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Sigues a la luciérnaga
(Crítico, 100% de votos)1
Te repones, o haces por olvidarte, del malestar que te tiene revuelta para ponerte de pie en un salto, y avanzas con cuidado resuelto por el tejido de raíces que es el suelo.
Aunque el calzado que llevas, unas pantuflas de peluche rosa, no son, desde luego, lo más indicado para explorar ese ni ningún lugar, te manejas por las irregularidades del terreno hasta con cierta gracia. La gente, cuando te conoce, piensa que tengas una pata de palo, que todo lo que no sea andar por un terreno totalmente plano, terminaría contigo en el suelo. Sin embargo, ahí estás, avanzando con soltura, con la muleta en ristre, como la lanza de una amazona.
Quizá sea una locura, quizá todavía no quieras pensar en ello, pero algo, como una efervescencia interna, tira de ti, convirtiendo el miedo de «dónde estoy» en la llamada del «a dónde puedo llegar».
Así, recortas rápido distancia entre ti y la luciérnaga, tanto, que ya la tienes delante, mareando las alas en este aire espeso, cargado de una humedad que se bebe más que respirarse.
Como te habías fijado antes, vuelves a descubrir lo poco que eso se parece a una luciérnaga. Es más una mezcla de avispa con patas de araña y alas grandes de polilla. Aunque todo agigantado, más grande que tu puño. Por lo menos, parece que no tenga aguijón, pues el culo, inofensivo, trata también de sostener junto con las cuatro patas traseras esa gran perla brillante, entre amarilla y verde, que ilumina en la noche aún más que en el rellano.
Entonces te das cuenta de algo. El bicho, más que pelear contra el peso de la perla, parece que esté peleando contra algo que tirase de ella, como si estuviera corriendo sobre hielo y no dejase de resbalarse hacia atrás, pese a lo desesperado del esfuerzo.
Al notarte tan cerca, redobla la fuerza del aleteo para apartarse, y consigue alejarse algo, hacia arriba, hacia una de las ramas que tienes sobre ti, del todo fuera de tu alcance.
Así, te fijas en aquellas hojas de árboles. Son violetas, algo iluminadas, como un bombillo que estuviera falto de batería, a punto siempre de apagarse, pero en conjunto crean un resplandor cálido, un fulgor amable, que le da a las copas de los árboles un aspecto de algodón de azúcar mágico que te permite ver en la oscuridad de la noche.
Y una de esas hojas se desprende justo de la rama ante tu vista.
Describe círculos torpes y lentos y, por un azar, está a punto de caer sobre la luciérnaga, chocarse con su vuelto desesperado, pero, en el último momento, la luciérnaga suelta la perla y sale disparada, a una velocidad imposible, para esquivar la hoja.
Instintivamente, atrapas la perla al caer.
Y quedas mirando la caída de la hoja, muy lenta, hasta que llega al suelo y sisea; sisea como si fuera un pequeño carbón, y ves que, efectivamente, está quemando el musgo y los hierbajos. Miras a tu alrededor y ahora entiendes esa tierra negra que domina todo el suelo, apelmazada, como pequeñas ascuas apagadas por la grandísima humedad del ambiente.
Pero la luciérnaga, ya sin luz, no vuelve, y descubres que tu teoría era cierta: notas que la perla, en tu mano, trata de traccionar de ti hacia algún lugar, el lugar opuesto al que trataba de ir la luciérnaga. Pero tú pesas más que un paquete de tabaco, su fuerza no es suficiente para moverte, como parecía hacer con ese bicho alado.
Sin embargo, te dejas guiar por ella, por curiosidad más que por obligación.
Caminas alternando la vista entre las raíces, piedras y huecos del suelo, y la perla en tu mano. Te recuerda a esas bolas de cristal de las películas, esas que usan las brujas. No por el tamaño, que es mucho más pequeña que aquellas; si cerraras completamente la mano, la ocultarías casi por completo. Lo que tiene de bola de cristal es ese «ver más allá». No parece que el interior de la perla brillante fuera sólido, sino tornadizo o nebuloso, como si una se fijase lo suficiente, acabara por ver aparecer algo en su interior.
Que el bosque se abra de pronto en un claro, te hace apartar la vista de la perla.
Te detienes en seco y sientes con más tensión el intento de la perla por avanzar hasta el centro del claro.
Allí, como un confluir de raíces, todas se juntan para escalar una pequeña construcción de piedra, tallada, para nada natural. Las raíces y el musgo negro la tienen cubierta casi en su totalidad, pero todavía puedes ver una mano inteligente que hubo de poner esa pequeña fuente o altar ahí, precisamente en medio de ese claro.
De ella, una raíz se eleva un poco en forma de interrogante, y el final de ese interrogante apunta al centro de la mesita de piedra.
Te acercas.
La construcción es como un altar o mesa redonda que te llega algo más arriba de la cintura y, en el medio, como un nido de raíces, queda un pequeño hueco cóncavo. La perla tira de ti hacia allí con algo más de fuerza, aunque aún insuficiente para ni siquiera abrir tu mano.
Miras entonces a tu alrededor y te sobresaltas.
Entorno a esa losa cilíndrica, a diferente distancia y algo ocultos por lo espeso e irregular del terreno, ves el cuerpo sin vida de hasta tres de aquellos murciélagos extraños, como el que abatiste en el rellano de tu casa.
Devuelves la mirada al altar de piedra.
Ya sabes cómo funciona: ¡tres días para votar, hasta el domingo 15 de septiembre!
¡Besito voladoo!
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¿Recuerdas cuando te dije que, en rol, si en una tirada sacas un 1 se considera una pifia y pasan cosas malas? Pues, si sacas un 10 (en d10) o un 20 (en d20), se considera un crítico; o sea, que pasan cosas buenas. Así que, si hicimos que un 50/50 en la encuesta sea pifia, vamos a hacer que un 100% sea crítico.
Me encantaron estos árboles.