Esta historia continúa:
Este es el capítulo cinco de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo V
Un mal día
Acepta otro pañuelo sin mirar.
Con menos cuidado que la primera vez, se seca las lágrimas con la vista alta, entre la pared y el techo, como si pretendiera vencer la tristeza con la fuerza de la gravedad. En esa quietud, sólo le tiembla la barbilla, y una lágrima rezagada le cruza la mejilla color café.
—Y el pobre John no pudo aguantarlo más. Son demasiadas guerras, demasiadas guerras… Que el Señor sepa perdonarle.
La mujer deja derrumbar la cabeza y las lágrimas le caen sobre la falda, en silencio, en libertad, porque ha convertido el pañuelo en una bola que dobla, pliega y manosea sin descanso, como si intentara resolver un puzle o empaquetar un regalo imposible.
Una mano blanca, ingenua, vuelve a tirar de un pañuelo y se lo acerca, ya sintiéndose ridícula en su incapacidad por consolar a la mujer. Lo toma la mano negra, gruesa, curtida por la fábrica de ensamblaje, aunque con las uñas bien pintadas de ese suave tono pastel, último testigo de que alguna vez hubo alegría en ella.
—Yo… Lo siento.
Es lo único que puede decir la chica antes de tomar un pañuelo para ella misma y enterrar la cara en él.
Cuando vio a aquella mujer entrar en la oficina, como en una travesura tibia, se había hecho pasar por parte del equipo de Afectados crónicos por la magia S.L. como venganza, quizá, por que Susy la hubiera dejado sola. Tan pronto la señora empezó a hablar con tanto dolor de su hijo, de la afección mágica en las manos que le impidió volver a tocar el saxo, buscó una manera de detenerla, pero, cuando le dijo que había terminado quitándose la vida, ya no hubo forma cabal de deshacer la pantomima.
—Lo siento mucho, ¡de verdad!
Solloza la chica con tanto desamparo que es lo único que consigue detener el llanto de la mujer.
—Angelito… —dice, enternecida, tomando uno y dos pañuelos para secarle ella misma las lágrimas a la chica.
—¡La chica comunista! —se escucha un rugido desde la puerta.
Ella, como si buceara hacia la superficie, emerge de entre los pañuelos para aullar, lastimera:
—¡Qué me llamo Emily!
Pero al ver tras la mujer una bestia enorme, un gorila en traje, se le corta la respiración y, con ello, los sollozos.
—¿Qué haces tú aquí? —dice Milton— ¿Y por qué hay un conejo pintado en el escaparate?
Las mujeres miran al conejo, luego a Milton, y la mirada de la mujer negra se independiza para caer sobre la chica con una pena o un disgusto triste que empieza a descubrir eso que Emily no se había atrevido a confesarle.
—Discúlpenos un momento, señora, ahora mismo estoy con usted —Le hace una seña a Emily.
Sólo cuando Milton la deja encima del escritorio de Susy, reparan en que llevaba una botella de cristal en la mano. Parece que tuviera zumo de calabaza dentro, pastoso y mal filtrado, pero, como haría una palomita en la sartén, uno de los pequeños pedazos sólidos tiembla, se comprime y se expande de pronto para formar un ojo humano.
La mujer reprime un grito con el pañuelo.
La botella se tambalea.
—Estate quieto —chista Milton.
Emily, con la barbilla hundida en el pecho, y subiéndose a cada tanto los tirantes del vestido prestado, sale de la mesa y sigue la espalda del gorila hasta la calle.
La campanilla suena dos veces y, dentro, aun espantada, la mujer no aparta la vista de la botella, como si mirarla fijamente hiciera por mantenerla más alejada de sí.
—¿Dónde está Susy?
—En el aeropuerto… —Levanta la vista—. Se ha ido a Venezuela.
La chica esperaba una exclamación, que esos pequeños ojos se le dispararan con la noticia, pero sólo los cierra y se estampa una mano en la cara:
—El pedido de chocolatinas… Me va a matar —Entiende la mirada de la chica, que no se atreve a preguntar—. Es complicado, pero sólo se alimenta de esas chocolatinas importadas y, con el caso del hombre de los siete corazones, se me… Es igual, vete a casa, es tarde, tus padres estarán preocupados. Gracias por cuidar la oficina.
Milton echa mano al picaporte con una sonrisa tirante y adelanta el hombro para entrar.
—Ha venido un mago —dice a su espalda—. Un mago muy enfadado, por una carta.
—Es imposible que un mago haya venido hasta este barrio en persona —Pero vuelve a cerrar la puerta.
—Pues ha venido, preguntaba por Susy.
El silencio se alarga tanto que Emily duda si su voz ha conseguido escalar ese cuerpo masivo hasta sus oídos, pero la mira sobre el hombro:
—¿Qué sabes del Pináculo?
