🌱 VIII: Ronda del real embuste
Tierra en las uñas — Continuación de «Panegírico de la discordia»
Esta historia continúa:
La de hoy es la octava de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Si no hubiera visto aquella mirada suya, opaca, sin llama alguna que pudiera incendiar ni un hilo de costura; si no hubiera escuchado la tensión gemir en el trance de estirarlos mucho al uno del otro, como quien aparta de sí un olor desagradable; si no hubiera sentido aquella gran serenidad en su pulso, insultante para cualquier enamorado; si no hubiera, en fin, sido tan evidente lo agrio del aire que se respiraba viciado entre ellos, la madre superiora nunca habría dejado a Amalia salir del convento en compañía de aquel mentiroso, por mucho que lo requiriera un celador de barrio.
—Las recogidas sólo salen por esa puerta con corona de flores, enderezadas en matrimonio, o con hábito sagrado para besar las llagas del Señor.
Había repetido un sin número de veces desde aquella misma silla incómoda, demasiado ancha, que la obligaba a apoyar los codos en una posición alada, como si desde allí vigilara un corral revuelto y tuviera que imponer respeto con aquella postura que le doblase la envergadura.
—Las gallinas que entran por las que salen… —dijo la subpriora a su lado y, al notarse mirada con gravedad, apresuró una explicación por no ser mal interpretada—: Una joven murciana ha ingresado hoy.
La priora cerró los brazos, sacrificando su descanso para devolverse una figura más humana:
—Amalia no se ha ido, volverá tras prestar su ayuda a esta investigación policial. Y no es ella, ni ninguna recogida tampoco, gallina sustituible en una visita a la feria de Alcalá.
—Madre, es sólo una expresión popular que…
La subpriora, con edad suficiente para ser la que recibiese aquel tratamiento por parte de la superiora, o incluso el de Señora abuela, la miró con una sonrisa inocente y, al no encontrar respuesta cómplice en aquel rostro, dejó apagar sus palabras y hundió la barbilla en el pecho para vigilar cómo los dedos se le entrelazaban hasta quedar toda ella muy quieta, como tallada en oración. Ya, ni siquiera cuando un vigor joven llamó a la puerta abierta del despacho, no cambió de posición.
—Con su permiso —dijo Florentina, la que llamaban Africana aun siendo de Toledo—. Preguntan si podríamos darles alguna ropa.
—Aquí la encargada de ropero y lavandería es usted, Florentina, ¿podemos?
La Africana se cruzó de brazos hasta sujetarse los codos, barrera lánguida, inútil para servirle de ninguna defensa si la superiora embistiera contra ella como parecía temer:
—Tenemos alguna ropa de la Ronda, que se dejó aquí por vieja o para dar a la Iglesia.
—Entiendo que quizá se refiere usted a la Santa y Real Hermandad de María Santísima de la Esperanza y Santo Celo en la salvación de las almas —corrigió la priora, volviendo a apoyar los codos en la silla, y la joven apretó más el abrazo de su defensa—. «Ronda del pecado mortal» es el triste nombre que le da el pueblo y, pues usted se encuentra en un convento que se mantiene vivo gracias a sus generosas donaciones, qué menos, digo yo, que sepa usted llamarles por su nombre.
—Discúlpeme, Madre. Tiene usted razón, Madre.
Con un gesto, la priora liberó a la Africana y salió de allí rápido, con ganas de sacudirse las garras que le apretaban la carne. Bajó con paso vivo hasta el ropero, pero no se le quitó la canillera hasta que vio a Amalia allí, terminando un zurcido del capote negro, y le dijo:
—¿Podemos, Afri?
La Africana asintió y se le olvidaron todos los males.
El celador y el mentiroso dejaron su ropa allí, bajo promesa de que se les guardaría hasta que volvieran tras la investigación, y se vistieron del negro de la Ronda; aunque, sin esos cánticos lúgubres en la noche y sin velas con las que iluminar a los pecadores, bien podrían pasar de día por cualquiera que hubiese decidido vestirse completamente de negro, tal vez por luto.
—Disculpe, señorita africana —Se le acercó el mentiroso, encogido, como si quisiera evitarse así que la ropa le rozara la piel—. Ha lavado usted esta ropa.
La pregunta, de tantas ganas como tenía de recogerla con una respuesta afirmativa, sonó directamente a declaración.
