Esta historia continúa:
Este es el capítulo seis de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo VI
Casual Friday
Aunque Susy haya dicho que espanta a los clientes, ahí sigue.
—Tampoco podemos arrinconarlo en la trastienda como a un archivo viejo —le había dicho Milton—. Está consciente, no sería ético dejarlo solo en la oscuridad hasta que se recomponga.
La única que le presta ya, después de estos días, alguna atención es Emily.
Ha pasado a ser la encargada de, cada mañana, rellenar la pecera con una de las botellas de sus restos y otra medida igual de suero. A Milton no se le dan bien las operaciones delicadas y Susy… Bueno, es Susy.
Ahora, desde su máquina de escribir, mira a la chica mientras rumia, los labios escrupulosamente junto, media chocolatina. Exhala por la nariz dos hilos de humo.
Emily deja dos botellas de cristal en la mesa de Ed, enfrentada a la suya. Se acerca un poco al vidrio curvo de la pecera y le da dos toquecitos. No hay respuesta. Al acercarse, entre el líquido espeso y pardo, se llega a intuir la silueta de un bebé o un feto, recogida sobre sí misma.
—¿Seguro que está consciente? —dice Emily y el vidrio se enturbia con su vaho.
—Lo está, nos lo ha dicho otras veces —Milton no levanta la cabeza del informe que lee—. Lo que pasa es que él no es ese bebé dormido que probablemente estés viendo —La mira—; él es también todo el líquido donde nada, y cada una de esas botellas. Su consciencia está despierta en donde sea que quede un mililitro de él.
El bebé despereza un tanto la pierna y golpea la pared de vidrio. Una patada significa sí; dos, no.
—¿Ves? —Y vuelve a sus informes.
Emily se ve sonreír en el reflejo; o a una versión parduzca de sí misma. Ni siquiera ella sabe por qué sigue insistiendo en que no se le note. Que no se le note el alivio de encontrarse por fin entre sus iguales.
Descorcha las botellas y las vierte con cuidado, a la vez, en la pecera. Tras ella, la silla inmensa de Milton, que nunca acaba de parecer inmensa en su espalda, gime al reclinarse. Atrapa un puro en la boca y se tantea los bolsillos de la americana en busca del encendedor. Antes de que pueda acercarse a por el mechero de mesa, la punta del puro se enciende y hasta una columna de humo empieza a brotar de él.
Susy, con el último bocado de chocolatina bailándole en la boca, está mirando en puro, como con descuido.
—No hace falta que hagas eso —dice Milton, pero aprovecha para dar dos pitadas y terminar de prenderlo.
Un cuarto de puro se consume y una nube de humo llena la oficina con la bocanada del gorila. Ed-bebé tose débilmente y dos burbujas suben para estallar en la superficie de la pecera.
—Hay que hablar de lo del conejo —dice Milton con la vista puesta, al otro lado de la nube, en el dibujo del escaparate.
—Se queda —dice Susy y vuelve a escribir a máquina, dando por terminado su descanso y la conversación.
—Bueno, está bien, pero ¿pancartas en la entrada? Ya tenemos suficiente con lo que tenemos… Encima vamos a parecer comunistas.
Desde dentro sólo se ve el reverso rojo de una, en el cristal contrario al del conejo, aunque todos saben que pone:
No son muertes naturales
Los suicidios de afectados son asesinatos del Estado
Emily, que tenía pensado decirles hoy que quería poner otra en la esquina rota del letrero, toma las botellas vacías y las lleva en un silencio rápido, de ratoncito, a la trastienda. Milton oculta el reloj de pared con otra nube de humo. La profesora Paine debería haber llegado ya.
Tal vez se había cansado, y no la culparía.
Con una concentración prodigiosa, el gorila toma la última bolita metálica del columpio sobre la mesa y la deja caer. La bola choca con la siguiente y hace rebotar a la primera, al otro lado de la fila de bolitas en suspensión. A él mismo le había sorprendido que una profesora de Artes Mágicas quisiera enseñarles formas de prevenir el contacto mágico. Estaba resultando útil, de alguna manera, menos que nada, sólo quedaba por ver qué querría ella a cambio.
Emily, con los apuntes contra el pecho, sale de la trastienda y se sienta en la mesa de Ed, junto a la pecera. Pobre criatura. Milton avanza mucho los labios para exhalar la siguiente nube de humo. Si hay algo que le alegra de las visitas de la profesora, es que Emily recobra algo de esperanza. Al sentirse mirada, lo voltea a ver, y a Milton se le desparrama la ceniza del puro encima.
Se le escapa un gorjeo simiesco mientras se quita la ceniza del traje, pero al momento tose y se recompone. El hombre tras el gorila frunce el ceño, mira la hora. Y de soslayo vuelve a fijarse en la muchacha. El pelo negro con ese brillo azulado le oculta la cara, con esa aflicción que queda siempre después de su furia y sus reivindicaciones sociales. Será esa indefensión real o imaginada por mí, piensa. El puro se vuelve a iluminar naranja por última vez y el humo convierte la mesa en un valle neblinoso. Milton escacha el final en el cenicero.
