Esta historia continúa:
La de hoy es la sexta de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte. Y, si quieres que un bonboi pequeñito vaya a tu bandeja de entrada para asegurarse de que no te vuelves a perder otra entrega, suscríbete:
Nati, Zaira y Ximena estaban apelotonadas en la puerta, como tres mellizas de tres madres, los mandiles aún con manotazos de harina por haber estado cocinando. Miraban al falso catatónico, que hablaba ahora con el celador de barrio, desplazados a la última cama para evitar ser escuchados.
—Vaya —Aplaudió dos veces la hermana tornera al verlas—, a la cocina o al coro, pillastras; que ya empieza el Salve Regina y aquí no hay nada que ver.
—¿Que no hay nada que ver, hermana? —dijo Zaira, en el medio—. O es milagro que el mudo hable o nos ha estado tomando por tontas a todas. Eso hay que ver.
—Eso hay que ver —asintieron las otras dos, y dijo seguido la Nati—. Y la pobre Amalia dándole de comer como a un pajarito herido todo el día. Si es que…
—¡Vaya! —Por no tener tres brazos, tomó sólo a dos por los lazos del mandil—. Al coro antes de que os vea la madre superiora.
Un suspiro etéreo empezaba a llenar el convento, y la hermana tornera se persignó viendo cómo las tres recogidas se dirigían hacia él, quitándose los mandiles. Sin esperarlo, aquella imagen le erizó la piel, y no tardó en entender por qué: tres muchachas de mala vida que caminaban juntas hacia los primeros versos del Salve Regina.
Se peinó las faldas del hábito en una caricia nostálgica, lenta, e hizo como que ordenaba el tablón de anuncios mientras aguzaba todo lo que le quedaba de oído.
—¿Se lo repito otra vez? —El catatónico se masajeaba el cardenal del pecho con la mano sana—. Visitaba la tumba de mis padres, ¿es acaso un crimen velar los restos familiares?
—¿Pasada la medianoche? Quizá no un crimen, pero, por lo pronto, bastante sospechoso. Diga, ¿cuál es su condición?
El señorito bajó mucho la voz:
—Soy cesante.
Manolo quiso masajearse la sien para aliviar el dolor, pero se resistió. Sólo fue guiñando el ojo izquierdo cada vez más:
—Cesante llaman ahora a los liberales que echaron de la Administración, ¿no? —Asintió aquel en silencio, como si hubiera roto algo—. ¿Y en qué se ha empleado usted estos dos años, entonces?
—Le diré, aunque no sea de su incumbencia…
—Se olvida usted, don Julián, por el error de verme en mangas de camisa y sin bastón, que soy celador de este barrio. ¡Aquí todo es de mi maldita incumbencia! ¿Entiende usted?
Como si una grieta sísmica le hubiera abierto el cráneo en dos, Manolo tuvo que cerrar dolorosamente todo el ojo izquierdo, y ya no pudo resistir llevarse una mano a la sien o, más bien, enterrar esta en aquella.
Inés, que, única condición para permanecer ahí, estaba tan callada que parecía invisible, salió corriendo hacia la puerta:
—¡Monjita, monjita! Que llamen a la médico guapa, que Manolo tiene algo.
Incluso Julián, compadecido por los visajes de dolor que hacía el hombre, adelantó una mano sin saber qué hacer, pero sólo alcanzó a negar con un pesimismo tétrico:
—Esa granada que comentó usted…
—Créame, si hubiera sido una granada, ambos dos estaríamos muertos. Incluso los tres. Y las sepulturas, todas… —se le quebró la voz—. Me tengo que tumbar.
Ahora sí, Julián salió de bajo las sábanas para acercar al celador a la cama. Cayó en ella con cuidado, con miedo de que aquella fisura que sentía pudiera extendérsele al resto del cuerpo y terminara por partirlo en dos.
—¡Santa María, Madre misericordiosa!
La hermana tornera, más que sorpresa o pena, sintió el azote de un miedo irracional cuando Manolo abrió los ojos y el izquierdo estaba totalmente bañado en sangre. El rojo a las orillas de los párpados era limpio, casi brillante, pero a medida que crecía hacia el iris se tornaba en la mirada oscura que han de tener los siervos de… La hermana se santiguó.
En un silencio disciplinado, llegó Amalia con la hermana enfermera y, mientras hacían algunas pruebas rápidas al celador, hablaron entre ellas en unos términos que nadie entendió: más como si estuvieran repitiendo un salmo en latín que hablando del cuerpo de un enfermo. Subaracnoidea, Aneurisma, Subdural, Vasoespasmo, fueron algunos de los extraños santos que allí se nombraron.
La hermana enfermera tomó otra almohada para levantarle la cabeza a Manolo:
—De momento, ve a calentar compresas. Yo le traeré el láudano, y que Dios diga. El resto: hermana, al torno; pizquiruela, a reposar esas heridas; y, usted… —Miró con desdén a Julián—. Haga el favor de vestirse e irse a su casa.
—¡No! —Manolo levantó el brazo como si saliera de una tumba—. Ese hombre está bajo arresto.
Aunque se fuera murmurando, la hermana enfermera pareció aceptar aquello, y el resto se dispersó a atender sus cometidos como hormigas obedientes. Sólo Julián quedó allí, de pie, con esa culebra de nervios revoloteándole dentro.
—Entonces, ¿a qué se ha dedicado usted estos dos años? —dijo Inesita, muy seria, la espalda contra el cabezal de su cama.
—Ya basta, niña.
Julián le dio la espalda para encontrarse de frente con una pintura barata de la virgen, sin niño.
