Esta historia continúa:
Este es el capítulo nueve de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Capítulo IX
La vida de otro
—Sólo digo que parece que soy al único al que le preocupa que haya venido un jodido mago del Pináculo aquí.
Ed, ya vestido con sus pantalones cortos y tirantes, muda de niño guardada en la trastienda para estos casos, camina sobre su mesa acusando con la mirada a sus compañeros. Sigue, con esa flautilla de voz:
—Susy se va a Venezuela a por chocolatinas y tú te metes en el rollo del circo por ganarte el traje ridículo ese.
—¿Y qué quieres que hagamos? —Milton casi oculta al niño con la nube del puro—. ¿Que plantemos barricadas a la entrada?
—¡Como mínimo! Sí, eso me gustaría. Así por lo menos sentiría que estoy rodeado de gente que aprecia su vida —Ed da un paso largo para cambiar de mesa y, al salvar el vacío, la de Milton gime por las reparaciones. Lo señala muy cerca—. Tú mejor que nadie sabes lo peligrosa que es esa gente, no me explico cómo…
La campanilla de la puerta suena y todas las miradas van a Jackeline O. Paine. Se para ahí, todavía con el pomo en la mano:
—¿Interrumpo algo?
La profesora mira al niño sin querer preguntar, pero Ed se adelanta; salta de la mesa y, ya ante ella, teniendo que mirarla como al tejado de una casa, se da cuenta de su error. Igualmente, estira la mano y dice:
—Nos conocimos en su despacho hace algunos días, soy Edwin Cox.
La profesora estrecha la mano diminuta y, al escuchar el nombre, la suelta con un sobresalto.
—Le agradezco la precaución, pero no se preocupe. Sólo soy inestable cuando estoy completo, en esta forma no hay peligro con tocarme.
Sonríe un segundo y se apresura en subir a su mesa para volver a ganar altura de adulto. Milton ofrece a Jackeline sentarse en una de esas sillas para clientes y elige la de la izquierda. Aparta a un lado el final de la capa púrpura, casi kimono, mientras se sienta:
—Disculpe que le de la espalda —le dice a Susy.
Susy levanta la vista de unos documentos y la mira con curiosidad distante, como si hubiera hecho un ruido raro la ventana, y vuelve a su marear de papeles. El giro de cabeza de la profesora hace bailar el cabello metálico, corto, sobre el hombro, y destella como una bola de discoteca:
—Bueno, pues ya estoy aquí —Mira a Milton—. Creo que tienes una historia que contarme.
Emily se mueve impaciente, en la silla de Ed, tras el niño que, sólo cuando todos los adultos están sentados, se permite sentarse en el borde de la mesa.
Milton escacha el final del puro en el cenicero y la mesa vuelve a rechinar por los remaches metálicos.
—Conocí a Jacques antes de mi afección. En verdad, antes de que nadie supiera qué era un hiperestésico. Incluso casi antes de que los ciudadanos supieran demasiado bien qué era la magia.
Nueva York
1947
Los dos trabajábamos para la Surface Transportation Corporation, la compañía de autobuses que operaba en Manhattan y el Bronx antes de que el gobierno de la ciudad la municipalizara. Yo era conductor, él cobrador; claro que había más autobuses que cobradores, así que en muchos turnos estabas completamente solo. Y te hablo de turnos serios, de entre diez y doce horas. Así que cuando lo veía subir a él o a cualquier otro, era siempre una alegría y, como la compañía trataba de emparejar a los conductores blancos con los cobradores blancos y a los negros con los negros, nos solía tocar juntos.
Supongo que es fácil ahora, después de quince años o más, hacer por olvidarme. Hacer por pensar que éramos sólo compañeros, coincidentes laborales, pero mentiría si dijera que no éramos amigos. Me cuesta recordar mi vida de aquel tiempo fuera de un autobús, quizá si no fuera hiperestésico, seguiría allí, en uno de esos turnos eternos o en la sala de conductores de la estación; tomando café con Jacques, jugando una partida de bid whist o al dominó, viendo cómo se le arruga la piel al otro con los años.
Lo que es la vida.
De aquel año lo que más recuerdo, cuando estaba sólo en el autobús, es repetir:
—Ahora son diez, caballero.
—Ahora son diez, señorita.
Justo ese año habían cambiado la tarifa de siete a diez centavos. Es curioso las cosas que termina recordando uno para siempre.
Pues estaba una mañana preparándome para salir cuando vi que Jacques se montaba y me reí, porque le tocaría a él la cantinela de los diez centavos. Se lo dije y, ya a punto de salir, apareció el coordinador de ruta, Francis Lowden, un tío ni la mitad de cabrón de lo que podría haber sido con nosotros, al no existir sindicatos ni nada que se le pareciera.
