Esta historia continúa:
La de hoy es la séptima de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el Ãndice el capÃtulo que te falte.
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—No quiero ser yo como la cotorra de barrio que siempre se acuerda de pavonearse cuando, de casualidad, de tanto ocuparse en la vida el resto, un dÃa el mundo le confirma alguna de sus mal habladurÃas, pero… Plega a Dios que no mintáis… —Consuelo asintió varias veces con intención.
Amalia también cosÃa a su lado dobladillos de vendas, o más bien las apuñalaba con una rabia que, si bien no querÃa que su amiga notara, no podÃa esconderse ni a sà misma. No habrÃa cosido con tanta saña ni la mortaja de su madre.
Dijo, como el rugido de un lince:
—¿Quién puede ser tan ruin? Hacerse pasar por enfermo para… —Agitó la cabeza.
—¿Para engañar a una dulzura como tú? Amalita, niña sol… Yo te hacÃa más viva en estos juegos. Pero yo también he aprendido algo, que ni le hace falta a un hombre hablar para mentir: ¡Plega a Dios que no mintáis con vuestro silencio! O con vuestro aliento, o con los acáis ¡Ay, los ojos! Los ojos son los que más mienten, porque nos han dicho que siempre dicen la verdad, que son el reflejo del alma; pero ¿qué otra cosa va a reflejar el alma de un mentiroso sino una mentira tan cruda que parezca verdad? Es como la Virgen del coro, que el maese imaginero, no queriéndo hacerla parecer mujer de verdad, con esos ojos como globos y ese cuerpecito de cajón, consiguió que diera un no sé qué, una impresión de que fuera a lanzarse a cantar con nosotras en la siguiente estrofa. Al final, me parece que asà son las mejores mentiras: las menos elaboradas, las bastas a propósito, las que, por no intentar parecer verdad, van y lo parecen más que un juramento. A ti, sólo con no decir palabra, ya te metieron pajaritos en la cabeza; a mÃ, con un par de camelos huecos, ni promesa de tierras en el norte ni na que una escucha por ahà hizo falta, ¿eh? Me metieron un gigante dentro. Asà vamos las bobas, asà vamos… ¡Plega a Dios que no me miréis siquiera!
Amalia se levantó y tiró la venda terminada al cazo hirviendo. Consuelo miró la suya: todavÃa le faltaba la mirad de medio lado, y miró a Amalia de nuevo, que cortaba otros dos trozos y le echaba uno a ella encima mecánicamente, sin reparar en que, por una vez, habÃa terminado ella antes.
Ya enhebrando para dar la primera puntada, apareció por allà Nati y le dijo que bajara, que la madre de la niña habÃa venido para llevársela, que la superiora querÃa que comprobaba cómo estaban sus heridas antes irse y que le diera el tratamiento de curas.
Amalia escuchó aquello caminando por el pasillo, agradeciendo que se le presentara una tarea más compleja que coser para que le mantuviera la cabeza ocupada, pero, cuando llegó a la enfermerÃa, allà sólo estaba el celador y aquel hombre que decÃa, ahora, llamarse don Julián.
Hasta aquel juego se le habÃa acabado, esa breve diversión infantil de imaginar cuál serÃa su nombre. Evitó mirarlo como si hacerlo supusiera quemarse las retinas.
—Se ha ido —dijo el celador con abatimiento.
Estaba sentado en la cama, con la cabeza y el ojo izquierdo vendados. Aquellos dolores funestos, que la hermana enfermera y ella daban por fatales, sÃntomas de achaques que de ninguna manera ellas podrÃan tratar, desaparecieron aquella misma noche, dejando a su paso a un hombre más envejecido, como si la intensidad del calvario le hubiera sorbido un poco la carne del cuerpo.
—Su madre no querÃa que estuviera más tiempo aquà —retomó el celador—. Pero mejor asÃ, si eso que me ha dicho es cierto. No. Con que sólo la mitad de lo que me ha dicho sea cierto, es mejor que no esté jugando a querer investigar con nosotros.
—¿Cómo con nosotros? —dijo el mentiroso.
—Usted me va a acompañar —El celador salió de las sábanas sin dificultad y se empezó a calzar—. Y como esa historia de fantasmas sea mentira, como me haya querido usted tomar el pelo, prepare el cuello para el garrote vil. Al superintendente le encanta probarlo con liberales revoltosos como usted.
—Lo que le he dicho es cierto —Sin embargo, la voz le salÃa quebrada, hecha añicos—. Pero no querrá también que sepa dónde encontrar a un rufián como aquel Diego Tramontana.
El celador, ya en pie, tomaba su casaca azul para terminar de vestirse.
—Yo sé dónde está De Tramontana —dijo Amalia—, pero allà no puede usted vestir de uniforme.
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