Esta historia continúa:
Este es el capítulo trece de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo XIII
Interludio casual
—¿Y luego? —dice Milton, de vuelta en su traje negro.
—Luego nos fuimos —Ed, como respondiendo una obviedad—. ¿No has escuchado que el mago reventó dos vasos con apretar un poquito las muelas? Imagínate si nos caza espiando.
El pequeño se acomoda en los cojines, que le dejan el pecho a una altura útil de la mesa, para seguir revisando los nuevos reglamentos administrativos sobre cosméticos mágicos. Da un sorbo al brebaje de sí mismo y arruga la cara. Pronto dejará de necesitar cojines.
Hoy es un día de casualidades.
Porque Milton piensa en esos campos de concentración enmascarados de circos, en que ha de haber algo más que un intento de segregación. O acaso no es suficiente con esas granjas y magic-free towns que empiezan a construirse, tan en el despoblado, que apenas tienen suministro eléctrico. Él nunca ha estado en uno, y se los intenta imaginar enlodados, medievales, grises, pero le salta Hank Siete Corazones en el dibujo y con su sonrisa le fuerza a iluminar el paisaje. Cada paso suyo convierte el lodazal en tierra fértil y se le cruza en el camino la Señora K., con la diadema de homúnculos al sol, sin complejo, el brazo enhebrado al del famoso Señor K. y vencida la cabeza en su hombro, feliz.
Y la primera casualidad llega en ese preciso momento, cuando Emily, compartiendo mesa con Ed y todavía ilusionada con su nueva función en la oficina, toma el siguiente sobre del correo y lee en el remitente: «Señora K. — Longlane M.F. Farm».
Lo sostiene ahí algo más todavía, dejándose recordar. La última vez que hablaron de ella había sido después de la visita del mago, por esa carta en la que Susy le reclamaba formalmente al Pináculo la indemnización de la Señora K. Nunca la había visto, decían que tenía pequeñas cabezas amontonadas en la frente, como granos humanoides que chillaban y nacían entre explosiones de pus. De pronto le da algo de asco sostener la carta. Pero Emily lleva toda la noche y todo el día pensando en aquella primera visita del mago, quizá esta podría contar como segunda coincidencia.
Aquel día, a ella, sola en la oficina, le había gritado sin venir al caso:
—Esa quimera de revertir afecciones es un imposible.
Y no había dejado de volver a ello durante semanas, en silencio, sin querer compartirlo con el resto. Tenía una corteza de miedo blanda, un temor premonitorio a que le confirmaran que revertir una afección era imposible, que perdiera la esperanza. Pero esa discusión de anoche… «Nosotros somos la magia», había dicho Jacques, cambiando el retorno de su mente de la reversión a la pertenencia, o algo así.
Por fin toma el abrecartas. Rasga el sobre para ver una caligrafía reposada y bella:
Estimado Mr. Milton Miller y cia,
Le escribo con una paz que sólo me arrepiento de no haberme decidido a abrazar antes. Deseo que usted pueda permitirse sentir esta libre existencia también algún día.
Sólo quiero mandarle hoy una nota de esperanza, pues he sido toda mi vida, primero, una chica urbanita, luego mujer urbanita y, por fin, esposa urbanita. Este exilio o destierro al campo debido a mi afección —su único pensamiento, de hecho— me sumía en un estado de «fin de los días», de inhumación en vida sin funeral ni ofrendas. Desconozco si usted, como yo solía, también vincula la vida a la ciudad y el abandono al campo, pero, por las conversaciones siguientes a la formalización del contrato, sé que, a lo poco, ve en las granjas y los M.F. una derrota personal.
No lo es, Mr. Miller.
Siento, más bien, que he derrotado yo al galopar seco de la magia, que he desviado su carga de caballería, tozuda y cruel, que he encontrado una comunidad viva, sin las máscaras hipócritas vecinales de la vida ordinaria. En Longlane Magic-Free, desde donde le escribo, llaman «ordinarios» a las personas sin afecciones. ¿Puede imaginarse eso? Nunca me creí en el derecho de darles nombre, definirlos bajo una etiqueta como ellos han hecho con nosotros desde el primer momento. Mr. Miller, si esto es una derrota, se siente demasiado bien ser derrotada. Desde hace días no encuentro en mí la culpa de ser hiperestésica, aquí hombres y mujeres lucen sus afecciones sin pudor, yo también. Ha de haber más derrota en la vergüenza que en la aceptación, estoy segura de ello.
