🌱IX: Laguna dorada de cangrejos briagos
Tierra en las uñas IX — Continuación de «Ronda del real embuste»
Esta historia continúa:
La de hoy es la novena de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Había algo en su estómago, una urgencia por no querer llegar nunca.
A veces se retrasaba a propósito, queriendo con ello ralentizar la marcha del grupo, como un ancla invisible que se les hubiera quedado olvidada atrás, pero Amalia y el celador seguían a paso sostenido, y era él siempre quien tenía que salvar la distancia, haciendo que aquella cosa del estómago le mordiera con aún más saña.
El celador de barrio no le debía de creer, nadie sano de razón iría al encuentro de tal banda si hubiera tomado por cierta su historia. Aún menos sólo, sin una escuadra o al menos armado. Tampoco es que el celador pareciera alguien demasiado sano, menos ahora, con media cara tras un lienzo. Visto así, era comprensible que la gente se les apartara del camino aun siendo mediodía. Al menos, el disfraz funcionaba.
¿Y qué hay de ella? Esta joya manoseada, robada de los dedos de alguna señora decente para ser vendida y mal vendida, mordida por un sinfín de dientes negros que quisieron comprobar su quilataje. La belleza democratizada. Le dolía descubrirse absolutista en lo bello, un Fernando VII de los preciosos rostros. No, no había derecho en que el pueblo llano le tuviera acceso a cambio de unos reales. Y Dios quiera que al menos lo diera por reales y no ochavos.
—¿Y a usted qué le parece? —le dijo Amalia.
—Me parece una injusticia —respondió don Julián, todavía en sus pensamientos.
La sorpresa fue evidente en la cara de la recogida, una sorpresa que se remató en sonrisa, y sólo entonces don Julián fue consciente de que había hablado en alto, más aún: de que Amalia le había dirigido la palabra después de un día de férreo castigo.
—Me agrada que piense usted de esta forma —dijo.
—¿Se ha vuelto usted loco? —el celador se paró, y él sí supo ser ancla para el grupo—. ¿Le parece buena idea que una señorita nos acompañe dentro de semejante antro?
—He dicho lo que he dicho —dijo el joven, que no iba a renunciar tan fácilmente a aquella sonrisa, y hasta tuvo la ocurrencia de emprender el sólo el camino de nuevo, como muy determinado en lo suyo, con tan buena suerte que los otros dos lo siguieron.
Se reestructuraba la jerarquía.
Caminaban ahora como una punta de flecha, sólo que la punta no sabía a dónde iba, así que se fue achatando hasta crear una línea plana, con Amalia dulcemente a su lado. Aún más deseaba ahora que el trayecto durara hasta Toledo.
Tardaron poco más en salir de los límites del Barrio de Maravillas y, con ello, la geografía de Manolo se fue desdibujando más y más hasta el punto de que no le habría extrañado si por allí empezara a escuchar otra lengua. Nunca había ido a los barrios bajos de las orillas del Manzanares, a lo mejor una vez, quién sabe, pero desde luego no recordaba aquellas casas bajas, hacinadas, unas a los hombros de otras como si fueran borrachos con necesidad de apoyo para mantenerse en pie. Calles estrechas y serpenteantes que daban la sensación de estar atravesando el salón de alguna casa sin permiso, por la cantidad de personas que por allí estaban sin camisa o haciendo sus labores bajo el cielo con la normalidad de estar en sus viviendas o tiendas.
A un lado, un hombre sentado en la barriga de un barril y muy inclinado hasta dar con la cabeza en una pila de cajas, abría la boca desfigurado por el dolor de que otro hombre, barbero, se entiende, le estuviera tirando y requetetirando con tenazas de una muela negra que no quería mudarse de aquella boca. Junto a las cajas, otro hombre lo sujetaba por los hombros y le lanzaba chanzas divertidas que nadie se molestaba en reír: «¡Pues ha sido niña, Pepe!». Escuchó luego a su espalda Manolo, después de un sofocado gemido de alivio.
Pero sorprendía, además, la cantidad de tabernas que había en aquellos laberintos. No parecía sino que cada familia tuviera obligación real de abrir la suya propia. La mayoría estrechas y oscuras, algunas con no más de dos o tres sillas, pero siempre con alguien dentro con un vaso y la mirada vacía. Habría que tener un par de razones bien puestas para pasar por aquellas calles de noche.