—Hey, chicos —dijo, agarrado de la puerta.
—Ahora son diez, caballero —le dijo Jacques y reímos los tres.
—Estáis para la ruta tres, ¿no?
Asentimos, pero nos dijo que nos olvidáramos, que teníamos que cubrir una ruta privada, ir a la otra punta del estado, a la meseta de Allegheny, y traernos a un grupo que nos esperaba allí. El grupo de un tal Mr. Ginsberg.
—La meseta de Allegheny… ¿Por qué no contratan a alguien de Cleveland? Les va a salir más barato —dije.
Jacques hizo el ademán de bajarse, pero Francis lo paró desde la distancia:
—Han dicho que mandemos a dos conductores. Tú antes eras conductor, ¿no? No podemos sacar a otro conductor más de su ruta.
—Sí, Francis… Pero la meseta de Allegheny está a un infierno de distancia. ¿Qué serán? ¿Diez, doce horas por trayecto? —El coordinador asintió—. No me hagas esto, hombre...
—Lo sé, lo sé. Entiendo que por eso mismo es lo de los dos conductores. Pero si vais, la compañía os dará tres días libres —Milton y Jacques levantaron las cejas—. Pagados. También lo que comáis por allí.
Recuerdo que tiré de la palanca para cerrar la puerta sin decir más. Uno no estaba acostumbrado a que la compañía ofreciera esa clase de tratos, y de verdad pensé que, como lo pensaran bien, se echarían para atrás. Me señalé a mí y luego a Jacques, que se agarraba para mantener el equilibrio al salir de la estación:
—Cinco horas, cinco horas; recogemos al grupito de granjeros y cinco horas, cinco horas.
—Tres días libres, Milton...
Francis mandó a los de la entrada que nos pararan y ya pensaba que, lo que decía, se había arrepentido, pero sólo me dijo por la ventanilla algunas cosas del punto de encuentro y nos dio dinero para repostar.
Quizá es triste, no lo sé, pero aquellas horas, aquel trayecto con esa anticipación de conseguir tres días libres pagados, poder parar a comer donde quisiéramos, conducir por aquellas carreteras vacías, nuevas para mí… Es en verdad uno de mis recuerdos más felices.
Hasta que llegamos a Allegheny.
Hacía tiempo que había anochecido. Nos costó bastante ubicar el punto que nos había dicho Francis, hasta que nos cruzamos con un coche de patrulla y nos señaló unas luces azules a lo lejos:
—Aquellos son los molinos. Pero yo no me acercaría hasta mañana, esas cosas son peores que tormentas cuando están funcionando.
Claro que nosotros no teníamos opción. El grupo debía estar por la mañana en la ciudad y, si no lo hacíamos, esos tres días libres se iban a convertir en tres años, o los que quisieramos, después del despido. Apuntamos hacia las luces y, aun con la oscuridad, pronto el brillo azulado fue suficiente para dibujar sus siluetas en el cielo. Pero no parecían molinos, no cómo yo me los esperaba: parecían afeitadoras eléctricas, colosales, ahí de pie, con la cabeza en llamas azules.
El cristal se empezó a llenar de gotas y pronto nos envolvió el repiqueteo de lluvia contra el techo, agresivo como el granizo. Jacques puso el limpiacristales. Por algún motivo, quizás premonitorio, desde ese momento dejamos de hablar. Los últimos kilómetros los pasamos escuchando la tormenta que se formaba sobre nosotros y rezando por que no nos desbaratara un rayo, ahí, en medio de la nada.
Cuando llegamos al recinto, me bajé para abrir la verja y, al subí de nuevo, me podía escurrir la ropa dos y tres veces que seguía saliendo agua. En la base de uno esos Empire State Buildings incendiados, había un edificio bajo con las luces encendidas y Jacques condujo hacia allí. De nuevo bajé yo, para avisar de que habíamos llegado y, secretamente, para meterles la mayor prisa posible por salir de allí. El cielo parecía a punto de quebrársenos encima. Antes de entrar, miré hacia la cima del molino, y más que atraer los rayos de la tormenta, parecía que estuvieran nutriéndola, y con cada estampido azul, todo el molino temblaba.
—Santo Dios, el autobús está aquí. No me lo puedo creer, ¡avisa a Ginsberg! —dijo alguien en cuanto abrí la puerta.
Aparte del tipo que había hablado, con aire de ejecutivo, estaban ahí otros cuatro hombres, todos con pinta de matemáticos, ingenieros y ese tipo de personas. El más joven, al que le habían ordenado ir a buscar a Ginsberg, lo miró un segundo y se echó a correr hacia la puerta, hacia mí, y antes de que saliera a la lluvia, los otros tres hombres esprintaron a correr también hacia el autobús.
