🌱X: Los secretos del hombre mudo
Tierra en las uñas X — Continuación de «Laguna dorada de cangrejos briagos»
Esta historia continúa:
La de hoy es la décima de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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La Cangreja se acercó a la mesa con dos candiles encendidos. La luz ascendente le sombreaba de un modo grotesco el chirlo que le cruzaba la mejilla y las cuencas de las ojeras; las nubes de las muertes vividas se le concentraban ahí, espesas, bajo las cejas. Valle y simas tenebrosos, aquellos, de una biografía que se iba perdiendo la historia, pues no había nacido escribano en la capital con las suficientes tragaderas como para ponerla en tinta.
Dejó un candil casi en el centro de la mesa, satélite a las monedas tiradas, y fue a llevar la otra luz a la mesa vecina, pero don Julián la sostuvo por el codo mientras apuraba el orujo. La camarera se paró y vio en silencio tétrico como el pisaverde se afanaba por acabarse aquello. Al fin, con un resoplido le entregó el vaso:
—Señora Cangreja, haga usted por ponerles a estos señores el juego más fácil, que falta les hace, y tráigame otro vaso, por favor.
La pelinaranja lo tomó sin alma y, como han de vagar por las ruinas los espíritus, continuó con su misión de iluminar la taberna.
La espera se había alargado ya hasta el crepúsculo. Gracias a los candiles, Manolo terminó de ser consciente de aquello. Lo que había empezado como unas inocentes partidas a las Siete y media, habían escalado a un par de partidas al Lansquenet como excusa de que —Amalia por haber crecido en Francia, Manolo por frecuentarla y don Julián por afrancesado— los tres conocían el juego.
Probablemente en este punto fue donde Amalia, y en especial el burgués, le habían perdido el miedo a la bebida. Manolo, en cambio, había cambiado pronto el orujo por agua con limón y, cuando se acabó el limón, por agua; sólo para ser testigo mudo de cómo las partidas de Lansquenet escalaban a auténticas timbas de Banca, que terminaron por atraer a otros jugadores a la mesa.
Desde entonces, el celador tenía algo dentro estirándosele, tensionándose a punto de partirse: de un lado, la necesidad por mimetizarse les forzaba a aquello, incluso él mismo había terminado siendo el banquero de la timba por ser el único lo suficientemente sobrio como para repartir las cartas con un mínimo de acierto; por otro, estaba la decencia, legal, suya, y personal, no la del burgués, sino la de la señorita Amalia.
—Afloje usted el codo, don Julián, que no son Carnestolendas.
—¿Y quién quiere Carnestolendas? Prefiero yo las carnes to’lindas.
Aquel comentario, del todo desafortunado para cualquier seso inteligente, despertó carcajadas en la mesa y, lo más preocupantes, hasta una sonrisa en Amalia. Manolo bebió de su agua turbia para no responderle.
—Vamos, banquero, que se me enfrían las castañas —dijo Lucho, un tipo flaco, arratonado, con las esquinas de codos tan marcándosele en la piel que, si se empeñara, quizá podría arañar la mesa.
—Un banquero tuerto hemos venido a coger pa’nosotros… Así normal nos está desflorando sin saliva el rubiales este —Mano escupió a un lado sin fuerza y una baba se le quedó sobre la barba puntiaguda, como un faquir gordo durmiendo en su cama de pinchos. Nadie hizo por avisarle de aquello.
—Respeto, que es veterano viejo aquí el banquero —dijo Flora, mal llamada Florita, diminutivo que le llegaba varios lustros tarde, sentada muy cerca de Manolo.
Don Julián y Amalia no formaron parte de las prisas. Sentados juntos, le susurraba este a aquella algo, luego aquella a este, luego, con la llegada del nuevo orujo, un brindis privado…
—¡A ver, a ver! —levantó la voz el celador—. Nos centramos en el juego que vienen cartas. Echen sus miserias a la mesa.
Todos los jugadores tiraron sus apuestas ciegas al medio y Manolo lanzó cartas con la pericia de haberlo practicado la tarde entera. Cuando todos tuvieron dos cartas boca abajo, se asomaron a ellas para comprobar su suerte y la carcajada única de don Julián, como un golpe a cuanta mesas había en la taberna, hizo que todos lo miraran, pálidos.
—Banca, mis estimados.
Don Julián dio vuelta a las cartas, parando el juego antes de empezar, pues tenía un as y una figura; el as y el rey de oros, para mayor mofa al resto de jugadores. Ahora sí, Mano machacó de un puñetazo la mesa y las monedas saltaron antes de que el rubio las trajera para sí.
—¡Esto es ya insulto a uno!
—Buen Mano, no se enoje usted y celebre la salud de caballo que tendrá tras esta noche —dijo, puede que demasiado alto, aunque aún sin que la bebida le enturbiara la lengua.
Embriagado, pero no imbécil, don Julián, que se había remangado muy por encima de los codos en cuanto había empezado a ganar tan de seguido, mostró sonreído ambas manos en alto, como muestra de paz o disculpa, en cuanto Mano empezó a amenazarle de palabra. Al celador no le dejaba de sorprender lo bien que se le daba tratar con la chusma al burgués.
—No vuelvo a jugar con un pisaverde ni a la Brisca —dijo Lucho, pero echando ya al medio la ciega para la siguiente ronda—. Mucho luto, mucho capote remendado, pero este en casa se va a beber nuestros cuartos en copa de plata. En la boca se le nota lo fino a este.
