Esta historia continúa:
Este es el capítulo siete de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo VII
Algodón de azúcar
Milton, desde el respaldo de la silla, le observa las manos rápidas. Con el bombillo colgante de la trastienda como única luz, parece que Emily tuviera una montaña de sombras a punto de despeñársele encima. Toma la botella de leche, llena hasta la mitad con la esencia parduzca de Edwin, y la vierte, ahora con cuidado, en un pequeño vial. No derrama ni una gota.
—Eso es —murmura una aprobación la montaña.
—¿Ahora? —pregunta Emily a sus manos y sólo después mira muy vertical hacia arriba como esperando fuegos artificiales.
Milton se inclina un poco y los rasgos prietos de gorila se le aclaran en las sombras. Señala desde el hombro de la chica:
—Ahora, apenas una gota del vial al portaobjetos.
Emily toma una pequeñísima lámina de cristal, como esas que se usan para las muestras de los microscopios, pero circular:
—¿Esto?
El gorila afirma con un sonido y vuelve a convertirse en montaña al acecho de esos dedos, finos como pinzas para Milton, que preparan el portaobjetos y dejan caer apenas una lágrima parda de Ed en su centro.
Otro sonido desde la montaña, de satisfacción:
—Ahora, tápalo con la otra parte.
La chica toma la otra mitad, casi idéntica, pero esta tiene un marco de plata y una argolla de la que pende el collar. En cuanto las une, junto con ese diminuto clic, la gota se expande, se ramifica hasta abarcar todo el círculo. Emily deja suspendido el portaobjetos ante ella, sostenido por el collar: parece expresionismo abstracto, un cuadro en miniatura de Pollock.
—Tendrás que llevarlo tú —dice Milton.
La chica asiente, se aparta el cabello y trata de atinar el enganche a ciegas. De nuevo, Milton no puede ser de ayuda en ello.
Habían aceptado ayudar a la profesora Paine con la infiltración en el circo, pero Edwin se había negado a que lo dejaran atrás; esa era la única forma de hacerlo parte, que al menos pudiese ver lo que sucedía allí.
Una mano atraviesa en el cono de luz para dejar una taza frente a Emily:
—Es chocolate caliente, de Greta’s, aquí al lado.
Susy, de pronto, estaba especialmente atenta con Emily y alegre de su presencia en la oficina. Ya lo había tenido que hacer otras veces y de las cosas que menos le apetecían en el mundo era llevar un fragmento de Ed, el que fuera, rebotando contra sus pechos.
—La chica va a ser importante para Afectados S. L. —le había dicho a Milton, al poco de enterarse de lo del collar, con una solemnidad tan sentida que el gorila casi no se aguanta la risa.
Así que ahí va el collar abstracto, más llano que sobre Susy, primero a pie, en el Cadillac adaptado de Milton luego, y de nuevo a pie para cruzar el aparcamiento de tierra hasta la carpa inmensa, de franjas rojas y negras, con el rótulo: Miracles Galore. Emily suelta un resoplido irónico:
—Debería poner: Monst…
—Monsters’ Circus… Sí, sí, Emily. Créeme que todos nos hemos enterado de cuánto odias a esta gente, pero —Fuerza una sonrisa—, ¿ves? No es tan difícil.
—Tú sólo estás contento por el traje.
Lo está, no hay modo de negarlo. En un gesto de paz, Jackeline O. Paine le había enviado un traje nuevo, convencional, teñido Dios sabe cómo, pero sin magia. Más que la carpa, la gente que va llegando al aparcamiento no puede dejar de mirar al gorila con traje salmón de solapas crema.
Pensándolo bien, tal vez en lugar de un gesto de paz se tratara de una broma, pero Milton no lo ha entendido así.
—¿Ves? Son de los nuestros.
Dice el gorila, brillante de alegría, y señala el gran cartel del pórtico: las cinco aspas de un molino mágico tachadas y, arriba, el lema
Prohibido el acceso con útiles mágicos a partir de este punto
La cola de espectadores en taquilla llega casi hasta ahí, pero, contra la intención inicial de Emily, Milton avanza despertando comentarios y las primeras exclamaciones de admiración del protopúblico.