—No basta, no. No es justo que porque Manolo se ponga malito se vaya a librar usted. Es muy tramposo por su parte.
—¿También se me acusa de arrojarle una granada a los pies? —Hizo un aspaviento exagerado y volvió a mirarla—. Quizá tenga yo también la culpa de que Napoleón invadiera España.
—¿Y qué tiene que ver el perro mil leches de Cuco en esta historia…? —Levantó un índice de pronto—. ¡Ajá! Napoleón siempre sale de noche y, si usted conoce su nombre, es que ronda las noches más de lo debido para ser un cesante de esos.
—Niña, Napoleón era… —Se sentó en su cama—. En fin, a qué el esfuerzo: de una cebolla no nace la rosa.
Inés dijo algo más, pero él ya había callado en seco.
Había aparecido Amalia con un trapo blanquísimo y húmedo que posó con cuidado sobre la frente y los ojos de Manolo. El celador suspiró su fatiga y dejó de agitarse tanto. Hacía ella algo de presión para que se adaptara a las formas de su cara cuando Julián dijo, con algo de temblor:
—Señorita Amalia, ¿podríamos tener una palabra aparte?
Ella siguió acomodando la compresa a la frente del celador como si de aquella tarea dependiera el futuro de las naciones humanas. Entonces, volvió a erguirse y se alejó hacia la puerta.
Julián bajó la vista a la mano vendada, último favor que había recibido de ella, y rebotó la mirada hasta el celador postrado:
—Has quemado más que una mano con esa sopa, bribonazo.
El paseo de enfermeras se prolongó durante el resto de la tarde, y Julián se entretuvo tratando de leer, sin ningún éxito, un libro, por otra parte, del todo olvidable. Tras cada línea pensaba en levantarse y, con el mismo paso decidido que usaba ella siempre, ir a su encuentro, tomarla del brazo y decirle… Algo.
Al menos mirarla de cerca, como cuando le daba de comer, y volver a perderse en aquel rostro hecho para la devoción humana, no para hundirse en los rezos de un convento de putas.
Gran fechoría, pensó, que los más vulgares de los hombres hubieran tenido aquel rostro posado sobre su misma almohada, quizá hasta dormida, ausente a su lado, alejada del mundo, y él lo tuviera vedado para siempre por la ocurrencia a destiempo de un celador palurdo.
Así que en toda la tarde no pasó de la primera página de aquel libro sin nombre, y la cena le significó la confirmación de su sentencia: levantar aquella cuchara por sí mismo era la signatura del abandono.
Pero ni siquiera le dejaban guardar el merecido luto con un silencio digno.
A dos camas de distancia, las lamidas pastosas de la niña a la tacita de natillas empezaban a dejar de ser indecorosas para resultar del todo repulsivas. Por fin, estalló:
—¡Niña! ¡Aprenda usted modales a la hora de comer!
Inés lo miró, se alejó la tacita de la cara y abrió la boca enseñándole una cueva viscosa llena de una pasta cremosa que le recordó demasiado al vómito.
—Demonios de patanes y majagranzas…
Y apartó el plato de golpe, igual que la vista, para no comer más.
Mientras trataba de leer, volvieron, con todavía más saña, los sonidos enlodados de la niña, hasta que no hubo más natillas, por parte de la taza, ni —más importante— ganas por parte de ella de seguir con la tortura.
Así, aunque la noche todavía tardó en arrastrarse dentro del edificio, muy pronto un silencio nocturno acalló todas las tareas de monjas y recogidas.
El convento dormía.
Sin embargo, todavía hubo de dar un par de cientos de vueltas más en la cama hasta que, ya noche cerrada, Julián se decidió a deslizar una pierna al suelo, y luego otra, para calzarse en una calma decidida. Se levantó entonces y tomó el atado con el resto de su ropa.
Con mutismo de ladrón de templos, dio doce pasos discretos hasta llegar a la puerta de la enfermería. Fuera no había luz ni guarda, así que se deslizó a las sombras del pasillo donde se permitió dar alguna velocidad a sus pies.
Llegó entonces a la entrada, descorrió los cerrojos sufriendo cada uno de sus gemidos, y, al fin, abrió la puerta y hasta llegó a adelantar un paso al patio terroso de fuera.
Una niebla baja, del todo inusual en verano, lo detuvo con sorpresa en el umbral, y recorrió con la vista aquellas sombras esponjosas hasta llegar a la verja del fondo.
Su mano que sostenía aún la puerta se agarró más fuerte a ella.
Al otro lado de los barrotes, tres perros negros, erguidos, las orejas en punta, temiblemente regios, lo vigilaban tan inmóviles que por un momento se dejó pensar que fueran estatuas del convento, pero, tras una respiración corta, uno de los perros movió una oreja.
No volvió a respirar.
Así, con el pecho atenazado, escuchó unos pasos contra los adoquines de la calle Hortaleza, fantasmalmente amortiguados por la niebla y siempre lúgubres por la noche. Pero los perros no dejaron de apuntar sus hocicos pétreos contra él.
Entonces, una figura negra como parida por la misma noche, apareció al fin en avance lento, recortada por todos los barrotes a su paso.
Se detuvo entre los tres perros, justo ante la puerta de la verja, y se giró hacia él.
La silueta era una mancha de tinta en la noche. Sólo le pudo diferenciar un brillo plateado en la mano, un rosario. Un rosario que, como un molino roto, se movía muy lentamente al pasar las cuentas, cual si en cada una recitara toda una Biblia o como si cada bolita cayera condenada por su pulgar tras una larga sentencia.
Julián arrastró el pie adelantado de vuelta al umbral y retrasó sus pasos hasta que pudo esconderse de nuevo tras la puerta del convento.