—¿Me recuerda, señorita, cómo llegó usted al conocimiento de este lugar? —dijo el celador.
—Hacemos con las hermanas tareas de caridad y alguna vez hemos venido a repartir sopa a los pobres. Un día, más hacia aquella otra parte del río… Disculpe —Amalia se recogió un poco la falda y dio una zancada para pasar por encima de alguien, en el mejor de los casos, inconsciente en medio de la calle—. Hay una taberna, famosa por aquí, que llaman La Cangreja, pues estábamos dando sopa cerca cuando se nos acercó De Tramontana. Nos dijo algunos versos, creo que buenos, eso diría yo, y nos insistió a la Africana y a mí en que nos quedáramos. No aceptamos y, cuando quiso volver para convencernos, dos hombres de la Ronda, que habían venido con nostras de compañía, lo apartaron. Pero antes de irse nos dijo que él solía estar en aquella taberna, que viniéramos en otra ocasión, que sería muy de su grado convidarnos a unas bebidas.
—Valiente truhan —murmuró para sí el joven cesante, menos incómodo ahora en su ropa prestada, que le servía de barrera contra la pestilencia de aquella parte del mundo.
—Reino de vagos y maleantes… —fue toda la respueta de Manolo.
En algún punto, los arcos de las puertas y las ventanas irregulares se empezaron a llenar de mujeres distraídas que cortaban sus conversaciones al ver a Manolo y don Julián pasar por allí. Quizá, la presencia de Amalia consiguió reprimir algunos comentarios, pero no todos. Se lanzaron tamañas barbaridades y groserías al paso de los dos caballeros, que parecía que hubiera en las ventanas marineros escotados en lugar de mujeres. Manolo, con bastante embarazo, le pidió disculpas a Amalia por lo que acababa de escuchar. Ella lo miró un momento y se río achinando mucho los ojos. Estuvo a punto de decir algo, pero pensó que no hacía falta.
Llegaron entonces a la Cangreja, un callejón sin salida o dique donde forzosamente iba a parar toda la marea de gente que caminara aquellas calles. A la entrada, innecesariamente desordenada, con barriles, cajas e incluso una vela de buque mal tirada que sabe Dios cómo pudo llegar al centro de Madrid, había un grupo de hasta seis hombres demasiado borrachos como para haber empezado a beber aquella mañana. Uno, que se había quedado dormido sentado en una caja alta, muy encogido sobre sí mismo, con la cabeza casi a la altura del ombligo, presidía una mofa de besamanos real. Le habían puesto un embudo metálico en penoso equilibrio sobre la coronilla y el resto iba pasándole por delante, haciendo una reverencia y dándole unas palabras honrosas imposibles de entender. Los últimos del grupo, no pudiendo aguantarse las ganas, orinaban contra la pared, los pantalones por los suelos, colaborando en hacer aquella laguna del callejón más grande. Tal vez para eso estaba la vela allí, previendo que un día el Cangreja tendría que navegar por sobre orines.
Entraron, primero Manolo, resuelto. El ambiente era más sereno de lo que esperaban, alguna gente, los menos, bebía en conversaciones; los más, bebían jugando con cartas, dados o lo que fuera que aceptara apuestas. El alboroto de conversaciones era mayor, pero el bochorno de la embriaguez estaba muy por debajo al espectáculo de afuera.
Don Julián se sintió extrañamente tranquilo. Aquel no parecía un lugar en el que encontrarían a la gente del cementerio. Tomaron todos asiento en la única mesa vacía y apareció por allí una mujer madura, recia, con el pelo muy naranja, recogido en una trenza, y un chirlo grande en la mejilla; cicatriz que le habría dejado algún proxeneta. Levantó las cejas como toda pregunta y Manolo, ante el silencio del cesante, pidió tres aguardientes de orujo.
Pronto se dieron cuenta de que beber, o al menos mantener el vaso bajo la nariz, iba a ser un requisito necesario si querían dejar de maltratarse el olfato con la peste del lugar.
—No está aquí —dijo don Julián.
—No —dijo Manolo, y probó el vaso de rayos que mal llamaban de orujo.
—¿Saben jugar a las cartas? —dijo Amalia y levantó las manos en defensa al recibir tales miradas—. Sin apostar, sólo para pasar el tiempo.
Llamó a la pelirroja alzando el brazo.