse a sí.
—¡Don Carlitos, don Carlitos!
—¡Señorito don Carlos! —corrige severo este.
Por fin aparece Lonso de entre las campanas, grande y aparatoso, como una montaña negra que se hubiera colado en la iglesia:
—Eso digo, y si no lo dije, lo doy por dicho como vuestra merced dice, y me perdone.
—¿Lo tenéis? —dice el señorito.
—Téngolo —y sonríe bajo el bigote, que le crece muy fino y acepillado como una broma de la naturaleza.
Se aparta la capa negra de bachiller y saca del fardel un libro verde oscuro. Lo tiende hacia el señorito, pero, en cuanto alarga una mano emocionada a por él, Lonso lo retira, haciéndole dar un zarpazo ridículo al aire que colorea en ira al señorito.
—Me ha dicho, sin embargo, don Gustavo, que le invita a vuestra merced a comer en su casa, y, si ahora se enfrascara en la lectura, pesaría más sobre mí el desplante, responsable de avisarle, que sobre vuesarced.
—¡Diablos, iré! Pero dadme el dichoso códice o…
Lonso se lo tiende, más divertido que intimidado, y lo ojea sobre él, masivo, sobrevolándolo como un puente mira una carpa encarnada.
«De Odore Expellendo», se lee en la cubierta.
La alegría le burbujea dentro y hasta le sube en ebullición al brazo para darle dos palmadas amistosas en el hombro a la montaña. Le preocupaba encargarle al doblemente repetidor de su clase la misión de robar ese libro de la biblioteca de Medicina, pero ahí está.
Lonso merece una recompensa, piensa, si tuviera dos luces para pedirla.
Así, sin querer darle tiempo a que se le pueda iluminar una, se guarda el libro en su propio fardel y se despide simulando premura por reunirse con don Gustavo para la comida.
—¿Os veré allí? —dice más por cortesía que por interés.
—Bien puede jurarlo vuestra merced —sonríe, contento de que pregunte—. A fin de cuentas, es el alcalde mayor mi señor tío.
El señorito don Carlos asiente varias veces y baja los círculos del campanario recordando una vez más que, imbécil o no, Lonso está demasiado bien conectado como para descuidar su relación tanto, que quizá haría bien en recompensarlo de algún modo, que eso lo mantendría a su lado, que…
Pero el mundo le llega a la nariz y, desde el primer pie en la calle hasta la casa de don Gustavo, se ocupa en enterrar la cara en la capa negra de bachiller para conseguir alguna frontera con el hedor del pueblo.
Por si es de curiosidad del lector, hoy es miércoles, pero siempre es fiesta, festivo y fin de semana en la casa del noble. Reunidos en la del alcalde mayor, encontró al rector de su universidad, a la esposa e hijas del corregidor, el prior del convento de los Jerónimos, al menos cinco primos por parte de madre, las hijas del procurador general y un regidor del Concejo. Todas las personalidades, acompañadas de sus mujeres, todas las mujeres desplazadas estratégicamente a otro salón tras la comida.
En el salón de los hombres, todos con esa cara divertidamente ausente por el vino, seguía bebiendo, la mayoría, aspirando rapé, algunos, y sólo don Gustavo había sacado una pipa y empezado a fumarla, como si fuera un marinero o un soldado.
—Señorito don Carlos —dice este—, léanos un soneto de los que bien sabemos anda escribiendo en tímido secreto.
El señorito se esfuerza por borrar la mueca de asco que le despierta el humo, su aliento y todo el alcalde mayor en conjunto:
—¡Más honesto que tímido, diríale yo, señor alcalde! Que guardo mis poemas como la buena doncella protege su honra: aquella, para el marido discreto; yo, para el oído atento. No me mire así, don Gustavo, no me mire así, que no le llamo necio… ¡sino borracho!
El salón estalla en una risa que atrae las miradas de las mujeres, al otro lado del pasillo. Hasta el prior se lleva una mano a la boca y termina por santiguarse con una sonrisa cómplice.
