He estado trabajando mucho las últimas horas, así que me acuesto, aunque me doy cuenta enseguida de que eso no va a arreglar el retumbre que llevo en la cabeza.
Me levanto para dar un paseo; yo, que no doy paseos. Camino mucho, pero siempre para llegar a algún lado.
Reviso rápido las últimas noticias, que no haya pasado nada cerca, y salgo para subir la cuesta de casa, el sentido contrario al que he ido todos estos días. Entonces, cuando levanto la vista al llegar arriba, me río en alto. El nombre de la calle está en árabe, pero en letras latinas debajo...
No me lo puedo creer.
En Miradero no se ponen imágenes, pero, no me jodas, si algo merece una excepción, no me digas que no es esto:
Imagínate eso.
Te mudas a Palestina y terminas viviendo en una calle que se llama Hugo Chávez. Esto, si lo pones en una novela, no se lo cree nadie. Cierran el libro.
No tenía esa intención al salir, pero me doy cuenta de que voy a escribir sobre este paseo, así que, poco a poco, abriendo despacio para que no rechine, dejo sólo de pasear y empiezo El paseo.
Lo bueno es que el dolor de cabeza se ha ido. Seguro que son las pantallas.
Camino despacio, muchas veces con las manos a la espalda, saboreando el placer de envejecer en secreto. Porque las calles, aquí, están siempre vacías; ni siquiera hay nadie nunca en las ventanas. Esto es Birzeit, un pueblo a las afueras de Ramallah, que va barajeando edificios chicos, siempre de esta piedra blanca, con árboles y terrenos inclinados.
De frente, aparecen dos mujeres con hiyab, y cambio de acera.
Más adelante, sin embargo, aparecen los verdaderos habitantes de esta parte del mundo: los niños.
De día, en esta zona de Birzeit, la calle sólo deja hablar a los niños. Aunque no los veas, están siempre sus voces haciendo carambolas por los patios, o te topas con sus huellas en forma de bicicletas abandonadas, donde sea que cayeron, antes de cambiar de juego. De noche, la calle es de los perros.
Ahora, frente a mí, los niños brotan en la calle.
Los descubro como si hubiera visto a un grupo de duendes negligentes. Juegan al fútbol, todos chicos, en la edad de todavía no haber empezado a hablar de chicas (desde aquí, parcelita de la inclusión-sonreída-occidental, le deseo buena suerte y fuerza al que, en el futuro, le nazca apetecerle hablar de chicos).
Son más de diez, juegan un partidito desordenado y, al niño friki que nunca aprendió a jugar al fútbol —yo—, le crece una enredadera dentro. Checkpoints, gente a la que se trata de usted, gente de uniforme, fusiles, noticias malas… y son unos niños jugando a la pelota los que consiguen ponerme nervioso por primera vez viviendo en Palestina.
Me sacudo al niño friki y vuelvo a ser yo. Paso a su lado, como no, me llega el balón a los pies y, gracias a esa pachanga en agosto con 102, le doy un toque y devuelvo la bola al grupo. Un niño gordito, portero, celebra algo en árabe, agradecido.
Sigo caminando y veo de frente a una mujer con hiyab. Cruza de acera al verme.
Subo una pequeña ladera y, entre las agujas secas de pino, veo algo demasiado azul como para nacer del suelo. Es un lápiz. Otra de esas huellas de los habitantes de la calle. Lo recojo: está casi nuevo, afilado a cuchillo, aunque su antiguo dueño no se resistió a probar si ese color intenso sabría a caramelo.
Pese a las marcas de dientes del duende, me lo guardo; tener cosas físicas ayuda a darle credibilidad al mundo.
Creo que soy el único habitante de Palestina con puntería suficiente como para meter la basura dentro del contenedor. Tiro un papel ahí, mientras una barricada de plásticos y papeles rodea la canasta a lo esperando un asedio.
Quizá sólo sea el viento.
Un viento tan fuerte y travieso como para sembrar todas las calles del país de un plástico que ofenda a la vista occidental, porque no parece que para ellos desentone más esta botella enturbiada por el sol que aquel arbusto de allí. No parece que le encuentren diferencia.
Quizá sea eso, quizá todos seamos la misma cosa y en verdad da igual dónde estemos tirados.
