🍂Sácame así, como lamentándome
Es domingo hoy. Así que por calendario mirandero toca hablar de Palestina. Bueno, más o menos. Ya te comentaré, pero estoy yendo con regularidad a Jerusalén, y el otro día estuve por la Ciudad Antigua
Algunos palestinos siguen con la titánica misión de devolver todos los fósiles a la tierra, de donde los expoliamos para nuestras cosas. El chico que tengo al lado en el taxi abre la ventanilla y tira una botella fuera, al mundo.
Misión cumplida.
Aunque esto no es un taxi, sería más justo llamarle guaxi, como los bautizó mi amiga
: una mezcla de guagua y taxi. Una van de siete asientos que puedes parar y bajarte dónde quieras (como un taxi) y que hace siempre las mismas rutas, con más gente (como una guagua; que, por cierto, significa autobús en español aburrido).En el Sudeste Asiático hay cosas parecidas; en Filipinas, por ejemplo, les llaman tuk-tuk. Sólo que allí son motos a las que han querido martirizar en vida soldándoles un sidecar-cabina donde se pueden subir, con ingenio, cinco personas. Probablemente la peor reencarnación posible si te toca nacer moto.
Quizá te sorprenda, pero Palestina no es un país del tercer mundo.
Los guaxi están muuuy lejos de ser tuk-tuk oxidados, con agujeros en el suelo a lo Pedro Picapiedra, donde el conductor se tiene que enrollar una cortina al brazo para no quemarse vivo con el sol. Aquí suelen ser vans nuevas, Mercedes o Volkswagen, todas pintadas del mismo naranja y con su cartelito mentiroso de taxi instalado en el techo (debería decir guaxi).
Aparece la mano de una chica sobre mi hombro, como una palomilla que trajera un mensaje en el pico, y le pongo mi mano debajo en forma de nido. Baja despacio y me deja ahí unas monedas. Me inclino hacia el conductor y se las doy.
Hay un momento de comunidad bonito en los guaxis: como los de los asientos de atrás no llegan al conductor, el dinero pasa de manos por los que están sentados delante. Tomo la vuelta y ahora es mi mano la paloma y la suya el nido. Es una chica sin hiyab, con el pelo tan rizado como me imagino que lo tiene Alma. Me sonríe un gracias.
Puede que algún día deje de enamorarme cinco minutos de desconocidas que me sepan sonreír así.
Lo más parecido a un amigo que tengo en Ramallah es el chico de la tienda de móviles donde compré mi tarjeta SIM al llegar. Tiene cara de buena persona, así que probablemente lo sea. Vuelvo para comprarle veinticuatro horas de internet en Israel y aprovecha para enseñarme una foto, una foto de pesetas en moneda.
Señala una.
Me dice que tiene tres monedas de veinticinco pesetas, esas del agujerito en el medio. Me dice que quiere ir de vacaciones a España, que le gusta mucho Sevilla. Le sonrío como a la chica de los rizos.
Para cruzar de Palestina a Israel hay varios checkpoints, el más grande es el de Kalandia o Qalandiya (siempre hay más de una forma de decir las cosas por aquí). Se llega con una guagua especial, esta como las que conoces, blanca, pero cuando hay mucho tráfico tienes que esperar ante las vallas cerradas.
Y esperamos.
Aparece por ahí un gato rubio con el pelo muy tieso, todo empolvado. Camina lento, como si se hubiera acabado de despertar. Llega al torno, espera un segundo, y pasa una pata dentro, espera, y pasa las demás. Y sigue caminando por el pasillo de barrotes como cualquier otro buen ciudadano.
Entonces nos dejan pasar y bajamos para recorrer a pie ese mismo pasillo enjaulado. Sólo se puede cruzar un checkpoint si tienes identificación israelí, si tienes un permiso especial o si eres extranjero. Si no, pues nada. Y, como Palestina no tiene aeropuerto, pues la trampita global se hace sola.
Cruzamos el control y volvemos a la misma guagua.
En esta parte del mundo hay muros. Muchos. Aunque hay uno que podría ser el mismo que se fuera enrollando sobre sí mismo como esa serpiente del Nokia. Recuerdo que lo vi también en Líbano, un muro largo hecho por secciones de hormigón estrechas que se van engarzando como diseñadas por Ikea.
Siempre la respuesta es la misma desde el lado enmurallado: pintar. Voy viendo el carrete de murales que corre por la ventanilla y me da un no sé qué al darme cuenta de que todavía recuerdo algunas de las pinturas del Líbano. Levanto la vista al alambre de espino que corona lo alto del muro y empiezo a contar: una, dos, tres, cuatro… Hasta dieciocho pelotas desinfladas, atrapadas entre las cuchillas.
