🌱III: Afectados crónicos por la magia
Capítulo III: «Ningún niño debería hacerse cargo de los problemas del mundo»
Esta historia continúa:
Este es el capítulo tres de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo III
Ningún niño debería hacerse cargo de los problemas del mundo
El trazo blanco curva el pincel contra el vidrio en su carrera. El pulso, acostumbrado a ser más locuaz que artista, necesita que Susy lo temple. Usa un bastoncillo contra el escaparate para descansar la muñeca, como un compás hibrido que termine de trazar el círculo.
La secretaria se aparta un tanto y lo contempla, dejándose respirar de nuevo.
Ahora, el relleno son pinceladas más rápidas, en vuelo, sin el ancla del pulso tenso, y una gota salta para crearle un lunar blanco en la mejilla, entre el ojo y la nariz. Susy no la nota. Sigue, la atención fija en la carta de navegación que le dibuja la mente a la mano. El exterior se empieza a velar con una masa blanca, dibujo de luna llena, quizá, pero la secretaria cambia la paleta, moja en el negro y pinta, algo de anárquico el gesto, un pequeño triángulo, luego una línea libre que la hace sonreír; otra, otra, hasta hacer tres a cada lado, y la luna se disfraza con bigotes.
Marea el pincel en agua, moja la punta en un rosa suave y, como en un cabeceo, pinta, arriba y abajo, hasta rellenar el interior de las dos orejas. Atrasa un paso y se lleva la mano a la barbilla, el pincel aún cosiéndole los dedos.
Hay algo que…
«Daños y perjuicios mágicos» y «Sin provisión de fondos» enmarcan ahora la cabeza de un conejillo divertido, como fotografiado a punto de reír o de estornudar. Pero…
Zambulle de nuevo el pincel, busca un verde eléctrico y serpentea unos trazos, rápidos, que cruza con dos rayas verticales.
Un golpe de risa se le escapa por la nariz.
El conejillo ahora tiene ojos verdes de dólar, símbolos que Susy perfila con pincel fino, de nuevo con cuidado, en amarillo, cuando la puerta suena a su espalda. Mira sobre el hombro y, al verla, deshace la curva de su espalda sobre el escaparate.
—Bueno, algo más de decencia sí que ha ganado usted —dice.
La mujer niña, todavía encogida, se seca el pelo desde la entrada de la trastienda. Mojado, ese brillo azul es todavía más evidente. Pero al ver el dibujo del conejo, se le yerguen los hombros, casi en guardia:
—¿Por qué dibuja eso?
—Porque ellos lo quieren usar para hacernos daño —dice como repitiendo una obviedad.
—A mí me hace daño.
—Y eso es problema suyo, mujercita —Le vuelve a dar la espalda para continuar perfilando—. No crea que va a llegar muy lejos en esa guerra que se trae usted si se deja ganar por el dibujo de un conejo.
La chica cierra los puños, ofendida por la verdad o la aspereza. El vestido de Susy, estampado, le queda demasiado grande de pecho y demasiado injertado, como con un estilo que no cazara con su figura y formas, como si su cuerpo lo repeliese.
Hay una rebeldía natural que se le ha traspasado a los rasgos, o quizá sólo a la mirada y, de ahí, electrizase el resto de sí. Se parece a la mirada de los revolucionarios cubanos, esos retratos que uno puede ver a cada tanto en los periódicos estos meses. Unos rasgos suaves que alguien hubiera forzado a afilarse para la batalla, y ahora sólo supieran de batallar.
Milton Miller señala al cartel medio arrancado de la chica:
—¿Quién es? —dice.
El profesor Bright, dejando que la mano termine de pasar la llave de su despacho, cambia la atención al cartel del pasillo:
—Ah, una estudiante; bueno, exestudiante de Artes Mágicas. Dejó la universidad, descubrió en segundo año ser hiperestésica —Mira a Ed, luego a Milton—, lo que ustedes llaman ser «afectado». Una condición del todo incompatible con cualquier arte o ingeniería mágica, por seguro.
Ed se acerca a lo que queda de cartel y lee:
—«Comité estud…» —Pero el resto ha sido arrancado—. ¿Es un tipo de fraternidad o…?
—No, algo político, más bien. Demasiado alineado con el comunismo para el gusto de la Facultad y demasiado… Divergente para el de los estudiantes —Abre la puerta al fin y entra sin invitarles—. Básicamente, defiende la protección de los hiperestésicos en el campus: zonas sin magia, restricción de la práctica y otras quimeras parecidas —La silla gime bajo su peso—. El decano no ha prohibido el club, pero no creo que nadie le tenga simpatía. No es mi caso, claro, pero he escuchado a profesores burlarse públicamente de ella en sus clases y animar a sumarse a esa burla. Honestamente, no es difícil cuando le llamas al movimiento: «Comité estudiantil antimágico» —Milton y Ed intercambian una mirada—, habría sido más popular llamarle «Comité estudiantil contra el progreso».
