- Tercer Acto -
I
«Casi un día cualquiera»
Cada vez se despierta más tarde.
Mojas el segundo trozo de bizcocho en el té con leche y te inclinas un poco para no mancharte el uniforme. Miras sobre el hombro. Te ha parecido escucharle, pero no, tal vez sólo se ha girado en la cama. En cuanto devuelves la mirada al bizcocho, se parte en dos y cae en el té.
—Oh…
Desde que trabaja desde casa ya nunca lo ves por las mañanas, ni él te ve a ti más allá de las diez y media de la noche. Todavía no sabes si esta es otra forma de evitaros o una demostración más de que os repeléis por naturaleza, como imanes de los malos.
Pescas el bizcocho con la cucharilla. Aún dormís juntos. El bizcocho ensopado te estalla a chai en la boca. Estaría bien quererlo; estás segura de que alguna vez lo quisiste, tal vez cuando te lo presentó su hermana después de una de aquellas sesiones. Estaría bien querer a alguien, no dormir como si tuvierais que pedir visado a la embajada del cariño para traspasar esa mitad de cama, desierta; un corredor abandonado entre vuestras espaldas.
Ahora que apenas sale de casa, ni siquiera te queda la esperanza de que encuentre a otra y te deje él. Resoplas y te acabas el chai. Tiene que ser todo así de difícil siempre.
Te levantas y dibujas entre la cocina y el salón la estrella de pasos de todos los días: lavavajillas, espejo, bolso, llaves, estantería. Te quedas ahí, pensando si merece la pena llevarla contigo otra vez, pero guardas en el bolso, como siempre, la cajita de madera oscura de nogal.
Cierras la puerta con cuidado, usando la llave desde fuera para que no suene el pasador.
Nunca hay demasiada gente a esta hora en la calle, pero él siempre estaba. No entiendes cómo es posible que haya desaparecido por las buenas, sin decirle nada a nadie. Ya en el paso de peatones, sacas la cajita de nogal, como si quisieras invocarlo así. Con una esperanza que te mengua en cada paso, te acercas a la espalda del hombre sentado en el parque, sobre el murete con el tablero pintado.
—¿Sigue sin aparecer? —dices—. Buenos días.
Ginés se gira, con la misma sorpresa torpe de todas las mañanas. Un tipo con cara ancha, como de Sancho Panza moderno, y la barba sin orden, geográfica, de erizo que anda perdiendo pelo.
—No, Norita. Ni rastro del condenao ese.
Las piezas de ajedrez suenan en la cajita de nogal al cruzarte de brazos.
—Y mira que es raro —Se termina de girar hacia ti—. A todos los de la calle nos da por pegar una espantada de vez en cuando, pero tanto… Tú tranquila, que muerto no está. Eso lo sabríamos ya todos. Esas cosas se saben, la poli misma te lo dice.
Asientes y das el primer paso hacia el mercado, pero te detiene con una mano en el aire y la boca medio boba:
—Pero, si quieres jugar, echamos una partida —Entrelaza los dedos, como una cuna, sobre el pantalón—. Para que te rente el madrugón, digo yo.
Tío Juan tiene un arrojo creativo al jugar que lo lleva a ganarte alguna partida, por eso te gustaba jugar con él, porque es del todo imprevisible. Ginés es sólo malo. Igualmente, te sientas al otro lado del tablero y colocas sus peones, y tus peones. Sus piezas menores, y tus piezas menores. Sus mayores, y tus mayores. Su rey, y tu rey.
Le ganas en catorce jugadas.
—Un día vas a tener que dejarme ganar, mujer, compasión con un pobrecillo —dice, rascándose la cabeza.
—Vale —asientes.
No estás segura de si, aun dejándote, podría ganarte una partida. Ginés juega con una inocencia blanda, inofensiva, como si lo que le divirtiera de verdad fuese intentar, cueste lo que cueste, llevar a un peón a convertirse en reina. Siempre pierde igual. En cuanto te vas hacia el mercado, lo notas levantarse e irse por su lado.
Ya hay alguna gente en el mercado, pero la mayoría sigue siendo trabajadores en un toma y ven de mercancías. Saludas a Kiko, el frutero, sin poder aguantarte la sonrisa:
—¡Ole, las cajeras guapas por la mañana! —dice, los dos brazos altos.
La mercería y la de los bolsos siguen cerrados, ves a Jorge que firma unos papeles en el mostrador de esa tiendita que, no sabes cómo, sobrevive a vuestro lado, y entras por fin al Mercadona.
Si pudieras oler, olería a casa y como a cosas buenas. El gerente se para al verte, y te habla mirándote al pecho, sobre el cartelito con tu nombre:
—¿Otra vez con topos en la camisa?
Llevas el triple de años que él en ese Mercadona, si hay algo que te puedes permitir, es ponerte un pin de lo que te dé la gana.
—En verdad, esta vez es un desmán ibérico —Bajas la mirada al pin de ese topito feliz con trompa—. ¿Ves la trompa? No es un topo, topo; no es de la familia Talpidae, sino Desmaninae. Por eso lo de desmán, es como un primo de los topos.
—Genial. Te iba a decir que te toca controlar las cajas de autocobro.
