Esta historia continúa:
Este es el capítulo cuatro de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo IV
La quinta fuerza
Suena un estropicio de platos.
—¡Oh, no! —un grito femenino—. ¡Todo el estofado echado a perder! ¡Y el mantel! ¡Y mi vestido! Encima… Los invitados están a punto de llegar. ¡No es justo, no es justo! Lo tenía todo tan limpio…
—¡Eh, señora! —una voz varonil, intrépida—. ¡Aquí, en la repisa!
—¿Wisk?
—Eso es, ¡Wisk! Fresco. Suave. Limpio. ¡Para siempre! Utilíceme en vez de su detergente convencional y, con nuestra fórmula única de polimerización del flujo mágico, su ropa se mantendrá limpia hasta una semana después del lavado, ¡sin importar qué la manche!
Suena un estropicio de platos idéntico al anterior y un murmullo de voces molestas:
—Pero recuerde, amiga —de nuevo la voz femenina, jovial—. Si es un poco torpe como yo… ¡Mejor recomiende también Wisk a sus invitados!
—¡Wisk! Fresco. Suave. Limpio. ¡Para siempre!
Una voz monótona y rápida:
—Pregunte por la botella amarilla brillante en su supermercado. Ahora también en aplicador manual.
La chica apaga de un manotazo la radio.
Susy para de escribir a máquina sólo un momento y ya vuelve a martillear letras contra el papel.
Quien la viera ahí sentada, a ella, la chica a la que Susy ni se ha molestado en preguntar el nombre, pensaría que es una reducción de humana. La silla de Milton Miller la hace parecer una muñeca perdida en un sofá o en una cama vertical de piel. Tiene que usar toda la fuerza de las piernas para hacerla girar hacia Susy:
—¿No va a decir nada?
Se vuelve a detener, las manos orbitando el teclado, sin tocarlo:
—¿Qué quiere que diga, señorita?
—¡La gente va a empezar a ir por ahí con la ropa toda pringada de magia! ¡Quiero que…! ¡Quiero que…! ¡Diablos! ¡Que los mande al infierno a todos!
—¿A todos? Claro, eso lo arreglaría —Por fin apoya las manos en la mesa—. Pero, dígame, señorita impertinente, ¿qué pasaría si mandara al infierno sólo a la mitad? ¿O a tres cuartas partes de ellos? No funcionaría, claro. Sólo podría arreglar esta calamidad si, aquí, desde mi silla de oficina, empezara a gritar como una neurótica maldiciendo a todos y cada uno de esos señores de Wisk —Un solitario golpe de risa—. Haga el favor y deje de comportarse usted como una ridícula.
La chica se levanta de un salto, pero, con la silla masiva a su espalda, apenas es perceptible el cambio:
—¡No tiene usted sangre! Le ha de correr espesa y pastosa de tanta chocolatina que come.
—¡Oh! —dice, vagamente contrariada, como si hubiera recordado una tarea desatendida.
Echa mano al primer cajón del escritorio y se inclina sobre él mientras lo abre, tan expectante que parece al borde del rezo. Descubre la tragedia: dentro queda una de sus chocolatinas Susy, solitaria contra el fondo del cajón. Lo cierra de nuevo, con cierto respeto, como una camilla de la morgue.
—Espero que Milton haya hecho el pedido. Luego, créame que va a pagar toda esa irreverencia suya.
Las ruedas de la silla corren determinadas hacia atrás, aunque silenciadas por la moqueta, y Susy marcha, el moño bien alto, la figura esbelta, hundiendo los tacones en el suelo como puñaladas romas.
—Yo no le tengo miedo —dice, cruzada de brazos, envuelta en ese vestido prestado cuando pasa junto a la mesa de Milton.
La secretaria sólo abre la puerta del almacén y la cierra a su espalda con un golpe mínimo, apenas un descuido al no girar la manilla, pero que, si Milton y Ed hubieran estado ahí para escucharlo, habrían corrido a por los extintores.