Me hice a un lado:
—¿Qué diablos está pasando aquí? —le grite y me respondió un crujido del molino
—Tú pon el puto autobús en marcha, ¡vamos! Y no arranques hasta que suba Lance Ginsberg. ¡Espera! —Dio dos zancadas hacia mí—. ¡Mírame! Da igual lo que te digan, da igual lo que yo te diga, pero asegúrate de que el doctor Lance Ginsberg sale de aquí con vida.
Otro crujir del molino nos espoleó a salir de allí: él al fondo del pasillo y yo de vuelta al autobús, pero, aun bajo la lluvia, me detuve. Nunca he vuelto a ver nada igual. El cielo, todas las nubes, eran rayos. No sé cómo explicarlo, era como si las nubes estuvieran apretadas por mallas eléctricas: todo, cualquier parte del cielo donde miraba, era un enjambre de rayos inestable alimentado por las torres, ahora, como un arroyo constante.
Cuando llegué al autobús, Jacques se levantó del asiento del conductor, me tocaba a mí. Y, en el intercambio de posiciones, me susurró sin mirarme:
—Intentaron sacarme de aquí para llevarse el autobús. Hay que tener cuidado con ellos.
Así, Jacques, dándole frente a los cuatro, y yo comiéndome con la mirada la entrada del edificio, esperamos; el ronroneo del motor salpicado por la lluvia intensa y aquellos diablos de rayos que amenazaban a voces con quebrar el cielo.
Por fin, las puertas del edificio volvieron a abrirse, y salió de él una marea de gente arremolinada en torno a un único paraguas. Avanzaban rápido, pero todavía mantenían cierta compostura, como si el decoro los agarrara de la chaqueta sin que les dejara correr. Uno de los rayos, espesos y azules, les cayó cerca y tiraron el paraguas para hacer los últimos metros bajo la lluvia.
Serían más de diez, no lo sé, apenas los miré, sólo esperaba que el último bulto humano entrara para cerrar tras él y con un: «vamos, vamos» general, me puse en marcha hacia la salida. En ese punto creo que sabía que no lo íbamos a conseguir. Pronto seríamos el único objeto metálico en mitad de la nada, y los rayos ya caían a nuestro alrededor con insistencia.
Al llegar a la verja, Jacques se bajó para abrirla. Se hizo un lío con el pasador y el pasaje empezaba a impacientarse, pero en cuanto la abrió, eché el autobús lo más que pude sobre la verja para salir de allí cuanto antes. La pasé y paré para que subiera, pero, llamado por la costumbre, Jacques hizo la estupidez de preocuparse en volver a dejar la verja cerrada y eso fue suficiente para que nos pillara aquel cataclismo.
Miré por el retrovisor, me asomé por la ventanilla y vi cómo los molinos se desmoronaban y, a su paso, como si fuera una red de arrastre, se traían consigo toda aquella energía de las nubes. Todos aquellos rayos, caían ahora a la vez, creando la mayor debacle que se ha visto sobre la Tierra.
Sordo, petrificado, miraba cómo la energía, al llegar a tierra o al desmoronarse de los molinos, se acumulaba cómo una marea imposible, un tsunami que se desbordaba hacia nosotros sin remedio. Entonces sentí un golpe, otro, y al mirar, el tipo de antes me gritaba, sin oírlo, sin que él mismo se oyera. Me gritaba para que arrancase.
Jacques dejó por fin la verja y ya casi se giraba hacia el autobús, enmarcado por aquella marea inmensa que amenazaba con anegar al mundo, cuando pisé a fondo, sin poder apartar la vista del retrovisor.
No corrió detrás del autobús. Se quedó, ahí, de pie, clavado también al retrovisor, mirándome la cara de espanto, hasta que la ola lo engulló como una hoja en su camino.
Yo habría corrido detrás del autobús.
Joder! Este fragmento ha sido impactante! Me ha gustado mucho! 🖤
“Una partida de bid whist"
Mis abuelos jugaban muchos juegos de cartas y lo habrían estado haciendo en este momento (1947). No sé si este. Tuve que buscar este. Mis abuelos italianos llamaron al juego "Spades".
Wiki dice que era popular entre los afroamericanos... otro artículo encontré notas que los dueños de esclavos les enseñaron en lugar de leer, para que pudieran contar barriles de algodón y producir mejor...
¿Desarrollo intencional del personaje aquí? ¿Ya que mencionaste a los trabajadores de autobuses segregados antes?