Al inicio, al lado de la gran boca que se abre en la lona, hay una cabina de madera pintada con los mismos colores de la carpa y decorada con molduras divertidas al puro estilo circense. Dentro de ella, desaparece la diversión, espera un hombre sombrío, calvo, con cicatrices que parecen nacerle de los ojos y ramificarse, como relámpagos, hacia las sienes y la frente. En un ojo lleva un monóculo diminuto y muy dorado, tanto, que parece más una moneda; el otro ojo queda oculto por las sombras de la taquilla.
—Buen día —dice Milton y hace rechinar la madera al apoyar una mano en el mostrador.
—¿Para dos? —Sin poder ser más indiferente, separa dos entradas y vuelve a mirar al gorila.
—Realmente… Mi nombre es Milton Miller, no vengo como espectador, me gustaría hablar con el encargado para hacer una prueba para el circo.
—¿Y cuál es su afección?
La sorpresa le golpea, casi física:
—Bueno. Creo que mi afección es evidente.
—Lo es —La voz suena como un arañazo—. Y no quisiera yo faltarle al respeto, pero no es usted lo suficientemente hiperestésico.
—¿Discúlpeme usted? —Mira el monóculo, opaco, y le crece una duda dentro—. Señor…
—Mr. Mountberry.
—Mr. Mountberry, ¿ve usted… Bien?
—De las mil maravillas, Mr. Miller. El problema es que el número de afectados crece cada día, el público cada vez está más acostumbrado a hombres lobo, hombres lagarto, hombres cangrejo… Insisto, no se ofenda, la suya es una afección formidable; hermosa, me atrevería a decir, pero simplemente no es suficiente para explotarla como espectáculo. Siento decirle.
—Para ser honesto, no esperaba que… —Se rasca la cabeza—. Mi compañero se deshace si alguien lo toca, ¿eso vale?
—Eso vale. Al menos para una función —Se escucha un plumín que rasga papel, pausado, y le estira una nota—. Puede llamar a este número para hacer la prueba, en día de función es imposible. Usted y su hija pueden quedarse al espectáculo.
Sonríe, complacido por la generosidad de la oferta:
—Bueno, ya que estamos aquí, por qué no.
Emily asiente con más ganas de lo que hubiera previsto Milton.
—Son diez dólares.
—¡Diez dó…!
—Por cabeza. Es decir, por persona, uno nunca sabe si…
—Oiga —Se inclina de nuevo—, sé que los asientos en primera fila del Trapecio Volador son cinco dólares.
Se inclina también y baja la voz, en secreta confianza:
—Siéntase usted muy libre de ir al Trapecio Volador, Mr. Miller.
El pulso de miradas se sostiene todavía algo más y, por primera vez, Mr. Mountberry casi sonríe al verlo estallar dos billetes de diez dólares contra el mostrador, a punto de quebrarlo en dos. Con las entradas perdidas en la mano, como si llevara sellos postales, avanza hasta Emily, que se había adelantado al ver una máquina de algodón de azúcar.
Un joven de su edad, con un sombrerito de papel, ya le prepara una nube más rosa que el traje de Milton.
Ella, arrancando pedazos de la nube, y él, moviendo entre los colmillos el palo de una manzana confitada como si fuera un caramelo, llegan a sus asientos. No sin dificultad. El interior de la carpa está tan oscuro que uno apenas puede ver con claridad más allá de las personas que tiene sentadas al lado.
Aunque la intimidad de no tener nadie a la izquierda del banco se les acaba pronto:
—Mira, mamá, ¡qué suerte! Nos ha tocado al lado de uno de los monstruos del show.
—Le ruego que la disculpe —dice rápido la mujer, pálida de vergüenza.
—No, pequeña, no soy lo suficientemente monstruoso. No esperes ningún truco desde esta parte del escenario.
Pero la niña no parece entender, mira a la madre y, cuando va a rebotar le la mirada de nuevo, ruge en un trueno y hasta se golpea el pecho. La pequeña salta, muy tiesa, pero Milton sólo le guiña un ojo y sigue jugando con el palo de la manzana confitada. La niña ahoga una risa en la mano:
—¡Otra vez!