—Todos lo estamos, todos lo estamos —Remienda, para apagar las ascuas de enfado que pudiera quedarle al don—. Y no hay mayor agravio a la poesía que mentarla con labios tintos. Ahora, si lo que vuesarced quiere es solaz ligero, del que troca tiempo por contento, déjeme barajarle el gusto y ofrecerle luego una tonada, una de estas folías que, pues las hubo de parir el pueblo, como quien dice, bien está tocarla ebrio, descalzo y hasta desnudo si se tercia.
Todavía con unas raspas de risas en el salón, con las mujeres ya encaramadas a la puerta de la sala, toma el señorito de su apoyo una viola da gamba, instrumento que tú, lector, confundirías con un violonchelo y, como no ha de importarle a la historia que así te lo imagines, tampoco me debe importar a mí.
Se sienta entonces, sereno, saboreando el silencio de ser mirado. Entrecierra los ojos y hace una suave floritura con el arco, sostenido con dos dedos, a un punto de caérsele de tanta suavidad y todavía prolonga un tanto más el dulzor del silencio antes de rasgar la primera nota.
Las hijas de los tales dejan caer la mandíbula, a don Gustavo se le olvida el fumar, hasta Lonso asoma entre las cabezas del resto para acudir con la mirada a la zalema suave que le llega al oído. Entonces, el señorito sonríe, cambia el tempo y la velocidad de las notas en sus dedos le contagian los pies a la audiencia.
Dos hermanas bailan en el pasillo entre risas, el rector zapatea sentado, el regidor, cómico, toma a su mujer de la mano y mal bailan una danza graciosa que anima al resto a buscar pareja y reír unos pasos con ella.
Entre todos, como una corriente bordea las costas de una isla, pasa una joven criada que retira los platos de postre y rellena las copas de vino. Hasta que llega al señorito. Una nota le falla, otra le desafina, una cuerda le parte en un estruendo y hasta se le cae o tira el arco al suelo.
La música para. Todos lo miran.
—Madre del amor her… —Se retuerce en un calambre y grita a la criada—. Haga el favor de abandonar sus labores e irse pronto al río, que le huele a usted tanto lo que no debiera, que, como siga caminando de un lado para otro, los muslos le harán de pedernal para el yesquero marino ese que tiene usted entre las piernas y saldremos todos ardiendo.
Una nueva explosión de risa en el auditorio, esta desbaratada, con golpes de risa a la mesa, al sofá a lo que sea que cada uno tenga cerca. La criada, manos en la cara, batalla por salir de aquella tormenta de risas corriendo, pero antes uno de los primos del señorito bromea con levantarle la falda y caer al suelo muerto.
—¡Qué cosas tiene el señorito don Carlos! —dice una secándose las lágrimas de alegría.
—¡Y qué mano para la viola! —Otra.
—Dice mi hermana que oyole repasar unos versos en la biblioteca y son… —Otra más.
Pero el señorito no tiene ahora oído ni para los halagos, sale de allí corrido, el libro bien apretado contra el costado y desequilibra el coche de caballos al saltar dentro como una bombarda.
—¡A casa! ¡Ya mismo!
Y, tan pronto llegan, se va directo a las cocinas de su tío, quien le acoge en la ciudad mientras completa sus estudios. Vuelve a leer la cubierta: «De Odore Expellendo» y, espoleado por el ansia y el vino, no lee nada, busca la tabla de ingredientes y confirma en una traducción rápida del latín:
—Desodorante para eliminar los vapores del mundo, nocivos para… —Aparta el libro de un manotazo—. ¡Nunca más el olor de una puerca majagranzas me va a hacer errar una nota en público!
Grita, desbocado, abriendo y estampando puertas de alacenas y despensas; hasta consigue poner en huida a las pocas criadas que todavía hacían sus labores por allí. Al cabo, recolecta lo que necesita: corta, hierve, macera, ralla y revuelve todo hasta crear una mezcla violácea que, cuando por fin lleva al hervor, pasa a una jarra y, sin esperar que enfríe, se bebe y se le derrama por todo el ropón negro de bachiller.
