Esta historia continúa:
Este es el capítulo ocho de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo VIII
Entre cuento y cuento
Después de marcar el número en el dial rotatorio del teléfono, Emily se había quedado ahí, junto a su mesa en silencio, como si Milton fuera a necesitar sus pequeños deditos también para colgar el teléfono.
—¿Por qué no me dijiste que el dueño del circo era Jacques D. Rossa?
—Pero ¿dónde vives, Milton? Todo el mundo sabe quién es el dueño de Miracles Galore, se pasa todo el día en la televisión.
La voz de la profesora Paine es del todo audible, tanto, que el gorila le hace un gesto a la chica para que vuelva a su mesa, junto a la pecera de Ed. A medida que se aleja, la conversación se vuelve el monólogo de Milton con una ardilla:
—No soy lo suficientemente hiperestésico, al parecer —resopla.
Y responde un cuchicheo de ardilla al otro lado del teléfono.
Dentro de la pecera, Ed ya es un niño de unos tres años, pronto va a ser demasiado grande para ese contenedor y, quizá con una pulsión maternal, se preocupa. Se preocupa porque no ha visto un tanque mayor en la trastienda y no parece sino que Ed va a tener que contorsionarse ahí dentro a medida que crece.
—Sí, claro que nos conocemos. Más de lo que nos gustaría —dice Milton al teléfono.
Y más cuchicheo de ardilla.
Incluso algo encogido, el niño ya llega con la cabeza y los pies a cubrir el largo de la pecera. Como si escuchara que está pensando en él, el pequeño se gira, cambia de posición inquiero, como entre sueños, y queda mirando hacia arriba. Emily sonríe, al borde de la risa. Nunca lo había podido ver tan expuesto y se parece totalmente a ese chico de los comics, a Daniel el Travieso.
Entonces, se le ahoga el cariño en la mirada, se asusta de verdad. El niño abre los ojos, oscuros, y la mira muy fijo antes de emerger a la superficie con la urgencia del náufrago:
—¡Susy! —chilla agudo, como llamando a su madre tras una pesadilla—. ¡Un cigarro, por Dios!
Milton lo manda a callar con un chistido y abraza el telefonillo con la mano, protegiéndolo del escándalo y haciéndolo desaparecer del mundo. Susy deja de sostener la chocolatina con dos manos, o más bien deja de venerarla, y le estira un cigarrillo a Emily.
—Pero… ¡Susy…! —Le hace señas con la cabeza, como si se hubiera vuelto loca.
El niño apoya los brazos en el borde de la pecera y mira a Emily con el pelo rubio todo churreteado y pegado a la frente por ese líquido espeso. Dice con voz infantil:
—Sé que no nos hemos conocido en mi forma completa, pero no te dejes engañar, soy un adulto de verdad. Y bastante atractivo —Susy bufa desde su mesa, todavía con el cigarro en la mano—. En cualquier caso, no te creas que empecé a fumar mucho mayor que como me ves ahora. Vamos, sé buena con Ed, llevo sin catar uno desde que me descompuso el amigo imbécil de Paine.
Aun sintiendo que hace algo terrible, le acerca el cigarrillo y hasta se lo pone en la boca cuando Ed se niega a tocarlo con las manos húmedas. El niño adelanta un poco los labios, como si fuera a dar un beso y: un, dos, Emily consigue hacer brotar una llama del encendedor.
—¡Eh! —Se asoma Milton del búnker que ha hecho con las manos para el telefonillo—. Deberías preocuparte menos de fumar y más de beberte el resto de ti. Te necesitamos listo para lo que se viene.
El niño echa una bocanada de humo hacia él, provocador, y dice con esa voz aguda, el cigarro siempre en la comisura de los labios:
—Beberlo sabe a una mezcla de semen, sudor, costra de herida y porquería de debajo de las uñas, perdóname si no pierdo el culo por correr a hartarme de eso —Mira a Emily un momento—. Disculpa. Pero, bueno, el Jacques que yo conozco no es un gran problema. Estará resentido, y ya.
Milton, sin prestarle atención, se despide del teléfono, bajito, como si estuviera calentándose las manos. Y cuelga con cuidado, para no hacer saltar los remiendos de metal que pusieron a la mesa después de que la rompiera días atrás.
—Jackeline va a venir —dice con una sonrisa involuntaria.
—Así que ahora es «Jackeline»… —Se burla el niño y hasta Susy intercambia una mirada cómplice con él.
Milton aprieta los labios, mira a uno y a otro, y se agarra de las solapas cremas del traje salmón:
—Bueno, ¿qué te parece?
El pequeño Ed tarda en responder. Apura el final del cigarro, ya sin importarle sujetarlo con una pinza de índice y pulgar, y dice:
—Te das cuenta de que eres un pesado con el maldito traje, ¿verdad?
—Vale, suficiente —interrumpe Emily—. Me dijiste que me ibas a contar la historia de Jacques D. Rossa en el coche; en el coche, que me la contarías en la oficina; aquí, que me la contabas después de la llamada. Bien, ya ha terminado la llamada, ¿por qué conoces a Jacques D. Rossa? ¿Cómo? ¿Cuándo?
—La profesora Paine…
—«Jackeline», para sus gorilas admiradores secretos —Ed se ríe con esa voz de flauta, sin importarle la mirada de Milton.
—La profesora Paine está de camino para escuchar esa misma historia. No me hagas contarla dos veces, te la cuento cuando llegue.
—¡En serio! —Emily da un pisotón, aunque la moqueta silencia su ira.
—¡Venga, Emily! Que van a ser un par de minutos, una hora a lo sumo. No es como si tuvieras que esperar una semana.
Emily se cruza de brazos.
Todos somos Emily.
No, Milton! No es como si tuviéramos que esperar una semana! Es justo eso lo que esperamos!
Supongo que así lo leemos aún con más ganas! Deseando conocer más!
Es muy guay! Esta historia me encanta! 🖤