Uno puede saber que está en Israel porque aquí no se pretende devolver los fósiles metamorfoseados a la tierra. Imagínate una avenida de tu ciudad, pues esa podría estar en Jerusalén. Es una ciudad occidental con su tranvía y sus aceras bien definidas y todo lo que llamamos normal allá por casa. De vez en cuando te puedes encontrar a un señor con su familia y con un fusil colgado a la espalda, pero, por lo demás, la calle de Alcalá con letreros en hebreo.
La Ciudad Antigua es otro rollo.
Compro una SIM israelí, pero el de la tienda no tiene interés en ser mi amigo, ni en enseñarme pesetas, ni en decirme lo bonita que es Sevilla, así que me doy la vuelta y entro por la puerta de Damasco, la entrada de una muralla que hubo de aupar arqueros de las tres religiones más religiones de estos últimos milenios del mundo, con sus problemas, los arqueros, y sus cosas en la cabeza como: qué cabrón Haquim que me dejó la peor guardia o no veas la hermana del Lucas o como pille a Ephráyim después de lo de anoche, se caga.
Dentro pasa algo.
Como esas paredes sobre las que empresas empiezan a poner pósteres publicitarios y, por no sé qué concierto, ponen pósteres encima de esos y, sobre esos, se anuncia el nuevo iPhone, y sobre esos… Creo que la Ciudad Antigua de Jerusalén es algo así. Está tan apiñada de casas y comercios jugando al Twister, enrollados unos encima de otros, que casi ya no se ve lo antiguo de la ciudad antigua que es.
Siempre aparece por algún lado, claro: una piedra que tocó san Alguien y quedó ahí, rodeada por esas mil capas de pósteres, amenazantes; el propio suelo, que parece una pista de patinaje de lo jodidamente desgastado que está o maravillas históricas, encorsetadas, como el Muro del oeste o el Muro de las lamentaciones (te dije que siempre hay más de una forma de llamar las cosas aquí).
Después de la reunión, ese día tenía pensado ir al Santo Sepulcro, a la iglesia de Santa Ana, a… pero me quedé mirando el Muro. Para no ser exagerado voy a decir que estuve media hora ahí delante, pero probablemente estuve más.
Esto es lo bueno de viajar solo, que puedes quedarte mirando un par de piedras todo lo que te apetezca.
Mucho de lo que sé de historia lo sé por novelas, así que sé por un cuento que fue el aún general Tito, hijo del emperador Vespasiano, el que terminó por tomar Judea gracias a lo que siempre hace desmoronarse a los grandes humanos con muchas almas a su cargo: las disputas internas (los españoles sabemos bastante de eso, podríamos hasta dar clase, si hubiera algún español que recordara su historia).
Un jefe que tuve me dijo una vez que el enemigo es como un niño, y delante de los niños no se discute. Así que el general Tito supo ver esa discusión y terminó, primero, tumbando el Templo de Salomón para, poco después, tomar la ciudad de Judea.
Claro que, aunque no tanto como a los griegos, a los romanos les gustaba un buen teatro, así que el general dejó en pie un muro del templo para recordarles a los judíos que, si todos los caminos llevan a Roma, es por algo.
Pues ahí estoy yo, mirando ese mismo recordatorio imperial, con una bolsa de algo que no quería y que un mercader me convenció para comprar (qué buenos son los cabrones). Pero no miro tanto el muro como a los que hormiguean a su alrededor.
Es jodidamente fascinante.
Hay una mampara que divide el muro en dos, para que hombres y mujeres se lamenten siguiendo el ordenamiento natural de lo que tengan muy arriba entre pierna izquierda y pierna derecha. Curioso que la parte de las mujeres, más pequeña, esté mucho más llena que la de hombres. Creo que hacen hasta cola.
Pero me voy a la de los hombres y ahí es donde empieza a correr el cronómetro.
Cuando me canso de pensar en mis cosas, dejo las piedras y miro a la gente: a la entrada, hay una pequeña pecera con kipás desechables, muy finitos, que se le vuela a todo el mundo; si no traes el tuyo, agarras uno de ahí y con eso vas tirando. Luego, alternativamente, sabiendo bien a quién acercarse, como el mercader conmigo o el tipo de los pasaportes en el aeropuerto, un judío ortodoxo habla con algunos de los orantes que tienen intención de acercarse al muro.