Ya se sabe cómo son estas cosas: un mareo suave le sube desde los tobillos, le nubla la razón y al suelo.
Sin embargo, despierta en su cama, arropado, y el gallo que escucha le hace entender que ha debido de dormir toda aquella tarde y noche hasta remendar el siguiente día. Se yergue de un salto. Recuerda De Odore Expellendo y salta de la cama, pero se le atropella la sábana entre los pies y cae de rodillas ante su orinal de noche. Arruga la nariz, amargo por… Nada, no huele nada.
—¡Eureka! ¡El desodorante ha funcionado!
Se viste a toda prisa para poner a prueba el experimento, sale y va directo a la letrina del servicio: nada. Corre al pozo séptico: nada. Más que los pies, le lleva a la carrera unas alas en el pecho. Cuando se cruza con Paca, la criada más vieja del servicio, poseído por la emoción la toma de los hombros y le estampa un beso en esa boca de tres dientes sanos.
La criada se para un segundo y, sin más, sigue su camino.
Eufórico, sale de casa y se sube al coche de caballos:
—¡Al mentidero de San Juan! ¡Rápido!
Pero el cochero ni siquiera sube al pescante, sigue junto a un caballo, cepillándolo, como en una meditación muy profunda. El señorito se asoma por la ventanilla y da dos golpes a la puerta con la mano abierta:
—¡Eh!
El cochero deja el cepillo a un lado y, cuando cree que va a subirse al fin, se acerca a las crines del caballo y empieza a trenzárselas con exacta parsimonia. Sin querer perder más tiempo en la ineptitud del servicio, se baja, estalla la puerta al cerrarla y corre hacia el mentidero de San Juan.
Lo ve antes de olerlo, y eso ya es un gran augurio. Está lleno a estas horas: de charlas antes del trabajo, de cruces de los rumores de anoche, de la pelea de Fulano en la taberna de Ras del Agua, del adulterio confirmado de Mengana, de lo que yo escuché, sin pretenderlo, pero bien escuchado está, cuando pasé por el confesionario de la parroquia y… Por primera vez, el señorito se deja avasallar de sus voces, no de su hedor, se deja mecer de un lado a otro, hasta sin molestarse cuando le dan con el hombro al pasar.
Mira al cielo, su vida va a alumbrar más que nunca, ahora, libre del ancla pestilente que le ha sido el mundo siempre.
Así, muy por encima de las cabezas generales, ve a Lonso, el repetidor, y el señorito corre a su encuentro, gozoso, con ganas de corresponderle con oro el inmenso favor que hizo al robar aquel libro.
—¡Lonso, hermano! —dice, irrumpiendo en el círculo de otros bachilleres conocidos.
Pero Lonso sigue atento a lo que cuenta otro del profesor don Ramón. El señorito le da dos toques en el hombro, le tira de la manga y hasta lo bofetea, pero ni él ni nadie del grupo aparta los ojos de la historia de cómo don Ramón terminó quedando en calzones en medio del laboratorio.
Todos ríen, comparten miradas afiladas, se enhebran de golpes cómplices y, por fin, el señorito don Carlos entiende.
Corre de vuelta a casa, intenta llamar la atención de este y aquel desconocido en su camino, pero nadie repara en él. Llega a la cocina y ve, sirviendo para nivelar una mesa, el libro De Odore Expellendo. Aparta la mesa de un golpe lo abre y hojea, casi arrancando las páginas por el furor, hasta dar con la receta preparada.
Y lee.
Palidece y lee de nuevo, siguiendo ahora cada letra con el índice. Vuelve atrás y traduce en alto, con un temblor pesado en la voz:
—Desodorante para eliminar los vapores del mundo, nocivos para el alma. Remedio definitivo para sortear las vanidades mundanas y sus humores en forma de gloria, fama y renombre. Sea por siempre la paz del silencio terrenal con el sabio que sepa apartarse… —se le quiebra la voz en un llanto.