Miro a un lado: más portales de casas abiertos. Aquí los miedos son otros. Cuando R. me dio la llave de mi apartamento, le pregunté por la llave del portal y me dijo, como quien repite una obviedad a un niño, que estaba siempre abierta.
Pradójico, pero creeme si te digo que Palestina es el sitio más seguro en el que he estado.
Más adelante los edificios desaparecen y dejan ver la caída del monte, valles a lo lejos, ciudades que no me han presentado, nubes a medio tostar. Está a punto de atardecer y me apetecería detenerme, incluso sacar una foto; a mí, enemigo de las imágenes, pero hay un grupo de jóvenes más adelante, y sacar fotos a la nada te lo desaconsejan en primero de «No parecer un espía».
Sigo caminando, de frente, hacia el grupo de jóvenes. Por mucho que dé el pego por árabe, esos pibes habrán crecido dejando huellas de niño por ese mismo monte. Y yo no estaba aquí hasta hoy. Me miran con algo de disimulo, yo no necesito mirarlos más. Tal vez, si tuvieran un balón de fútbol…
Paso de largo y, al poco, escucho varias puertas de coche cerrarse a mi espalda.
No me giro, sólo me subo a la acera; si me atropellan, que no sea sin querer.
Pero nada. Un coche parece que se aleja; otro, con el tubo de escape igual de trucado que en España, pasa a mi lado acelerando poco y sonando mucho. Sólo querían enseñarme su juguete nuevo porque, claro, hoy es Mawlid al-Nabi, el día que celebra el nacimiento de Mahoma. Casi nada.
Empieza a anochecer, y pienso que debería ir volviendo a casa, cuando me doy cuenta de que vuelvo a estar frente al cartel de la Calle Hugo Chávez. Subiendo y bajando niveles, pero he terminado dando una vuelta entera a la montaña. Sigo hasta frente de mi casa, veo un banco y me apetece sentarme.
Son casi las siete y suena la llamada al rezo de la mezquita. Me fijo en el minarete.
El mundo es siempre paisaje.
Allá al fondo, unos edificios encienden sus neones, imagino, en Ramallah; ahí, el minarete que repite sin miedo que «Allahu Akbar» es más que el grito asesino que nos llega a Occidente; aquí, un murcielaguito se afana en cruzar el aire para vengarse de todos los mamíferos que le dijeron lo imposible que era.
En Madrid, en la escala antes de venir a Palestina, mi amigo Dani vino a buscarme al aeropuerto. Te he hablado alguna vez de él. Estuvimos charlando hasta las dos o tres de la madrugada, aunque tenía que estar de nuevo en el aeropuerto a las seis, y una de las veces hablamos de esto.
—Es que tú no tienes zona de confort —me dijo.
Recuerdo hace años, a un par de obras teatrales de distancia, cuando estaba en el Líbano, en otro contexto laboral diferente al de ahora, y, mirando hacia un monte, pensé que aquello podría ser Madrid, que yo no me sentía diferente que en la sierra de Madrid.
Ahora, en ese sutilísimo perfume de dos madres con hiyab que pasan tras mi banco, tampoco.
Me da que hubo un tiempo en el que eso me incomodaba, pero ahora creo que es una suerte poder sentirme tranquilo, en casa, con tanta facilidad; por donde quiera que vaya llegando, poder hacerlo cotidiano.
—Cantando aunque te envíen las fieras.
Me dijo ayer mi querido Estetío, que es, en esencia, lo mismo que decía Dani, pero mi pata es escritor y se le nota en las maneras.
Creo que el mundo es siempre paisaje, y que yo vivo en mi cuerpo, no allí; que traigo mi casa entre el pecho y la espalda o entre la coronilla y el pie. Algo así tiene que ser.
Las mujeres a mi espalda charlan, también la llamada de la mezquita, y pienso que tengo que aprender árabe de una vez: subir mi casa andante a mi casa con techo y abrir el dichoso libro.
Así que me levanto, subo, pero en vez de eso termino escribiendo, como siempre.
Tengo que coger fundamento.
Venga, ahora sí. Voy a estudiar un poco.
¡Besitos volados!
P. D.: Ayer salió el décimo movimiento de la historia de Alma en el que aparece una mecánica nueva, ¡pásate para echarle un ojo! Alma necesita de tu creatividad.
No sé si reír o llorar con el letrero de Hugo Chávez. Efectivamente, supera la ficción.