—Al menos este no nos recita versos entre partidas como el Tramontana —dijo Flora, buscando la mirada cómplice de Manolo, que la miró, por primera vez, con interés.
La Cangreja pasó a dejar algunos vasos llenos y don Julián aprovechó para darle de su montaña un real de a dos, propina que la camarera tomó como si le hubiera dado una colilla para que tirara tras la barra. Al ver aquel gesto, dos mujeres de una mesa alejada, se levantaron y se colocaron tras el liberal, muy sonrientes, aunque aún sin decir nada.
—¿Se ha fijado usted, don Manolo, como con el correr del día ya no huele este lugar sino a buenaventura y lindeza?
Las chicas a su espalda rieron como ratoncillos traviesos.
—A mí me continúa oliendo a lo mismo que me olió al llegar, don Julián —Empezó a lanzar cartas—. Mire no se haya convertido usted, con el correr del día, en el mismo perfume que aquí impera.
Don Julián rio con ganas la broma sin querer entender toda la intención de la que estaba cargada y, desatendiendo las cartas que le venían volando, se giró un tanto hacia las recién llegadas, dándole más costado que frente a Amalia, para cuchichear gracias con aquellas.
—Ese Tramontana del que habla, doña Flora…
—Florita, Manuel —Le sonrió la corrección—. Florita y de tú, que hay confianza… O con gusto la tendría.
El celador trabajó intensamente por pretender que no había escuchado aquello, luego siguió:
—Ese Tramontana. He escuchado hablar de él por aquí, pero todavía no le pongo cara.
—¡Ja! Lo raro sería que no hubieras escuchado nada, y más si resulta estar él mismo aquí. Es un zagalito moreno, mallorquín creo, bien puesto siempre y hablando mucho en verso y en tontería. Siempre anda por aquí golfeando, pero nunca hasta muy tarde. Raro eso, pero se va siempre antes de que la Cangreja ponga candiles.
—¡Venga a la mierda ya! —gritó Mano, feliz al ver que el rubio se pasaba de treinta y uno al pedir otra carta.
Don Julián hizo un gesto de desprecio, no tan despreocupado como había pretendido. Cogió una peseta columnaria de su montaña y todavía la lanzó sobre la ladera que perdía.
—Ahí tenga usted de aguinaldo, que no se diga que cuando don Julian pierde, pierde con su racha las formas.
Amalia, simulando que bebía otro tanto del vaso, vio cómo aprovechaba don Julián para tomar otras dos columnarias y dárselas a las chicas de su espalda. Precisamente, fue la recogida la que terminó ganando esa partida con un veintiocho. Nadie se quejó. Había una especie de respeto tácito, compartido por toda la mesa, hacia Amalia. Si les hubieran preguntado, nadie habría sido capaz de decir por qué.
Manolo terminó de barajar las cartas y las dejó en un mazo junto a la montaña de apuestas, que ya volvía a formarse:
—Dispénsenme ustedes un minuto.
Forzosamente, después de tanta agua, con y sin limón, el celador tuvo que ir a sumar sus esfuerzos en aquello de irrigar la laguna dorada. Los de la mesa quedaron mirándolo avanzar firme entre la gente, casi como si marcara el paso. O tal vez sólo fuera un hombre normal entre una tropa de borrachos.
—Un fierro de banquero que tenemos hoy —dijo Mano.
—Y con porte de señor —La Florita.
—Porte de comandante —Y se inclinó Lucho hacia el centro de la mesa a lo compartir un secreto—. Un dedo a que lo fuera en la Francesada. Por eso el ojo; bueno, su falta, ya saben.
—Bueno, muchos otros fueron a la guerra —terminó don Julián, molesto ya por tantas lindezas hacia su captor.
Mano lo agarró del antebrazo, lo trajo hacia sí y le palpó la palma, suave como la tendrían las jóvenes a su espalda:
—Sí… Muchos, ¡pero no todos!
La mesa explotó en risas y, aún más terrible, también las dos ratoncitas a su espalda. Con el silencio del burgués, las risas se redoblaron hasta que Lucho dio un golpe a la mesa y se irguió, serio:
—¡Basta! No se mofen ustedes —y don Julían empezó una sonrisa esperanzada—. No saben ustedes lo duro que puede ser despertarse un día sin azucarillos para el té.
Nueva artillería de risas y comentarios rápidos, lanzados a sangre. Las ratoncitas eran las únicas que ya no reían, porque habían empezado a mirarlo con una lástima profunda, como si le estuvieran dando palos a un hermano pequeño. Y aquello fue lo que terminó por incendiarlo:
—Soy de aquí el único que ha mirado al Diablo a los ojos, y no hablo en poesías. ¿Quién más puede decir eso? ¿Quién?
Hubo algo en su voz que supo callar las risas; algo en la expresión del rostro, en los ojos enloquecidos que de pronto le brillaban, febriles. Creó un silencio tal que lo forzó a seguir hablando:
—Hace ya dos noches, en el nuevo Cementerio General. Nunca creí en historias, pero sepan ustedes que en esta misma ciudad hay adoradores del Señor Oscuro. Lo mantienen encadenado bajo esta misma tierra mientras nos bebemos nuestras monedas y nos escupimos sandeces a la cara. Pero yo lo he visto salir, yo lo he visto arrancarse las cadenas y lanzarse con hambre de devorar el mundo y cuantas almas contenga.
Un silencio extraño se extendió más allá de su conversación, pero no duró demasiado más. Alguien chasqueó la lengua en otra mesa y atrajo para sí todas las miradas:
—Entonces, era por eso que el viejo preguntaba por Tramontana…