·
—Deberíais tener cuidado con qué casos aceptáis —había dicho la profesora Jackeline O. Paine—. Si hasta yo he escuchado de un tipo y un gorila trajeados que van por ahí molestando a compañías molineras y al Pináculo, es que estáis a punto de pinchar en hueso.
El despacho del profesor Wilson Bright parecía un almacén de archivadores, pero el de la profesora Paine podría ilustrar un tratado de alquimia. Lo único que alcanzaban a ver era a la joven profesora enmarcada en tubos y pipetas de ensayo.
Desde la puerta, porque ni Ed ni Milton se atreverían a poner ni un pie ahí dentro.
—Nuestras prácticas, profesora Paine, están dentro de la estricta legalidad federal —dijo Ed—. No lo podríamos hacer de ninguna otra forma.
—¿No os da una pista el que se hayan llamado «El Pináculo» y no «Los amables lugareños de Yellow Springs»? Las leyes son para los hombres, y esos magos hace tiempo que dejaron de considerarse algo parecido. Os lo digo yo, los he visto de cerca —Se llevó una mano al vínculo y dio dos toques en uno de los tres medallones que pendían del collar.
Si no fuera por el vínculo, y tal vez por ese pelo platino, la habrían confundido con una alumna o, al menos, con un asistente de profesor.
—Hombres o no, tendrán que pagar la compensación —dijo Ed—. El Pináculo emite esos certificados estúpidos de seguridad mágica, si un rizador certificado va por ahí sembrando homúnculos en la frente de mujeres hiperestésicas, tienen que pagar, por mucho que les duela el bolsillo.
—No es el daño de la piedra lo que va a cabrear al gigante, sino que se hayan atrevido a lanzarle una piedra.
—En cualquier caso, no es uno de nuestros casos lo que nos ha traído aquí —dijo Miltón—. Es usted profesora de Artes Mágicas, salta a la vista.
—De Transmutación, concretamente —asintió.
—Mejor, porque queremos preguntarle por una transmutación específica… Revertir una afección mágica.
—No es posible.
Jackeline O. Paine continúo sin más, la mirada calma tras esos tubos de ensayo, como si hubiera repetido aquello más de una vez esta semana:
—No sois los primeros, hiperestésicos o magos, en teorizar con ello. Sin embargo, hay un problema insalvable. Es verdad que una afección no es más que otro tipo de transmutación sobre un humano, azarosa y descontrolada, pero una alteración de sus propiedades elementales, a fin de cuentas. Tiene sentido pensar que, si aplicáramos magia debidamente manipulada, podríamos revertir ese proceso: reordenar con magia los elementos desordenados por la magia —Milton y Ed asintieron—. El problema es que, tan pronto un hiperestésico entra en contacto con la magia, aunque sea con las mejores intenciones, esa transmutación arbitraria se activa a su vez. Para que me entendáis, imaginaos que divido una barra de mantequilla con un cuchillo al rojo y, luego, para arreglarlo, trato de soldar los dos trozos con un soplete. Pues eso, mal asunto.
—Disculpe… —una voz débil a sus espaldas.
El asistente de la profesora, por no molestar, hizo por colarse entre ellos y el marco de la puerta, pero, temiendo la cercanía, Ed saltó a un lado.
Y sus manos se rozaron.
—¡Santo Dios!
En un instante, el traje flotaba, vacío, sobre un charco espeso y grumoso demasiado parecido al vómito.
—Tranquilos, Tranquilos —dijo Milton, las manos adelantadas—. Es más habitual de lo que parece, sólo es su afección. Iré al coche a por las botellas y la bomba. Mientras, tratad de que no se disperse demasiado, por favor.
Esta historia continúa el:
Sábado 11 de enero
Brutal! 🤩
Me has amenizado el madrugón y me tienes muy enganchada! (Solo voy a decir eso que a estas horas tengo el cerebro muerto).
“Para que me entendáis, imaginaos que divido una barra de mantequilla con un cuchillo al rojo y, luego, para arreglarlo, trato de soldar los dos trozos con un soplete. Pues eso, mal asunto.”
¡Oh, no! ¡Lo he estado haciendo todo mal! ¡No me extraña que tenga tantos problemas! Malo, malo, sí, muy malo. Simplemente no se me había ocurrido por alguna razón que el soplete era el camino equivocado...
Vale, vale, me has enganchado, esta historia también es muy genial. Lo estoy disfrutando mucho.
Tengo in poco miedo que admitir que estoy un poco confundido sobre quién está hablando y en qué habitación estamos. Esa cosa molesta del segundo idioma. Tal vez tenga que pasar por ello de nuevo. Al menos no estoy 30 capítulos atrasado, como estaba con Alma, puede ser factible...