Y suena la campana de la puerta.
El pelo platino, sobrenaturalmente artificial, casi metálico, como las bolitas del columpio de Milton: Jackeline O. Paine, centro de las tres miradas. Cuatro, si contamos la de Ed.
—Llega usted tarde —dice Susy.
—Un mago nunca llega tarde.
Milton entrecierra los ojos, alguien ya le había dicho eso antes que ella, pero quién. La profesora Paine deja cerrar la puerta tras de sí y la campana vuelve a sonar. Al girarse, el vínculo con los tres medallones le tintinea en el pecho.
—¿Seguimos con la clase de materiales conductores de la magia, profesora? —dice Milton y mira a lo que queda de Ed con intención—. Lo dejamos en el mito del plomo como no-reactivo mágico.
La superficie del líquido de la pecera burbujea, molesto.
—Hoy no —Hay una severidad inusual en esos ojos, una rigidez en las facciones morenas que le desdibujan la alegría habitual—. Tengo que pediros algo.
Ahí está el pago y el fin del altruismo.
—Usted dirá —Milton apoya los codos en la mesa y gana una envergadura colosal.
—¿Conocéis Variedades Milagrosas?
Todos asienten la obviedad.
—El nombre comedido para referirse al Circo de los Monstruos, dirá —La furia reivindicativa vuelve para iluminar a Emily.
En la ciudad, y recientemente en televisión, un circo de hiperestésicos con afecciones excepcionales se ha hecho tan famoso como para que los estrenos de cine se fijen en sus fechas de espectáculos para no hacerlas coincidir, y evitar que les arruinen la taquilla.
—Necesito… Por favor, no os ofendáis. Necesito que os infiltréis allí…
—Verá usted… —Milton se inclina hacia ella con una condescendencia que podría desbalancear la órbita de la Luna—. Nosotros ya tenemos un negocio que atender: cobramos compensaciones mágicas. No tenemos demasiada experiencia en bailar a la pata coja sobre una pelota hinchable. No más que usted.
—Tengo la sospecha, no: la convicción de que muchos de ellos no son hiperestésicos, sino que hay un transmutador que fuerza sus afecciones. De verdad me ha costado pediros esto, pero no conozco a más hiperestésicos capaces de hacer algo así. Hay personas siendo…
—Convertidas en monstruos a la fuerza, no naturalmente, como Dios manda, como nosotros —sonríe Milton.
La profesora está a punto de intervenir, pero Milton la interrumpe:
—Está bien, esta bien. En cualquier caso, yo no puedo ir. He salido en varios periódicos, es fácil reconocerme.
Todos miran a Susy:
—No.
Sin que nadie se atreva a más, miran a Emily, que se encoge en la silla.
—Aunque di positivo en el test de Presper, la verdad es que mi hiperestesia aún no se ha manifestado, no creo que serviría para infiltrarme.
—¿Cómo de positivo? —dice Jackeline.
—Ciento cincuenta…
Todos la miran en silencio.
—¡Santo Dios! Es usted una bomba de relojería, señorita.
—Gracias, Susy, por sus amables y siempre acertadas palabras —dice con una sonrisa tirante.
Las miradas vuelven a recaer sobre el gorila.
—De acuerdo —Señala a la profesora—, pero quiero un traje de color.
—Eso está hecho.
Y hay un ligero sonido de gong.
La sonrisa se le borra tan pronto ve que la manga del traje se le empieza a convertir en un verde brillante. Corre rápido por el brazo tiñendo todo el negro a su paso. Jackeline O. Paine sonríe. El gorila se levanta y, al ver esa onda verde pasar a recorrerle toda la chaqueta, ruge.
Ruge con tanta furia que la campana de la puerta tintinea y los cristales del escaparate vibran. Emily reprime un grito en la mano. La pecera se llena de burbujas.
De pie, el pecho hinchado bajo el traje verde, los ojos encendidos, parece que fuera a saltar en cualquier momento sobre la maga para despedazarla. Sin embargo, sólo habla, grave, aunque con un temblor en la voz:
—Esto quizá tenga alguna gracia para usted, pero nosotros nos jugamos la vida con estos trucos de magia —Da un puñetazo que quiebra la mesa en dos, y gruñe, los cuatro colmillos erizados—: ¡La chica acaba de decir que es un ciento cincuenta en Presper!
—Sé lo que hago.
—No me importa. El trato era nada de magia. Nada. Sabiendo o sin saber.
—Está bien.
Si Milton espera una disculpa, hay unos ojos oscuros, firmes, que le avisan de que no la encontrará ahí.
Me gus ta mu cho! De verdad! Me encanta imaginarme este mundo lleno de magia y ahora con lo del circo ya me has ganado del todo! Espero con ganas para el sábado que viene!
Se pone la cosa interesante...