Como te digo, llevo mucho tiempo aquí mirando, así que sé que lo que hace ese señor es ofrecer la versión premium del rezo: la atadura de tefilín. También hay creyentes muy determinados que ya bajan la rampa hacia el muro remangándose mucho el brazo izquierdo, como si un hermano suyo necesitara sangre, para atarse las filacterias. Hay un pequeño puesto junto a la rampa con cinco o seis judíos ortodoxos que ayudan a los oradores (premium, perdón no puedo dejar de ser imbécil) a atarse las cintas negras al brazo. Esos van a otra zona del muro, a cubierto, el resto se queda en la explanada.
Y en la explanada es donde los pósteres móviles de Coca-Cola empiezan a aparecer.
Hay de todo en este mundo, y en el Muro no iba a ser diferente, así que te puedes ver a creyentes respetuosos que se acercan a la piedra y rezan, judíos ortodoxos sentados con un atril delante con la Torá abierta y haciendo, probablemente, la práctica más profundamente seria de su vida y, luego, la pachanga.
Contra el muro, todo el brazo apoyado en él y la cara hundida, penosamente, en la fosa del codo, hay un hombre que, de vez en cuando, entre lamento y lamento, mira a un lado y dice algo. Le susurra indicaciones al fotógrafo profesional que tiene ahí, acuclillado contra el muro. O sea, el Muro.
Más allá, un padre ha traído una silla al centro de la explanada y ha subido allí a su hijo, que, con un tallit, como un manto de oración, se cubre la cabeza y sonríe abriéndolo mucho como si fuera un Leonardo que quisiera volar con él. Acuclillado, otro fotógrafo con cámara del taco hace las fotos que ese niño verá todos los veranos en la casa del pueblo.
Dos tipos, que debieron de cruzarse con el mismo mercader que yo, porque van hasta arriba de bolsas, cogen sus kipá del dispensable, van directos al Muro, descargan sus trastos ahí, y se lamentan un poco mientras comentan algo de cuando en cuando. Quizá preguntándose dónde se conseguirán esos fotógrafos de las cámaras grandes.
Un hombre baila, cerca del puesto de las tefilín, con otro hombre, ortodoxo, sonreído. Y hay algo en la expresión del hombre que viste a lo contemporáneo que me parece tétrico, una mirada de importancia ebria, como de niño al que han hecho encargado del puesto de limonada.
Entonces, la madre de una familia me habla en hebreo, respondo en inglés que sí, encantado de tomarles una foto, y me acuclillo un poco para que se vea el Muro tras ellos.
Al rato, me voy de allí. Creo que algo triste.
Recorro las calles de la Ciudad Antigua resistiéndome a irme todavía, pero sin querer entrar a más sitios sagrados. Sólo camino buscando esas pistas antiguas, judías, cristianas y musulmanes, que de vez en cuando asoman a la tormenta de nuestro siglo.
Dos o tres horas de no irme.
Y me topo con una huella de niño, un peón amarillo de juego de mesa, pisoteado y olvidado, ahí, en lo santo de la tierra esta.
Me lo guardo, quizá por acercarme a lo diógenes del cínico o quizá para recordarme que es mejor que la gente viva aquí, que ponga sus pósteres por donde pueda, que jueguen en las calles, que Tierra Santa sea un patio laberíntico de comunidades apiñadas, todo antes de que se convierta, en su totalidad, en el fotomatón más sagrado del mundo.
Al menos hay una resistencia aquí.
Las cuerdas de tender protegen Tierra Santa de ser un Disney World pio; es más: las cuerdas de tender consiguen salvaguardar una última santidad, la del suelo, porque hacen correr a los turistas, les llenan de urgencia por dejar esa mundanidad atrás para llegar a lo bonito.
Así, el suelo, pulido durante milenios, ignorado durante milenios, termina por ser lo más sacramente respetado de aquí; el único sitio donde a nadie se le ha ocurrido hacer el payaso para una foto.
No quiero que se me haga de noche, así que, por fin, me dejo ir de vuelta a casa, jugando con el peón de plástico en el bolsillo mientras cuento otra vez esas pelotas atrapadas entre el alambre de los muros, para no exagerar en el correo que tengo que escribir.
Y eso,
¡Besitos volados!
P. D.: La cosa está suuuuperapretada en Antes de rendir el alma, pásate y échale una mano a Alma votando en la encuesta, si no, es bastante probable que a la pobre le pasen (más) cosas malas ☠️⛈️
Madremiademivida, qué facilidad tienes para transmitir, casi lo he visto de primera mano. Hasta el peón y todo. Qué bonitas vivencias (a pesar de los pesares, del postureo y demás). Un abrazo apretado.
Me has recordado a la sensación que tenía viviendo en Berlín, con la gente haciéndose fotos fingiendo saltar el muro o el monumento del holocausto, entre otras lindezas. Te deja un regusto a impotencia 😕