Milton y Ed, hombro con hombro, siguen el sonido de la tiza contra la pizarra. Voluntariamente, han decidido ignorar todas las fórmulas con las que el profesor Bright va decorando los márgenes de sus dibujos. Para ellos, sólo puede tener algo de sentido ese esbozo de una pantalla enorme, cuadrada y como rasgada en toda su extensión, de donde sale una corriente que es atrapada por un molino.
El aula está vacía, noventa y ocho espacios en las gradas desocupados, sólo el gorila y el hombre, en primera fila. El gorila mira al hombre. El hombre le devuelve la mirada. El gorila cabecea hacia la espalda del profesor. El hombre alza las cejas con reconocimiento. La tiza deja de correr por la pizarra y ambos miran.
—¿Está ahora más claro?
—Mucho mejor, profesor Bright, sí —dice Ed—. Sólo para completar mis apuntes… —Baja la vista a una libreta donde, aun más rudimentariamente, sólo ha copiado el dibujo de la pizarra— ¿Podría volver a explicar desde lo de la frontera natural?
El profesor se cruza de brazos y el cuello del traje se le comba de una manera graciosa:
—O sea, desde el principio.
—Es otra forma posible de decirlo, sí.
Sin mirar la pizarra, señala con la tiza ese gran dibujo de una pantalla blanca con grietas, totalmente rodeado de fórmulas:
—Bien, vamos a mantenerlo simple: el velo. Lo que los magos rusos llaman плацента, o sea, la placenta, pero esto es sólo una curiosidad, tan solo recuerden esto, olviden las fórmulas: consideramos el velo una especie de frontera natural que nos mantenía aislados de la magia. Por algún motivo que todavía está por determinar, ese velo —Vuelve a la pizarra para remarcar las grietas— se fracturó y esta quinta fuerza, la fuerza mágica, penetró en nuestro mundo. Bueno, probablemente en todo nuestro universo, pero eso no es relevante ahora.
El profesor subraya el listado con las cinco fuerzas: gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte, nuclear débil y termina subrayando dos veces: mágica.
—Aunque esto está bajo debate. Lo que sí es seguro es que, al contrario de lo que mucha gente fuera de esta universidad cree: los molinos no generan magia, sólo atrapan ese flujo mágico que ha penetrado el velo —Dibuja una línea serpenteante desde una grieta y atraviesa fórmulas hasta llegar a las aspas del molino— para poder redireccionarlo a su aplicación industrial. Un ejemplo: saben que cada vez que se descubre un yacimiento petrolífero en Texas se planta ahí un pozo, ¿no? —Milton y Ed asienten en silencio—. Igual con la magia: en cuanto se detecta una corriente, se plantan molinos. Esto es importante, porque el humano no puede generar magia, sólo direccionarla.
—Pero… ¿Qué hay al otro lado? —Una mano gigante de Milton señala al dibujo del velo—. ¿De qué nos separa el velo?
—Honestamente, esa es una pregunta para un profesor de Artes Mágicas, los ingenieros mágicos estamos, digamos, más ocupados en el final de la cadena que en el principio —Wilson Bright se apoya un tanto sobre la mesa de profesor—. Verán, sé que pretenden que les enseñe a manipular la magia. No sé si han quedado fascinados por los escupefuegos de la televisión o algo parecido, pero el flujo mágico tiene la particularidad de alterar las propiedades físicas de lo, digamos, en una categorización vaga, animado e inanimado. Aquí en las Ingenierías, nos ocupamos de entender su interacción con lo inanimado, si quieren profundizar en cómo un humano se conecta al flujo mágico directamente, sin otro elemento mediador, han de buscar un profesor de Artes.
Echa mano al cigarrillo a medio consumir, en el cenicero de su mesa, y le da una calada lenta. Los ojos se le entrecierran tras las gafas de pasta.