Digo que esta carta busca ser nada más que una nota de esperanza y hasta de triunfo, pero, además, en el poco probable caso de que el Pináculo se haga cargo de mi indemnización, sirva para dejarle aquí el que será, si Dios me quiere bien, como sé que en verdad hace, mi apartado postal para los próximos años que Él tenga a bien darme.
Sí, Mr. Miller, hay una vida para los afectados crónicos por la magia.
Sinceramente suya,
Mrs. K.
La vista de Emily se desliza a Milton, que revisa los mismos reglamentos de cosméticos mágicos que Ed, con el mismo poco entusiasmo.
Queda mirándolo un poco más, el cuello todavía inclinado sobre la carta, y, sin saber por qué, duda si entregarle la carta, como si quisiera salvarlo de un disgusto con ello. Pero al fin vuelve a plegarla y, cuando va a lanzar el sobre a la bandeja del gorila, ve el siguiente y detiene el movimiento por descubrir la tercera casualidad de hoy.
El siguiente sobre tiene el sello lacrado del Pináculo; azul oscuro, un obelisco cruzado de inscripciones misteriosas. Al romperlo, el lacre se deshace, como si el sobre lo sorbiera, y sólo queda ese mismo dibujo en el papel, como una huella dactilar.
La solapa se abre. Y lee.
Lee de nuevo, ya con la boca abierta. Sin atreverse a decir en alto la noticia, lee otra vez, despacio, y se le mueven ahora los labios en un intento de desmentir lo que ha leído por cuarta vez. Mira a su alrededor, esperando que alguien le encuentre la mirada, pero tiene que decir al vacío:
—El Pináculo ha firmado la indemnización de la Señora K.
—¿Por qué? —dice Ed.
Susy libera el folio sobre el que escribía a máquina y lo rasga; toma otro nuevo del montón y lo vuelve a enrollar al cilindro. Milton da una palmada, se reclina con los colmillos fuera por la sonrisa, y Ed alarga un brazo para leer él mismo la carta:
—El Pináculo ha firmado la indemnización —dice al rato, con la voz algo menos aflautada ya, quizá sólo por necesitar escucharse decirlo.
Aun entre las sonrisas silenciosas, que todavía contienen la alegría dentro, queda una última casualidad para la mañana y es que, al otro lado de la calle, en la pared de ladrillos frente a la oficina, un hombre ha llegado con un cubo de pegamento, carteles bajo el brazo y un cepillo largo.
La naturalidad del hábito lo hace descargar, mojar y pegar con una velocidad prodigiosa, así que la pared de ladrillos se convierte, muy rápido, en una sucesión de casas con la misma familia feliz a sus puertas, el mismo amanecer idílico en el horizonte.
—Un poco de respeto, oiga —dice Milton.
—Soy un mandao yo, caballero —le responde desde allá el tipo de la gorra y el cepillo.
Se levantan y quedan los tres en la puerta. Susy mira desde su mesa, pero todos como con un anhelo extraño, un deseo de descanso o un imaginarse ser ese hombre de la ilustración, entre mitad lobo o mitad ñu, o esa mujer que se le abraza, o ese niño que les revolotea.
Ninguno se da cuenta, pero Milton, Emily y Ed parecen ahora el reflejo de uno de esos carteles, el otro lado del espejo, idénticos, a falta del rótulo llamativo sobre sus cabezas: «Magic-Free Towns: Una mejor vida juntos».
Esta historia continúa el:
Sábado 5 de abril
«Magic-Free Towns: Una mejor vida juntos».
Lo siento, pero esto me está haciendo llorar. Las realidades de lo siniestro, no hipotético, no una realidad pasada. Espero el próximo episodio de literatura. Que me ayude un poco mientras decido cómo asegurar mi corazón. Temo más de lo que mi corazón necesitará asegurar pronto.
“Sinceramente suya,
Mrs. K.”
Ah, un escritora de cartas sincera como yo.