Se te borra la sonrisa y, con el apretar de labios, se te empieza a retorcer algo dentro:
—¿Por qué yo?
Hay una respuesta vaga, una explicación con no sé qué de los turnos de la tarde y Marisa que necesita llegar hoy más tarde por el niño. Y se va, sin darle la importancia que tiene.
Das un par de pasos, por no quedarte clavada en esa baldosa y, por primera vez, antes de que se te desmorone todo, te resuena aquello:
«Los cambios son oportunidades», la voz de tu psicólogo.
Estos pequeños cambios te preparan para afrontar cambios mayores, es sólo un entrenamiento, nada más. Te están haciendo un favor. Así que ahora sólo tienes que ir a esa silla triste de controladora de parking trasnochada, sentarte allí, y ver cómo los clientes se pelean para intentar hacer tu trabajo.
Entrenamiento. Te están haciendo un favor.
Estar aquí, sin una caja delante, debería ser incluso mejor. Lo que te gusta de tu trabajo es observar a los clientes, sacarles las historias que traen consigo y que nadie más puede ver. Pero, quizá por la costumbre de los años, te has hecho a llevar ese espionaje acompasado al pip, pip, pip de tu mano al pasar productos. Como si cada pitido fuera el metrónomo para un dato nuevo que extraes. Sin esa guía, no te sale tanto. No coges el ritmo.
Pisándole los pies a tu pareja de baile que es la observación, pasa la mayoría del turno pudiendo rescatar una anécdota en esa pata de gafa rota, el tacón despegado de una señora, el moretón de una niña en la pierna…
Un chico se para junto a la neverita junto a las cajas y toma un Red Bull con descuido, pero se queda todavía un rato más ahí. Se agacha, culebrea con el cuello, saca el móvil y escribe.
No está comprando para él, no esa segunda lata.
Apoyas los codos en la mesa y lo miras mejor. Tiene sombra de barba, de un día. Está cansado. No le ves los ojos, lo notas en ese haberse agachado a medias y volver a sus pies rápido, como ahorrando la energía que le queda. Se lleva el móvil a la oreja, y disimulas.
—Te digo que no hay zero, hay sin azúcar —baja la voz—. ¿Me estás llamando para esto de verdad? Te cojo una marca blanca y al carajo… Tienes cinco putos años, no me lo puedo creer —Se aparta el móvil un tanto y, tan pronto busca a su alrededor, da contigo—. ¿Red Bull Zero no tienes?
—Si no está aquí, fríos no, pero en el pasillo de refrescos tiene que haber en caja.
—Calientes sí hay —dice y se despide con un «gracias» en las cejas.
Te remueves en la silla y lo ves alejarse. Ese chico tiene una historia que todavía no sabes ver. Por fin, se te acelera el pulso, se te afila la mirada y esos pitidos descoordinados de los clientes no son suficientes para despistarte.
Tiene el tacón izquierdo de la bota muy gastado, es el pie del embrague, quizá conduzca mucho y siempre con esas botas. Nada en los vaqueros, azules, ajustados, que se note el día de piernas en el gimnasio, y de culo. Desaparece por el pasillo.
—Pues nada, aquí estoy, Dios bendito. Nunca tengas hijos, Nora.
Marisa llega, para una apuñaladita casual con ese comentario, y luego seguir contándote lo insufrible que se pone su hijo cuando hay que llevarlo al dentista.
—Pero venga, no te lavo el coco más con el niño. Vete a tu descanso, corre.
Tu compañera se sienta y la silla gime, en una queja formal contra el cambio de peso. Cuando levantas la vista, la cazadora marrón te vuelve a llamar al chico de antes. Está ante una caja de autocobro, los dos Red Bull en la mano, sin saber por qué no le hace caso el lector.
—Después de pasar el lector, tienes que dejar el producto en la cesta —repites por última vez en este turno.
Lo hace.
Está a punto de sacar el móvil para pagar, y tú de irte, cuando a una señora se le cae una lata a vuestro lado. Es más rápido que tú, se agacha para la recogerlo… y se te frena la sangre en las venas.
Entre la cazadora y el cinturón, encastrada en el vaquero, ves la empuñadura de una pistola negra. Y ya está de vuelta al pago, recoger las latas de la cesta y echarte una última mirada, confusa, sin entender por qué te has quedado así de tiesa a su lado.
Ningún policía lleva la pistola así guardada.
📜Diario: Me han degradado a cajera de autocobro por hoy. Tengo hambre.
🎒Inventario de Nora: Cajita con piezas de ajedrez.
🗣️Charla de entretiempo (pendiente): Nada de qué charlar.
Oficialmente, estamos de vuelta ✨
Tienes tres días, hasta el viernes 27 de junio (8:00 AM, GMT), para votar en la encuesta de arriba qué quieres hacer con ese chico sospechoso.
Este icono «🗣️
» representa una charla de entretiempo. En cualquier momento, puedes escibrir en comentarios algo que te gustaría que preguntara o dijera Nora a alguien y aparecerá en los próximos movimientos.
¡Besitos volados!
Este movimiento continúa el:
Sábado 28 de junio
· Esta es una historia del universo de ‘Caminos de vuelta’ ·
Comenzamooooos!!! 🤗🤗🤗
Por un momento sentí que esto era como un videojuego