—Ya vale, ya vale —la calma la madre y se sienta como frontera entre Milton y ella.
El gorila le da con el codo a Emily:
—Se me habría dado genial. Esos imbéciles se lo pierden.
Por fin, un foco ilumina el vacío ante ellos. Parece de tierra, como un anfiteatro, y en el centro del cono de luz, hay un tipo de esmoquin blanco con el cabello y la sonrisa muy peinados; ante él, una aparatosa cámara para televisión. Su voz retumba en las gradas:
—Todos los niños y niñas quieren que empiece ya el espectáculo, ¿verdad? —Voces agudísimas corean desde el público, incluida la pequeña vecina—. ¡Bien! Porque os traemos una fabulosa exhibición, como jamás habrán visto, de malabares, precisión, equilibrios acrobáticos y… ¡Fuego! De este gran equipo de locos que es Eco e Ico. ¡Aquí están, únicos en el mundo!
Su voz se solapa ya al final con un ritmo animado en los altavoces, más parecido al mambo que a la música circense y aparecen dos figuras bajo otros dos focos. Visten con trapos, como uno de esos rodillos de túnel de lavado para coches.
Uno de ellos hace malabares con anillas que lanza cada vez más alto, desafiando la altura de la carpa; mientras, el otro sólo se acerca a la primera fila con una jarra y se la ofrece a un hombre del público, confundido.
La voz del presentador vuelve a sobreponerse a la música:
—¡Tranquilo, caballero! Sólo es agua, beba usted para comprobarlo.
Incómodo o avergonzado, el hombre toma la jarra con dos manos y bebe para hacerse escuchar, muy tenuemente entre la música:
—¡Es agua!
Entonces, el tal Eco o Ico, se bebe toda la jarra de un trago y abre la boca ante el público, vacía, lo único que se ve de él entre tantos trapos. Se gira hacia su compañero y, mientras aquel sigue con sus malabares, escupe una llamarada fuego que ilumina toda la carpa y prende como una hoguera al malabarista.
Al asombro compartido en el publico se le suma algún grito de angustia.
Pero el incinerado no detiene sus malabares, antes parece sumar más objetos y hacer más intrincados sus juegos. Ahora, el propio pirómano extiende los brazos ante el público y de la boca se le derrama un líquido candente que, tan pronto roza el primer trapo, lo prende a su vez como otra antorcha gemela. Al ritmo de la música, hace acrobacias que, incluso sin fuego, ya habrían valido los cinco dólares del Trapecio Volador.
Poco después, habiendo exprimido todas las ganas que pudiera haber en el público de satisfacer su gusto por el circo tradicional, se retiran con aplausos y sus dos focos se detienen en el centro del mar de sombras.
—Ahora, antes de continuar, demos la bienvenida a nuestro anfitrión, el magnífico, el inigualable: ¡Jacques D. Rossa!
Como caído de los focos, aparece en medio del halo una figura. El público estalla en aplausos y vítores:
—Pero si es sólo un negro… —dice la niña, decepcionada, mirando a su alrededor sin entender el escándalo.
Esta vez la madre no parece sentir la necesidad de disculparse por nada. En efecto, bajo la luz un hombre negro, vestido con ropas tradicionales de algún lugar, hace una reverencia. Emily señala a la pequeña con la barbilla:
—Esa niña es todo lo peor de este país. Seguro que lleva tatuado en el pecho: MORE WAR.
—Hay que salir de aquí —dice Milton, ya levantándose.
—¿Qué? ¡Acabamos de pagar veinte dólares!
—¡Vámonos! —chista—. Te lo explico en el coche.
Claro que un gorila con traje salmón no pasa fácil ni desapercibido entre un público de circo, divertido al pensar que se trata de otra parte del espectáculo. Tanto es el revuelo, que uno de lo focos se separa de Jacques y apunta a Milton.
Y sus miradas se encuentran.
Muy fan del traje nuevo de Milton. Se ha quedado muy interesante, espero que esta vez no nos hagas esperar dos semanas para más! ;P
Desde la primera línea hasta la ultima en vilo por saber el misterio de la magia 😄