El lugar parece un trastero disfrazado de despacho. Angosto y desbordado de archivos ahí donde pudo caber uno más. Apenas hay espacio para pasar al otro lado de la mesa y sentarse entre archiveros. Ed toma asiento en una de las sillas enfrentadas al profesor, Milton posa una mano en el espaldar de la otra y, disimuladamente, hace presión para comprobar si soportaría su peso. La silla rechina, agónica, así que aprieta los labios y queda de pie en esa esquina, flanqueado también por archivos.
—Siendo profesor de una ingeniería mágica, uno esperaría que tuviera en su despacho procesadores de flujo mágico, no archivos de papel —Adelanta una mano—. Entiéndame bien, por mi parte estoy encantado de ello, pero…
El profesor sólo lo mira, los codos en la mesa y una mano posada sobre el antebrazo, tranquilo, como si mirase el mar. Es evidente que Edwin esperaba una explicación, pero el profesor no parece interesado en darla.
—No queremos robarle más tiempo —dice Milton y no le hace falta moverse para alargar un brazo y cerrar la puerta—. Se preguntará por qué hemos querido entrevistarnos con usted.
Asiente:
—Desde que me dieron alcance entre clases, sí. Ya les he dicho que no tengo conexiones con las compañías mágicas que puedan utilizar y, sin embargo, aquí siguen.
Ed se lleva una mano al bolsillo interior y lanza una fotografía a los antebrazos del profesor. Baja la vista. Es el retrato de una mujer, la mirada perdida hacia un lado, como si no quisiera estar ahí, en el encuadre. Tiene la frente llena de pequeños homúnculos que gimotean, congelados para siempre en una mueca horrorosa.
—A petición de la afectada, su identidad ha de mantenerse en secreto, pero podemos decirle que su afección fue originada por un… —Vuelve a tomar la foto, que el profesor no ha ni tocado, y lee del reverso— Rizador Magic! Dial-a-Matic Serie 2000, de Colossus.
El profesor deja de mirar el mar. Recoge los brazos al reclinarse en la silla y los cruza bajos, sobre el abdomen:
—De acuerdo, ahora sé por dónde van, pero es complicado saber el origen material que dispara un debut hiperestésico y, aunque un peritaje así lo confirme —Milton y Ed asintieron a la vez—, la responsabilidad civil es de la compañía mágica, en este caso, de Colossus.
Ed se guarda la foto de nuevo y dice:
—A no ser que el diseño original no contemple la adición, por parte del servicio técnico o del usuario, de un disipador de flujo mágico, como obliga la Ley de Cuidado Mágico de 1956 para los aparatos electromágicos. En cuyo caso, como parece que ya sabe, la responsabilidad civil revierte sobre el diseñador del producto. En este caso, usted.
El profesor levanta las manos, más desamparado que en guardia, como si lo estuvieran atracando de noche:
—Soy un profesor de universidad, señores. Nunca podré hacerme cargo de esa deuda.
—Ya lo sabemos —Cada vez que habla, la voz del gorila revota involuntariamente agresiva contra las paredes—. Lo que queremos de usted, a cambio de condonar esa deuda, es que nos enseñe cómo funciona la magia.
Se sube las gafas con un gesto de nariz que subraya al niño detrás del traje:
—Puedo hacerlo, lo hago a diario en clase, pero habría de advertirles de que la manipulación mágica por parte de un hiperestésico puede tener repercusiones abominables sobre el usuario.
El silencio se alarga en el despacho.
Mira al gorila, el pelo gris oscuro que se le curva graciosamente sobre el cuello de la camisa, el tórax del tamaño de dos archivadores. Mira al humano, el bigotillo en cepillo, el pelo rubio sucio con sólo algún orden. Y, de pronto, siente compasión sincera por ellos.
—Con todo el respeto, lo mejor sería que se mudaran a una de esas comunidades rurales para hiperestésicos y se olvidaran de la magia.
Ed chasquea la lengua:
—Este país debería aprender, en algún momento, que no todos los problemas se resuelven crenado reservas para ciudadanos atípicos. Usted nos enseñará los fundamentos de la magia.
—¡Éticamente no pu…!
—Pues busque cómo reunir cincuenta mil dólares —ruge sin intención Milton.
El profesor se hunde en la silla, las manos de nuevo sobre el estómago.
Me flipa Milton y me encanta el mundo mágico que estás creando!
Me flipa cómo escribes, macho.