—Sin embargo, debo volver a insistirles en que abandonen su empeño, el intento de vínculo con el flujo mágico por parte de un hiperestésico será, en cualquier contexto, catastrófico para el usuario, y potencialmente también para su entorno.
—Me temo que no tenemos otra alternativa que intentarlo, profesor —dice Milton, levantándose con cuidado del asiento en las gradas.
Aún sentado en la mesa, el profesor se alarga para alcanzar un papel y, todavía con el cigarro en la mano, escribe algo.
—Aquí tienen, un profesor de Artes con quien pueden hablar —Milton toma el papel—. No le digan que van de mi parte.
Ed también se acerca:
—Muchas gracias por su tiempo y por… —Hace un gesto ambiguo hacia la pizarra—. Por todas esas fórmulas, me siento mucho más listo ahora.
—No hay de qué, es algo que repito todos los días en clase. Pero no se me ocurre cómo estas nociones mágicas les van a acercar a ustedes a cobrar esa compensación para la señorita de la fotografía.
—Oh, no se preocupe —sonríe Ed—. Sólo necesitábamos apelar a su sentido de la urgencia para que nos ayudara. Ese asunto ha estado desde el principio en manos de nuestra socia —Asiente como despedida—. Disculpe que no le estreche la mano.
Bajan la calle Lawrence unos botines negros.
La noche y esos pantalones oscuros crean la ilusión de que se desplazara en una nube de sombras, pero un tintineo metálico, el entrechocar contra el pecho de los medallones de su vínculo, evidencia que camina como cualquier humano.
La mano, de tan crispada, arruga la carta que sostiene.
Cada vez que cruza el halo de una farola, los ornamentos bordados centellean dorados en su capa; el vínculo, ese collar grueso de medallones, brilla posado sobre los hombros como un corro ordenado y lánguido de planetas.
El cuello alto de la capa le enmarca la mitad de un rostro frío; afilada la nariz, afilados los ojos, los labios finos en una línea, casi neutra, que se resiste a torcerse en ira.
Entonces, gira sus pasos y la campana de la puerta suena dos veces. Ante él, sólo una chica pálida en una silla de cuero inmensa.
—¿Es usted quien firma como Susy, a secas? —Se le amarga la mirada y el gesto al recorrerla en un vistazo—. No, no tienes pinta de alguien con la desfachatez capaz para escribirme esta carta —La exhibe—. ¿Dónde está?
Inconscientemente, la chica oculta la herida del labio inferior con el superior:
—Ha salido…
—Le dices… Mírame. Te aseguras de decirle cuando vuelva que esto no va a terminar aquí. —Se yergue— Y que esa quimera de revertir afecciones es un imposible…
—¿Revertir…?
—Sois unos monstruos y, cuando llegue el último día de vuestra miserable vida, os van a enterrar como monstruos. ¿Me has oído?
—¡Oiga, pero qué le pasa a usted! —Se levanta de golpe.
—¡Silencio!
El collar tintinea con el ímpetu y a la chica se le estrecha la tráquea, se le pliega sobre sí misma hasta apenas dejarla respirar. Apoya las manos en la mesa, jadeando, y los ojos le cambian del pánico a un odio desesperado.
—Os estáis metiendo en un mundo que os queda grande… Cobradores de aguinaldos de pacotilla —escupe más que dice.
La capa se agita al salir por la violencia del volteo y la chica ve los medallones de aquel collar colgarle un tanto por la espalda.
Se aleja.
A cada paso, la tráquea se le va recomponiendo, y gime:
—Revertir… ¿Afecciones?
Esta historia continúa el:
Sábado 4 de enero
Sublime, como siempre. Me flipa tu manera de narrar, compañero. Y lo de las 5 fuerzas está súper bien tirado. ¡Olé!
Me ha flipado conocer una pequeña parte del origen de la magia!
Esta historia me tiene pilladísima! 🤩🤩🤩