Ya había discutido antes, en su presencia, la necesidad o falta de necesidad de que él se cambiara también de ropa. La Africana conocía el lugar al que iban y, si bien estaba segura de que no habría problema con que el mentiroso fuera vestido como acostumbraba, quiso apoyar a Amalia por ver en aquello un intento de castigo, merecido, al joven.
Así, desplumado de su paño fino por el basto y negro de la Ronda, encogido, regañado, con las manos inquietas y sin saber en qué parte del vestido reposarlas, parecía un neurótico, alguien que no acostumbrara demasiado a salir de casa. El celador de barrio, sin embargo, habiendo conservado la chistera y por las muchas canas del bigote y patillas, aparentaba ser un viudo respetable; una condición, la de honorable, que se veía acentuada por aquel ojo izquierdo cubierto con un lienzo, como si fuera un mutilado de guerra.
Vio la Africana, antes de la despedida, cuando Amalia terminaba de atarse una pañoleta para cubrirse el pelo en la calle, que el joven miraba a su amiga y se le recomponía un poco la postura, como si fuera una manta que hubieran vareado para darle consistencia, y sintió algo de simpatía hacia él, por algún motivo.
Después de las gracias y los dos besos de Amalia, los vio alejarse hacia la puerta del convento. Si no fuera por la blusa blanca y la pañoleta estampada, cualquiera diría que el grupo venía de un funeral.
Manolo abrió para salir al día, quizá la primera desde que fuera nombrado celador que lo hacía sin bastón, y se frotó las manos por hacer algo con ellas. En la valla del convento, dos hombres, algo distanciados entre sí, miraron con intención hacia la puerta al verla abrirse y, al caer sus ojos contra los de Manolo, y no contra los de una recogida, hicieron por perder la mirada con descuido.
El celador avanzó hacia la verja abierta, cruzando el breve patio que la separaba del convento, y dijo a los dos hombres:
—¿No tienen ustedes nada mejor que hacer por la mañana que rondar conventos?
No hubo respuesta, si acaso la sonrisa tímida, o suplicante, de uno antes de que se fueran por direcciones opuestas de la calle Hortaleza; no sin lanzar una última mirada a Amalia, de descubrimiento, cartografía o promesa de conquista.
—¿Tiene seguridad el convento o…? —dijo don Julián aún con reparos, como si hablar frente a Amalia fuera un insulto.
—Aquella cruz es nuestra seguridad. Nadie se atrevería a entrar con malas intenciones en un convento.
—Pero ¿no tienen ustedes perros o un guardia noct…?
La voz titubeante del joven quedó en el olvido, arrollada por la de Manolo:
—Disculpe que le pregunte, señorita Amalia, pero ¿es usted de origen francés? No es que sea de mi incumbencia, pero ese acento que usted tiene, gracioso, por otra parte, me trae con curiosidad desde ayer.
—Soy en verdad gallega, pero me mudé de bien niña con mi madre a París.
Hubo una sonrisa dolorosa en su cara que Manolo recogió con lástima de padre, quiso preguntar por el suyo, aquel que no viajó a Francia con ellas, pero no se atrevió a tanto. En su lugar, se le ocurrió hablar del calor estival de Madrid, las lluvias de Galicia y otras grandes obviedades que se mezclaron con el resto de las conversaciones, mejores o peores, de la calle Hortaleza.
Que el celador y la recogida caminaran tan próximos, casi hombro con hombro, obligaba a don Julián a ir tras ellos, si no quería renunciar a la cercanía de Amalia. Así que quedaba en un segundo plano, como si fuera el servicio o un primo bobo incapaz de conversar con los adultos.
Sin embargo, el cesante no pensaba en aquel insulto en el orden de marcha; por una vez, ni siquiera pensaba en Amalia.
Cada paso hasta aquel tugurio hacía más real el volver a encontrarse con los hombres del cementerio. Y, si el convento no tenía guardia nocturno, aquellos perros y aquella sombra de anoche sólo podían ser…
Te diría que le dieras a me gusta si quieres que esta serie continúe, pero la verdad es que, aunque tuviera cero likes, a estas alturas la seguiría escribiendo sólo porque hasta yo quiero ver cómo termina esto.
¡Besitos volados!
P. D.: No, no es psicología inversa…
✨👁️~¿O quizás sí?~👁️✨