En un arrebato, hojea páginas, busca tras la bruma de lágrimas un antídoto para el veneno de no ser, pero el códice es claro al respecto: la fórmula del desodorante es irreversible una vez administrada.
Telón rápido.
Fundido en negro.
Nadie sabe qué pasó con el señorito don Carlos todo ese día y toda esa noche, ni siquiera el siguiente, pero ese sábado el alcalde don Gustavo organizaba un pequeño convite en su casa y por allí apareció el señorito: las ropas rotas, embadurnadas en heces y orines de haberse tratado de hacer notar, cabezas de pescado en los bolsillos, leche podrida para peinarse el cabello… Pero, igual que estos días, tampoco en la casa de don Gustavo fue notado ni por el servicio.
Con la voz quebrada, se inclinó sobre el alcalde y le dijo:
—Aquí tengo yo unos poemas… —dijo sacándose un papel aceitoso de entre las cabezas de besugo—. Si vuestra merced quisiera yo podría…
Pero, don Gustavo, que aspiraba entonces de su pipa, rio con fuerza por algo que le contaban; tanto, que hizo que todo el tabaco y ceniza le explotara al señorito en la cara, como una chimenea hecha cerbatana.
Parece que antes de irse, tocó una melodía triste con la viola que nadie escuchó.
Salió del salón, se oyeron ruidos en el sótano a los que nadie prestó atención y, cuando el señorito don Carlos volvió a la sala, lo hizo todo embadurnado del aceite de lámpara del almacén.
Y con una antorcha encendida en la mano.
—Ahora me veréis —dijo.
Y se clavó la cabeza de la antorcha contra el pecho, como un Marco Antonio indigente que se quitara la vida con un gladio de fuego. El aceite se prendió al momento, el señorito soltó la antorcha y gritó al sentir cómo le estallaban los tendones y se le derretía la piel sobre los huesos.
Pero nadie lo miraba. Nadie escuchaba sus visajes de dolor ni, ya, al final, sus estertores silenciosos. No fue hasta que se derrumbó contra las cortinas del salón que todos repararon en el fuego y salieron de allí a la carrera, sin poder salvar nada, ni una cucharilla, del edificio.
—Así es cómo tuvo lugar el incendio inexplicable en la casa del alcalde mayor —digo.
Todo el mentidero de San Juan se ha arremolinado a mi alrededor para escuchar la historia, todo ojos bajo sobreros y toquillas, alguna doña abanicándose las lágrimas con un ventalle, queriendo calmarse o borrarse con las ráfagas de aire la imagen del incinerado, para poder dormir esta noche.
Entonces, una voz me grita:
—¡Nunca ha habido un señorito don Carlos, ni nada que se le parezca, en esta ciudad!
—Eso sólo prueba, querido —digo—, que el desodorante funciona.
Diaaaaablo.
Esto quedó mucho más largo de lo que quería 🙊
Bueno, para seguir con la cadena de los relatos: reto a
a que haga uno con las palabras: pudding, meteorito y matarife.¡Suscríbete a su newsletter para leerlo!
(a la de la pelirrosa no hace falta)
Coooorreee, que es tardísimo.
¡Besitos volados!
Te dejo aquí el enlace al texto que cité arriba:
⮤ «Por ejemplo, hace un tiempo hicimos un texto juntos, un relato fantástico-romántico-mitológico-(trágico, si lo hubiera terminado yo)»
Lo autonclusivo siempre funciona, Samuel. Te lo dice una que empezó escribiendo microficciones. Deberías escribir más así, aunque te haya salido más largo de lo esperado, jaja
Veo que en este espacio se mancilla mi buen nombre con saña! Sin embargo, solo me paso para reconocer que me ha gustado el relato, aunque en efecto, es largo de narices!
Como no me voy a poner a la altura de las faltadas, que usted señor barbudo, me profesa, solo diré en mi defensa que el final del relato de Mongolia está ya en mi cabeza pelirrosa, solo me falta tener el tiempo y la templanza para sacarlo!
Hala y ya estaría todo!